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Jorge Alberto Gudiño Hernández

06/04/2019 - 12:00 am

La influenza y el box

Supongo que me dio porque me tenía que dar. Me resistí hasta el penúltimo día, cuando fue inevitable que fuera a hacerme la prueba de laboratorio. Lo consabido: antibióticos, antihistamínicos y una semana de encierro. Un encierro peculiar, por donde se le vea. Llevo varias noches durmiendo en un colchón en mi estudio, fuera del […]

El Oseltamivir es prodigioso: a unas cuantas horas de la primera pastilla, los síntomas más molestos desaparecen. Foto: Cuartoscuro

Supongo que me dio porque me tenía que dar. Me resistí hasta el penúltimo día, cuando fue inevitable que fuera a hacerme la prueba de laboratorio. Lo consabido: antibióticos, antihistamínicos y una semana de encierro. Un encierro peculiar, por donde se le vea. Llevo varias noches durmiendo en un colchón en mi estudio, fuera del contacto de mi mujer y mis hijos. Lo menos deseable es que se vayan a contagiar ellos.

La influenza es dolorosa, antes de los medicamentos, y cruel cuando uno consigue levantarse. El Oseltamivir es prodigioso: a unas cuantas horas de la primera pastilla, los síntomas más molestos desaparecen. Ya no hay cuerpo cortado, dolor de cabeza ni esa sensación de embotamiento en torno a los ojos. Sin embargo, la condena es clara: cinco días de encierro. Es cuando llega la crueldad. Estoy acostumbrado a trabajar a solas, en relativo silencio. No suelo necesitar de mucha interacción social y podía platicar con mi familia a gritos. Pese a ello, la sensación de confinamiento me aburrió como pocas veces antes. Para colmo, no podía concentrarme demasiado. Así que alternaba la lectura con series de televisión, con periodos cortos de trabajo, con la consabida imagen del león enjaulado.

Una de las ventanas de mi estudio da a un parque. Descubrí que hay horarios para todo: los paseaperros de la mañana, la patinadora que se ejercita dando vueltas, los niños que usan los juegos infantiles al salir de la escuela, los basquetbolistas, los paseaperros de la noche, los transeúntes de todo el día… y los boxeadores.
No lo son en realidad. Son estudiantes de una preparatoria cercana que, un buen día, llegaron al parque con dos pares de guantes y muchas ganas de usarlos.

Confieso que nunca he sido fanático del box. Desconozco las razones pues me fascina la épica que se retrata en películas y cuentos. Quizá sea porque, en realidad, no son fanático de casi ningún deporte pero me queda claro su encanto. Alguna vez, durante un programa de escritores en la cárcel, fui testigo de cómo los presos boxeaban contra árboles apenas cubiertos por frágiles mecanismos de acojinamiento.

Casi lo opuesto a lo que vi por la ventana. Los chavos no sabían de box. Si acaso alguno, el dueño de los guantes y que fungía como réferi. Las parejas contendientes se elegían porque uno retaba a otro. Nadie se negó a pelear. Las peleas eran a un round de tres minutos, aunque el encargado de llevar el tiempo era bastante laxo si la pelea se ponía buena. Nunca se puso buena. Tiraban sólo golpes a la cara por la premura del tiempo: no había ocasión para ir ablandando al rival con ganchos al cuerpo. Entonces eran dos adolescentes con la defensa en alto. Chocaban guantes contra guantes. A veces entraba un golpe, lento, de los que lastiman poco. Eso abría la defensa. Los intercambios terminaban, casi siempre, en rectos desperdigados y jabs sin conexión pero alcanzaban a tocarse la cara.

Más que los combates en sí mismos, disfruté viendo cómo se abrazaban al final, las caras coloradas por el esfuerzo y por algún impacto. No buscaban lastimarse pero jugaban en serio, que es como debe jugarse siempre. Al final, tras cinco o seis peleas, se iban todos juntos. Volvieron un par de veces.

Nunca les preocuparon las familias que pasaban cerca de ellos, los niños o los ancianos. Sólo se ponían alertas cuando pasaba una patrulla, con esa intuición que tienen los desconfiados.

Me quedo con la imagen de un chico, con el rostro enrojecido, que quería seguir peleando pese a que usaba braquets. No lo dejaron, no fuera a ser que le pasara algo malo. Su frustración sólo pudo ser compensada con la idea de que lo estaban protegiendo. Él no quería protección, buscaba ganarse un lugar en el grupo, ser aceptado. Si el costo de dicha aceptación era salir con un ojo morado o una encía perforada, estaba dispuesto a pagarlo. Insisto: no peleaban bien ni se golpeaban duro pero bien se podía percibir la brutalidad del boxeo. Quizá, ahora que salga de mi encierro, me anime a consumir más este deporte que tiene tanto de atávico como de noble. Por lo pronto, espero a que dé la hora de ir a buscar el sueño, la última de las crueldades de la influenza: su insomio. Ojalá se le pudiere combatir en condiciones de igualdad, como al adversario que tiene el mismo miedo que uno.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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