ENSAYO | “Sólo los mexicoamericanos o chicanos saben lo que se siente nacer en territorio hostil”

06/07/2019 - 12:00 am

“A pesar de su población, en Estados Unidos su comunidad sigue siendo una minoría, entre tantas otras, cuya literatura no termina de introducirse en el canon occidental; no se enseña en las escuelas más allá de la franja fronteriza y su distribución es insuficiente, sin importar la gran calidad de su escritura”, escribe María del Carmen Rascón Castro en El reflejo del brown buffalo

Por María del Carmen Rascón Castro

Ciudad de México, 6 de julio (SinEmbargo).– La autobiografía de un búfalo prieto (The Autobiography of a Brown Buffalo) es el primero de dos libros publicados por Oscar “Zeta” Acosta, un abogado y escritor chicano que desapareció en Mazatlán, Sinaloa, en 1974. Algunos se preguntan si se suicidó; corrían rumores de que el FBI estaba tras él debido a su activismo político. La autobiografía gira en torno a la vida del jurista Acosta, antes de agregarse la distintiva “Zeta” y convertirse en defensor legal de los militantes chicanos en East Los Angeles, durante los años 60.

El recorrido de este “indio salvaje que corre destruyendo frenéticamente todo lo que encuentra a su paso” comienza a partir de su infancia y adolescencia en Riverbank, California, concluyendo con el regreso a su ciudad natal, El Paso, Texas, después de haber pasado unos días en Ciudad Juárez. Antes de que la literatura chicana se consolidara, al grado de ser tendencia o incluso moda, era prácticamente imposible que una editorial estadounidense se interesara en publicarla. Una novela temprana, versión de Romeo y Julieta entre okies (residentes de Oklahoma) y chicanos, fue rechazada por tres editoriales que, si bien elogiaron la escritura de Acosta, pensaron que la temática no era aceptable. La historia del Búfalo prieto se imprimió en 1972, el mismo año en que se publicaron las obras de otros dos importantes escritores chicanos, Bless Me Ultima, de Rudolfo Anaya y Occupied America: A History of Chicanos, de Rodolfo Acuña.

Oscar Acosta reflexiona constantemente sobre su identidad. Es hijo de una pareja pobre de inmigrantes mexicanos; su color de piel moreno (brownie), su apellido, lo mantienen exiliado de una sociedad angloamericana a la que no puede acceder. Las mujeres de ojos azules, símbolo de la belleza a la que aspira, le resultan inaccesibles. No sólo la familia de ellas se opone a esas relaciones amorosas, también la policía. En México reconoce, por fin, su color en la piel de los otros. Caminando por la avenida Juárez encuentra productos nacionales, sandalias de Torreón, sombreros de Michoacán, dulces de camote, joyería y trabajos artesanales de los indios de las montañas sonorenses. “Todos caminaban a lo largo de las calles provistas de luces multicolores, en medio de tortas, tacos, tamales, elotes y cualquier clase de alimento cuyo precio no rebasaba un solo dólar”.

Su cabeza da vueltas; atento a la belleza femenina de las mujeres morenas, de facciones indígenas, de pelo negro que lo deslumbran, concluye que podría casarse con cualquiera. Alice Joy y Jane Addison, las niñas blancas que amó en la infancia dejan de importarle. En las habitaciones detrás de la Cantina de la Revolución, dos voluptuosas prostitutas le enseñan a ser un mexicano de verdad. Con ellas pasa una semana entera, hasta que una pelea con quien le renta la habitación y otro empleado lo lleva a la piedrera, la cárcel de Juárez. En el hotel, cuestionan sus raíces, su tono de español, su ser por completo. “-Pues parece mexicano, pero ¿quién sabe?”, “-Dile que si no le gusta… [el frío en su cuarto] ¡que se vaya a la chingada!” Entre multas para ser puesto en libertad y cobros injustificados de policías corruptos, Acosta se queda sin dinero. De regreso a El Paso, sin cartera, discute con los oficiales para que le permitan cruzar; ellos le advierten: “-Bien. Pero te sugiero que la próxima vez traigas contigo alguna identificación. No pareces norteamericano, ¿sabes? Su identidad se resquebraja. No es de aquí, ni tampoco de allá; solo el desamparo lo cobija. Entonces, y de repente, la revelación. “La bomba explota en mi cabeza. Luces intermitentes. Estrellas. Veo todo con claridad”. El protagonista se identifica con el brown buffalo, ese enorme mamífero perseguido y masacrado por cowboys e indios por igual, pero quizá le teman a las manadas, al Brown Power.

Sólo los mexicoamericanos o chicanos saben lo que se siente nacer en un territorio hostil, dominado por otros moradores que ocuparon territorio por la fuerza. A pesar de su población, en Estados Unidos su comunidad sigue siendo una minoría, entre tantas otras, cuya literatura no termina de introducirse en el canon occidental; no se enseña en las escuelas más allá de la franja fronteriza y su distribución es insuficiente, sin importar la gran calidad de su escritura. Además, la orientación monolingüe limita el ejercicio público de otras lenguas. Oscar “Zeta” Acosta dejó de hablar español alrededor de los ocho años. Su visita a Ciudad Juárez lo hizo sentir, al menos por un tiempo, en casa, igual a los demás. No obstante, los abusos e insultos de los que fue víctima a causa de su lengua, el inglés, que lo identificaba como ciudadano norteamericano, terminaron por desilusionarlo. Este ser-en-medio no podía depender de paisanos juarense y mucho menos de los anglos; el chicano debía defenderse a sí mismo y entre los suyos. “En el momento presente, en este día lluvioso de enero de 1968, me doy cuenta de que no soy mexicano ni norteamericano. Ni católico ni protestante. Soy chicano por estirpe y Búfalo Prieto por elección”.

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