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Sandra Lorenzano

06/10/2019 - 12:03 am

El olivo de Saramago

Alguna vez lo trajo el propio José en una maceta sobre sus piernas; era pequeño y frondoso, ¿sería capaz de crecer en tierra volcánica? Logró hacerlo.

“Estoy segura de que también José Saramago abrazó este olivo que ahora nos recibe en la casa que Pilar y él construyeron con tanto amor”. Foto: Sandra Lorenzano

A Pilar del Río por su generosidad.
A Rosa Celorio in memoriam.

Pocas cosas me gustan tanto como visitar las casas de los escritores que amo; descubrir en qué sillón se sentaban a leer por las tardes, sobre qué mesa los esperaban las frases escritas el día anterior, qué paisajes veían desde las ventanas, qué talismanes acompañaban su escritura cotidiana (fotos, piedras, plumas, caracoles…). Es como mirar por el ojo de la cerradura el perfil del ser amado y saber que basta abrir la puerta para pasar de la mirada al abrazo. En los sitios en que vivieron aquellos cuyas palabras llevamos tatuadas en la piel, suelen ser sus páginas las que contienen el abrazo anhelado.

En Lanzarote hay una casa blanca “hecha de libros”, una tierra negra de piedra y arena volcánica, un mar que en su azul se confunde con el cielo, y un olivo. La tierra, el mar y el cielo están en este universo desde el principio de los tiempos. La casa, los libros y el árbol son obra del amor.

“La humildad con que agradecían la vida que les había tocado vivir, a pesar de su dureza y rigor, fue la fuente de sabiduría en la que abrevó el nieto”. Foto: Tomada de la página de A Casa José Saramago

Cuando en 1991 el gobierno portugués vetó la participación de la novela El Evangelio según Jesucristo en el Premio Literario Europeo, argumentando que era “ofensivo para los católicos”, Pilar y José decidieron dejar Portugal y adoptar esta isla como su nuevo hogar.

“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”, comenzó diciendo Saramago en su discurso de recepción del Premio Nobel. “A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando a pastar la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos…” Gracias al abuelo Jerónimo, el pequeño José aprendió a amar el canto de los pájaros, el secreto de los sueños y las palabras. Todo ello formaba la semilla de las inagotables historias que él le contaba, el  “incansable rumor de memorias”. La humildad con que agradecían la vida que les había tocado vivir, a pesar de su dureza y rigor, fue la fuente de sabiduría en la que abrevó el nieto. Dos momentos del  conmovedor y entrañable discurso dan cuenta de la profundidad de esas vidas. En uno de ellos, sucedido años después de la muerte del abuelo, la abuela Josefa, “mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, (dijo) estas palabras: ‘El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir’. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada”.

“Dos momentos del  conmovedor y entrañable discurso dan cuenta de la profundidad de esas vidas”. Foto: Tomada de la página de A Casa José Saramago

El abuelo Jerónimo, años antes –y ésta es la segunda historia-, “al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver”.

Estoy segura de que también José Saramago abrazó este olivo que ahora nos recibe en la casa que Pilar y él construyeron con tanto amor. Alguna vez lo trajo el propio José en una maceta sobre sus piernas; era pequeño y frondoso, ¿sería capaz de crecer en tierra volcánica? Logró hacerlo.

“El abuelo Jerónimo, años antes –y ésta es la segunda historia-, ‘al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver'”. Foto: Tomada de la página de A Casa José Saramago

Acaricio la corteza y pienso en mi madre. Perdonen ustedes que intervenga con mis propios recuerdos en este relato, es que no quisiera olvidar nunca la emoción con que ella trajo a casa el roble chiquito que poco a poco fue echando raíces en el medio del jardín. Lo plantó pensando que nosotros, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos disfrutaríamos de su sombra en verano y del rojo de sus hojas en el otoño. Pero con la violencia llegó el exilio y nunca más pudimos volver a esa casa. Quizás también ella, que era sabia, lo haya abrazado antes de salir -¡ojalá!- para recibir así, como los abuelos de José Saramago, “el consuelo de la belleza revelada”.

Las citas fueron tomadas de la página de A Casa José Saramago de Lanzarote:  https://acasajosesaramago.com/

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).

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