Denuncia inmediata: Lo nuevo del escritor estadounidense Jeffrey Eugenides

06/10/2018 - 12:04 am

Jeffrey Eugenides, que ha demostrado en tres novelas excepcionales –Las vírgenes suicidas, Middlesex La trama nupcial– su capacidad para ahondar en la complejidad de las relaciones humanas, continúa su exploración en esta envolvente colección de cuentos. Elegante, sutil, a ratos irónico y en otros momentos hondo y conmovedor, Eugenides traza aquí un poderoso mapa de las emociones humanas.

Ciudad de México, 6 de octubre (SinEmbargo).-Un joven viaja por el mundo en busca de iluminación y se enfrenta a todo tipo de experiencias, no siempre agradables; una estudiante de origen indio seduce a un profesor buscando una salida desesperada a la situación de su familia; un poeta fracasado que ha encontrado trabajo en la editorial de un antiguo pornógrafo acaba dejándose arrastrar por la tentación del dinero y la América del pelotazo; un sexólogo tiene un perturbador encuentro sexual en una selva remota; un matrimonio que empezó por conveniencia acaba en desastre; un músico que toca el clavicordio se enfrenta a la dificultad de combinar su arte con su condición de esposo y padre y termina perseguido por unos cobradores de morosos; una chica decide quedarse embarazada sea como sea; una mujer visita a una vieja amiga a la que le están haciendo pruebas para saber si padece alzhéimer y le regala un libro que ambas adoraban en su juventud…

Jeffrey Eugenides, que ha demostrado en tres novelas excepcionales –Las vírgenes suicidas, Middlesex La trama nupcial– su capacidad para ahondar en la complejidad de las relaciones humanas, continúa su exploración en esta envolvente colección de cuentos. Nos encontramos aquí una vez más con hombres y mujeres que se enfrentan a sus miedos, toman decisiones drásticas y se adentran en territorios desconocidos. En dos de los cuentos reaparecen personajes de sus novelas, que, al igual que los nuevos, son seres humanos desamparados que el autor retrata con perspicacia y humanidad, plasmando sus anhelos y contradicciones. Elegante, sutil, a ratos irónico y en otros momentos hondo y conmovedor, Eugenides traza aquí un poderoso mapa de las emociones humanas.

Con tres novelas portentosas, el autor ahora con un libro de cuentos. Foto: Especial

Fragmento del libro Denuncia inmediata, de Jeffrey Eugenides, con autorización de Anagrama/Océano

QUEJAS

Al subir por el camino de entrada en el coche de alquiler, Cathy ve el cartel y tiene que echarse a reír: “Lyndham Falls – Retiro con encanto”.

No se ajustaba exactamente a lo que Della había descrito.

El edificio se hace visible a continuación. La entrada principal es bastante bonita. Grande y acristalada, con bancos en el exterior y un aire de orden médico. Pero los apartamentos del jardín, al fondo de la finca, son pequeños y destartalados. Los porches son diminutos y parecen corrales para animales. Desde fuera, frente a las ventanas con cortinas y las puertas castigadas por la intemperie, se intuye un interior habitado por vidas solitarias.

Cuando se baja del coche, el aire se le antoja diez grados más cálido que el del exterior del aeropuerto aquella mañana, en Detroit. El cielo de enero es de un azul casi sin nubes. Ni el menor indicio de la ventisca contra la que Clark le ha venido advirtiendo, tratando de persuadirla para que se quedara en casa a cuidarle.

–¿Por qué no vas la semana que viene? –dijo–. Aguantará.

Cathy está a medio camino de la puerta principal cuando se acuerda del regalo de Della y vuelve al coche para cogerlo. Al sacarlo de la maleta, se siente satisfecha una vez más de lo bien que lo ha envuelto. El papel de ese grueso, de tacto pulposo, sin blanquear, que imita la corteza de abedul. (Tuvo que ir a tres papelerías para encontrar el que le gustaba.) En lugar de decantarse por un lazo chillón, Cathy cortó unas ramitas del árbol de Navidad que estaban a punto de dejar en la acera y compuso una guirnalda. Ahora el regalo parecía hecho a mano, y orgánico, como una ofrenda ceremonial de los pobladores autóctonos de Norteamérica, algo no para una persona sino para la tierra.

Lo que hay dentro no es nada original. Es lo que Cathy le regala siempre a Della: un libro.

Pero esta vez es más que eso. Es una especie de medicina.

Desde que se mudó a Connecticut Della se ha quejado de que ya no puede leer. “Últimamente no soy capaz de fijar la atención en un libro”, es lo que me ha dicho por teléfono. No dice por qué. Las dos saben por qué.

Una tarde de agosto pasado, durante la visita anual de Cathy a Contoocook, donde Della vivía entonces, Della mencionó que su doctora le había mandado hacerse unos análisis. Eran poco más de las cinco, y el sol se ponía tras los pinos. Para protegerse de los vapores de pintura estaban tomándose las margaritas en el porche con mosquitera.

–¿Qué clase de análisis?

–Todo tipo de análisis tontos –dijo Della, con una mueca–. Por ejemplo, esa terapeuta a la que me ha estado mandando… Se llama a sí misma terapeuta, pero no aparenta más de veinticinco años. Me manda dibujar manecillas de reloj. Como si hubiera vuelto al jardín de infancia. O me enseña un montón de fotos y me dice que las recuerde. Pero luego se pone a hablar de otras cosas. Tratando de distraerme. Y luego me pregunta qué había en esas fotos.

Cathy miró la cara de Della a la luz mortecina. A los ochenta y ocho años, Della sigue siendo una mujer vivaracha y guapa, con un sencillo corte del pelo blanco que recuerda a Cathy las pelucas empolvadas. A veces habla sola, o se queda con la mirada fija en el vacío, pero no mucho más que cualquier persona que pasa mucho tiempo sin hablar con nadie.

–¿Cómo te ha ido?

–No demasiado bien.

El día anterior, volviendo en coche de la ferretería, en Concord, Della se había inquietado mucho a causa del tono de la pintura que habían elegido. ¿Era lo bastante brillante? ¿No sería mejor que la devolvieran? No era tan alegre como les había parecido en el muestrario de la ferretería. ¡Oh, qué derroche de dinero! Al final, Cathy dijo:

–Della, te estás angustiando otra vez. Y eso bastó. La expresión de Della se apaciguó como si la hubieran espolvoreado con polvos mágicos.

–Lo sé, sí –dijo–.

Cuando me pongo así tienes que decírmelo. En el porche, Cathy dio un sorbo a su bebida y dijo:

–Yo no me preocuparía por eso, Della. Esos análisis ponen nerviosa a cualquiera.

Unos días después Cathy regresó a Detroit. Y ya no volvió a oír hablar de los análisis. Luego, en septiembre, Della la llamó para decirle que la doctora Sutton iba a ir a verla a su casa y le había pedido a Bennett, el hijo mayor de Della, que estuviera presente.

–Si quiere que Bennett venga hasta aquí –dijo Della–, seguramente serán malas noticias.

El día en cuestión –un lunes– Cathy esperó la llamada de Della. Cuando esta llamó finalmente, su voz sonaba agitada, casi aturdida. Cathy supuso que la doctora la había visto bien de salud. Pero Della no mencionó los resultados del análisis. En lugar de ello, y en un estado de ánimo de felicidad casi delirante, dijo:

–¡La doctora Sutton no podía creerse lo preciosa que me ha quedado la casa! Le conté lo ruinosa que estaba cuando me mudé, y cómo tú y yo planeamos algo cada vez que vienes a visitarme, y no podía creérselo. ¡Le pareció que estaba fantástica!

Tal vez Della no era capaz de encarar las noticias o tal vez las había olvidado ya. Sea como fuere, Cathy se asustó.

Fue Bennett quien se encargó de explicarle los detalles médicos. Y lo hizo en un tono seco, pragmático. Bennett trabaja para una compañía de seguros, en Hartford, calculando las probabilidades de enfermedad y muerte día a día, y tal vez fue esta la razón.

–La doctora dice que mi madre ya no puede conducir. Ni utilizar la cocina. Va a medicarla con algo; para estabilizarla, supongo. Durante un tiempo. Pero la conclusión es que no puede vivir sola.

–Fui a verla hace un mes y estaba bien –dijo Cathy–. Le entra ansiedad, angustia, eso es todo. Hubo una pausa, y al cabo Bennett dijo:

–Sí, ya. La ansiedad es parte de lo que tiene.

¿Qué podía hacer Cathy en su situación? No solo no tenía nada que hacer en el Medio Oeste, sino que era una especie de rara avis o intrusa en la vida de Della. Cathy y Della eran amigas desde hacía cuarenta años. Se conocieron cuando ambas trabajaban en la Escuela de Enfermería. Cathy tenía treinta años y se acababa de divorciar. Había vuelto a casa de sus padres; así su madre podría cuidar de Mike y de John mientras ella estaba en el trabajo. Della era una madre cincuentona que vivía en una elegante casa de un barrio residencial cercano al lago. Había vuelto a trabajar no porque necesitase con urgencia el dinero –como Cathy–, sino porque no tenía nada que hacer. Sus dos hijos mayores se habían ido ya de casa. El benjamín, Robbie, estaba en el instituto.

En circunstancias normales nunca se habrían relacionado en la Escuela de Enfermería. Cathy trabajaba abajo, en Tesorería, y Della era secretaria ejecutiva del decano. Pero un día, en el comedor del autoservicio, Cathy oyó a Della hablar con entusiasmo del programa Weight Watchers, de lo fácil que era seguirlo, y sin tener que pasar hambre.

Cathy acababa de volver a salir con hombres. Otra forma de decirlo sería que se acostaba con varios a la vez. A raíz de su divorcio se había visto apremiada por la urgencia de recuperar el tiempo perdido. Era tan temeraria como una adolescente, y lo hacía con hombres que apenas conocía, en asientos traseros de coches o en el suelo enmoquetado de furgonetas aparcadas en calles urbanas frente a casas donde dormían apaciblemente buenas familias cristianas. Además del placer esporádico que obtenía con esos hombres, Cathy buscaba una especie de autoenmienda, como si las arremetidas y los embates masculinos fueran capaces de hacerla entrar en razón y disuadirla para siempre de volver a casarse con alguien parecido a su exmarido.

Al volver a casa pasada la medianoche después de uno de estos lances, Cathy se dio una ducha. Luego se quedó de pie frente al espejo del cuarto de baño, evaluándose con la misma mirada objetiva que tiempo después aplicaría a la remodelación de casas. ¿Qué podía arreglarse? ¿Qué disimularse? ¿De qué debía hacerse caso omiso y convivir con ello?

Empezó a ir a Weight Watchers. Della la llevaba a las reuniones. Menuda y vivaz, de pelo escarchado, grandes gafas de montura translúcida y rosada y blusa de rayón satinada, Della se sentaba en un cojín para poder ver por encima del volante de su Cadillac. Llevaba cursis pasadores en forma de abejorros o perros salchicha, y se empapaba de perfume. Era de una marca de grandes almacenes, floral y empalagoso, diseñado más para enmascarar el aroma natural de la mujer que para acentuarlo, como hacían los aceites corporales que se aplicaba Cathy con unos toquecitos en sus puntos de presión. Visualizaba a Della rociándose de perfume con el aerosol y luego pavoneándose en medio de la niebla como una idiota.

Después de haber perdido unos cuantos kilos, se regalaban una vez a la semana con cena y copas. Della llevaba en el bolso su contador de calorías, para asegurarse de que no se desmadraban demasiado. Así es como descubrieron las margaritas.

–Oye, ¿sabes de algo que sea bajo en calorías? –dijo Della.

–El tequila. Solo tres calorías por gramo.

Intentaron no pensar en el azúcar del combinado.

Della era solo cinco años menor que la madre de Cathy. Ambas compartían numerosas opiniones sobre el sexo y el matrimonio, pero era más fácil escuchar estas proclamas en boca de alguien que no se arrogaba la propiedad de tu cuerpo. Además, la forma en que Della difería de la madre de Cathy dejaba bien claro que su madre no era el árbitro moral que siempre había sido en la cabeza de Cathy, sino solo una manera de ser.

Resultó que Cathy y Della tenían en común un montón de cosas. A las dos les gustaban los trabajos manuales: adornos de papel cortado, cestería, restauración de muebles antiguos…, todo tipo de artesanías. Y les encantaba leer. Se prestaban los libros que sacaban de la biblioteca, y al cabo de un tiempo dieron en sacar los mismos libros, de forma que podían leerlos al mismo tiempo y debatir sobre ellos. No se consideraban intelectuales, pero distinguían la buena escritura de la mala. Y, sobre todo, sabían disfrutar de una buena historia. Recordaban las tramas de los libros mucho mejor que sus títulos o autores.

Cathy evitaba la casa de Della, en Grosse Pointe. No quería tener que sufrir las alfombras de pelo largo o los cortinajes de tono pastel, o tropezar con el marido republicano de Della. Tampoco invitaba nunca a Della a la casa de sus padres. Era mejor encontrarse en un terreno neutral, donde nadie pudiera recordarles su incompatibilidad.

Una noche, dos años después de conocerse, Cathy llevó a Della a la fiesta de unas amigas. Una de ellas había asistido a una charla de Krishnamurti, y todo el mundo se sentó en el suelo, sobre cojines, a escuchar lo que contaba. Y empezó a circular un porro.

Oh, no…, pensó Cathy cuando este llegó a Della. Pero, para su sorpresa, Della inhaló el humo y lo pasó a la de al lado.

–Bien, es el no va más… –dijo Della luego–. Aquí me tienes fumando hierba.

–Lo siento –dijo Cathy, riendo–. Pero… ¿te ha gustado?

–No, no me ha gustado. Y me alegro. Si Dick supiera que he estado fumando marihuana se pondría como una fiera.

Pero estaba sonriendo. Feliz de tener un secreto.

Tenían otros. Unos años después de casarse con Clark, Cathy se hartó un día y se fue de casa. Se registró en un motel, en Eight Mile.

–Si te llama Clark, no le digas dónde estoy –le dijo a Della. Y Della hizo lo que le decía. Y se limitó a llevarle algo de comer todas las noches, durante una semana, y a escucharla despotricar contra su marido hasta que se desahogó por completo.

O lo bastante, al menos, para reconciliarse con él.

–¿Un regalo? ¿Para mí?

Della, aún llena de un entusiasmo de chiquilla, mira con ojos muy abiertos el envoltorio que Cathy le tiende. Está sentada en un sillón azul, junto a la ventana; en el único asiento, de hecho, del pequeño estudio atestado. Cathy está encaramada con desmaña en la meridiana de al lado. Las persianas venecianas están echadas, y el estudio está en penumbra.

–Es una sorpresa –dice Cathy, con una sonrisa forzada.

Tenía la impresión, por Bennett, de que Wyndham Falls era una residencia de ancianos. La página web menciona servicios de urgencia y ángeles visitadores. Pero el folleto que Cathy ha cogido en recepción, a su llegada, dice que Wyndham se anuncia a sí misma como una “comunidad de retiro de mayores de cincuenta y cinco años”. Además de los muchos residentes ancianos que tratan de abrirse camino por los pasillos tras sus andadores de aluminio, hay veteranos de guerra más jóvenes, con barba, chaleco y gorra, moviéndose de un lado a otro en sillas de ruedas eléctricas. No hay personal de enfermería. Es más barato que un cuidado asistencial y los servicios son mínimos: comidas preparadas en el comedor, cambio de sábanas una vez a la semana. Eso era todo.

En cuanto a Della, parecía idéntica a la última vez que Cathy la vio en agosto. En atención a la visita de Cathy se había puesto un jersey sin mangas de tela vaquera limpio y un top amarillo. Se había pintado los labios y maquillado en los sitios adecuados y en la medida justa. La única diferencia es que ahora Della también utiliza andador. Una semana después de ingresar en el centro, resbaló y se golpeó la cabeza contra el pavimento del exterior de la entrada. Perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, un auxiliar médico grande, guapo y de ojos azules la miraba fijamente. Della alzó los ojos hacia él y preguntó:

–¿Me he muerto y he ido al cielo?

En el hospital, le hicieron una resonancia magnética para comprobar si había una hemorragia cerebral. Luego la examinó un médico joven por si tenía otras heridas.

–Así que heme aquí –le dijo Della a Cathy por teléfono–. Tengo ochenta y ocho años y aquí está este joven doctor examinando cada centímetro de mi cuerpo. Y cuando digo cada centímetro quiero decir cada centímetro. Le he dicho: “No sé cuánto le pagan, pero seguro que no es suficiente.”

Estas muestras de humor confirman lo que Cathy ha pensado a todo lo largo del proceso: que la confusión mental de Della es de origen emocional. A los médicos les encantan los diagnósticos y las pastillas y apenas prestan atención al humano que tienen delante.

Della, por su parte, nunca ha mencionado su diagnóstico médico; siempre se refiere a él como “su dolencia”, o “esto que tengo”. Una vez dijo:

–Nunca puedo recordar el nombre de lo que tengo. Es algo que tienes cuando eres viejo. Eso que casi nadie quiere tener. Eso es lo que tengo.

Otra vez dijo:

–No es alzhéimer, sino lo siguiente menos grave. A Cathy no le sorprende que Della reprima la terminología. “Demencia” no es una palabra bonita. Suena violenta, invasiva, como si tuvieras un demonio vaciándote el cerebro a paladas, lo cual, en realidad, es lo que es.

Ahora mira el andador de Della que está en un rincón, un infame artilugio color magenta con un asiento negro de polipiel. Sobresalen unas cajas de debajo de la meridiana. Hay cacharros apilados en el fregadero de la minúscula cocina. Nada demasiado llamativo. Pero Della siempre ha tenido la casa en el orden más escrupuloso; cualquier cosa fuera de sitio se le antojaba un engorro.

Cathy está contenta de haberle traído el regalo.

–¿No vas a abrirlo? –le pregunta.

Della mira el paquete como si de pronto se hubiera materializado en sus manos.

–Oh, claro.

Le da la vuelta y examina la parte de abajo. Su sonrisa es incierta. Es como si supiera que sonreír es algo obligado en ese momento, pero no supiera bien por qué.

–¡Mira qué papel de regalo! –dice al cabo–. Es precioso. Voy a abrirlo con cuidado para no romperlo. Quizá lo utilice otra vez.

–Puedes romperlo. No me importa.

–No, no –insiste Della–. Es un papel de regalo muy bonito y quiero conservarlo.

Sus viejas manos llenas de manchas de la edad manipulan el papel hasta abrir el envoltorio sin romperlo. El libro cae en su regazo. No da muestras de reconocerlo. Aunque eso no tiene por qué significar nada necesariamente. Los editores han sacado una edición nueva. La cubierta original, con la ilustración de las dos mujeres sentadas con las piernas cruzadas dentro de una tienda india, se ha reemplazado por una fotografía en color de montañas coronadas de nieve, y los tipos del título son mucho más llamativos. Un segundo después, Della exclama:

–¡Eh, mira! ¡Nuestra historia favorita!

–No solo eso –dice Cathy, señalando la cubierta–. Fíjate. “¡Edición del vigésimo aniversario! ¡Más de dos millones de ejemplares vendidos!” ¿No es increíble?

–Bueno, siempre supimos que era un buen libro.

–Sí, claro. La gente tendría que hacernos caso.

–Con voz más suave, Cathy añade–: He pensado que a lo mejor hace que vuelvas a leer, Della. Ya que este te lo conoces tan bien…

–Oh, ya… Como para calentar motores. El último libro que me mandaste, La habitación… Llevo ya dos meses leyéndolo y apenas he pasado de la página veinte.

–Es un libro muy intenso.

–¡Sobre alguien que no puede salir de su habitación! Me toca un poquito de cerca, ¿no?

Cathy se ríe. Pero Della no bromea en absoluto y Cathy ve la oportunidad. Deslizándose fuera de la meridiana, gesticula en dirección a las paredes, como en señal de queja.

–¿No podrían Bennett y Robbie conseguirte un sitio mejor que este?

–Probablemente sí –dice Della–. Pero dicen que no pueden. Robbie tiene que pagar la pensión alimenticia y la manutención de un menor. Y por lo que se refiere a Bennett, esa Joanne seguramente no quiere que gaste más dinero en mí. Nunca le he gustado.

Cathy asoma la cabeza al cuarto de baño. No está tan mal como se temía; no hay nada sucio ni sonrojante. Pero la cortina de hule de la ducha parece más propia de un asilo. Por suerte es algo que se puede arreglar enseguida.

–Tengo una idea –dice Cathy, volviéndose hacia Della–. ¿Te has traído el álbum de fotos?

–Por supuesto. Le dije a Bennett que no iba a ninguna parte sin mi álbum de fotos. Tal como están las cosas, me hizo dejar todos mis muebles buenos en la casa, para poder venderla fácilmente. Pero ¿sabes qué? Hasta ahora no ha ido nadie a verla.

Si Cathy está escuchándola, no lo parece. Va hasta la ventana y sube de golpe la persiana.

–Podemos empezar por animar un poco el cuarto. Colgar unas cuantas fotos de las paredes. Hacer que esto parezca un sitio donde se vive.

–Estaría bien. Si esto no tuviera un aire tan lastimoso, creo que me sentiría mejor. Es casi como estar… presa. –Della sacude la cabeza–. Algunos de los residentes están nerviosísimos.

–Crispados, ¿no?

–Muy crispados –dice Della, riéndose–. Tienes que andarte con cuidado con quién te sientas en el comedor.

Cuando Cathy se ha ido, Della mira el aparcamiento desde la silla. A lo lejos se forman masas de nubes. Cathy le ha dicho que la tormenta no llegará hasta el lunes, después de que ella se haya ido, pero Della, aprensiva, alarga la mano para coger el mando a distancia.

Apunta hacia el televisor y aprieta el botón. El aparato sigue igual.

–Esta tele nueva que me ha traído Bennett es una porquería –dice, como si Cathy, u otra persona, estuviera allí para escucharla–. Tienes que encender la tele tú misma, y luego esa otra caja de debajo. Pero hasta cuando consigo encender esta maldita tele me es imposible encontrar ninguno de mis programas favoritos.

Ha dejado el mando a distancia justo cuando Cathy surge de un punto del edificio y se dirige hacia su coche. Della la sigue con la mirada, fascinada y perpleja. Su intento de disuadir a Cathy de que viniera a visitarla no se había debido por completo al mal tiempo. Temía no estar a la altura de la visita. Desde su caída y su estancia en el hospital, no se sentía demasiado bien. Se sentía consumida. Tener que ir de aquí para allá con Cathy, verse atrapada en un torbellino de actividad, se le antojaba excesivo.

Por otra parte, estaría bien animar un poco el cuarto.

Della trata de imaginar las paredes repletas de caras amadas, esenciales en su vida.

Y luego sigue un período en que nada parece suceder; nada del presente, en cualquier caso. Últimamente estos interludios caen sobre Della cada vez con más frecuencia. Está buscando, por ejemplo, su libreta de direcciones, o haciendo café, cuando de pronto siente que algo tira de ella hacia atrás y la enfrenta a gente y objetos en los que no ha pensado en años. Tales remembranzas la inquietan no porque le traigan cosas desagradables (si bien a menudo lo hacen), sino porque resultan tan vívidas y exceden de tal modo su vida cotidiana que hacen que esta parezca tan desvaída como una blusa vieja que se ha lavado demasiadas veces. Uno de los recuerdos que vuelve y vuelve últimamente es el de la carbonera en la que había tenido que dormir de niña. Fue después de que se mudaran a Detroit desde Paducah. Y después de que su padre se fuera de casa. Della, su madre y su hermano vivían en una casa de huéspedes. Su madre y Glenn tenían cuartos normales, en el piso de arriba, pero Della tenía que dormir en el sótano. Un sótano en el que ni siquiera se podía entrar desde el interior de la casa. Había que salir al patio trasero y levantar las puertas que daban acceso al sótano. La patrona había blanqueado el habitáculo y puesto una cama y unos cojines hechos de sacos de harina. Pero eso no engañaba a Della. La puerta era de metal, y no había ventanas. Era oscuro como boca de lobo. ¡Oh, cómo odiaba tener que bajar todas las noches a aquella carbonera! ¡Era como bajar a una cripta!

Jeffrey Eugenides (Detroit, 1960) estudió en las universidades de Brown y Stanford. Es autor de tres aclamadas novelas, todas ellas publicadas por Anagrama: Las vírgenes suicidas, llevada al cine por Sofia Coppola. Middlesex, que obtuvo el Pulitzer 2003 y fue considerada una de las mejores novelas de las últimas décadas y La trama nupcial.

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