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María Rivera

06/10/2021 - 12:02 am

Desconectados

Comencé por imaginarme una vida sin nuestras apps, todas.

Personas usando equipos de comunicación. Foto: Cuartoscuro.

Estaba yo así, como siempre, pegada a los aparatos que es donde hago casi todo; trabajo, leo, veo películas, me comunico, me informo, chateo y hablo por teléfono. Todo a través de internet. Desde que comenzó la pandemia, este ha sido mi vía de comunicación con el mundo. El teléfono, la tableta, la computadora que en realidad sustituyó a todos los otros aparatos. Se hizo más chiquita, portátil e indispensable. Esto pensaba ya antes, pero tras la caída de facebook y sobre todo de whatsapp hace unos días, me quedó más clara que nunca la real importancia que tiene en la vida de millones de personas. Como se sabe, los servicios de mensajería instantánea sustituyeron al teléfono, mayormente. Si no hubiera sido por twitter, millones hubiéramos estado en el silencio completo ¿qué hubiera ocurrido, me pregunto, siendo ya tan desafectos a esos aparatos revolucionarios que fueron los teléfonos?

Justo en el momento cuando descubrí que whatsapp no se había arruinado solo en mi teléfono, sino que era un desperfecto mundial, me di cuenta que, en efecto, hay muchas personas con las que solo me comunico por esa vía y peor aún, resuelvo cosas muy básicas de la vida práctica. Para colmo, hace tiempo decidí realizar por whatsapp toda mi comunicación “telefónica”, por lo cual, me vi súbitamente incapacitada para comunicarme. Fue una sensación del todo desasosegante, por supuesto, muy alejada de un paraíso bucólico soñado, del silencio ese que ya se nos olvidó y al que es terriblemente difícil regresar, habiendo estado “conectados” ¿Cuántos problemas de trabajo no surgieron por el relojito pasmado horas, de whatsapp? Yo, por lo pronto, no pude acudir a un par de citas, tampoco enviar una información apremiante, ni comunicarme con mis contactos. De hecho, di por perdido mi plan del día, y amarga y resignadamente, aventé el teléfono y me puse a hacer otras cosas, entre ellas, a pensar, honda y divagantemente, en el desperfecto como un asunto apocalíptico.

Comencé por imaginarme una vida sin nuestras apps, todas. Nada de compras a domicilio, música descargable, libros electrónicos, fotos, comida a domicilio, taxis, una vida sin internet y sin teléfonos celulares; una vida sin mail y sin portales de noticias. Una vida en la que no estuviéramos enterados de absolutamente nada, hasta la mañana siguiente que llegara el periódico, en papel, naturalmente, una vida donde solo nos enteráramos de las noticias en la noche, a través de un programa nocturno de la televisión o del radio. Es extraño, porque conforme me lo iba imaginando comencé a sentir una mezcla, contradictoria, de paz y angustia, que se fue encaminando hacia la total paz. Ficticia e irreal, por supuesto. Pensé, por ejemplo, que nuestra polarización, llena de infamias y bajezas, sería infinitamente menor o al menos, el ruido. Luego, recordé que esa vida, tan silenciosa, era precisamente la que teníamos hace más de veinte años. La recordé con nostalgia, y me puse a pensar cuánto de nuestro tiempo “antiguo” la pasábamos sosegadamente con nosotros mismos, o muy corporalmente con los otros, sin tener la distracción permanente de las redes, las noticias, los memes ¿pensábamos diferente? ¿se imagina, querido lector, una vida donde solo nos enteráramos de un resumen de las actividades del presidente López Obrador, donde no hubiese youtube, ni medios para transmitir sus actividades y sus dichos? ¿cuál sería la conversación pública? Por lo pronto, yo no estaría escribiendo esta columna, que es electrónica y mis lectores, si es que acaso los tengo, serían mucho menos. Tampoco habría viralidad alguna y mucho menos la capacidad de leerlo todo, investigar, conseguir información, literatura, a un clic. Viviríamos en la noche de la historia, sin duda, pero ¿viviríamos mejor? ¿qué tanto de lo que sabemos realmente es necesario saberlo? ¿cuánto tiempo del que le dedicamos a saber qué hacen, piensan, dicen, postean, los otros es en realidad un tiempo desperdiciado? ¿es necesario abrir todas las ventanas de información insulsa que nuestros amigos de facebook postean? ¿tenemos que saber qué desayunaron, a qué playa fueron, cuántos perritos tienen, qué serie están viendo, con quiénes comieron la semana pasada y si usan cubrebocas o no? Y en twitter ¿es necesario saber qué ocurre a cada momento del día, qué dijo el político o la política o el propagandista, qué insultos nuevos inventaron?

Terminadas mis divagaciones, mientras las redes estaban caídas y lavaba los platos, alejada de mis consideraciones apocalípticas, y de mis nostalgias, terminé por pensar que, aún parcialmente, quizá sea posible deshacerse de la carga que la virtualidad impone en nuestras vidas, desconectarse un poco, hablar más por teléfono, reunirse cuando sea posible y sobre todo, guardar silencio.

Tal vez, lo más revolucionario sea eso: no decir absolutamente nada y no leer absolutamente nada, pienso, desaparecer como persona virtual. Deshacerse de los chats colectivos, de la familia, de la escuela, de los posts. Vivir exclusivamente entre las cosas cercanas, fuera de las redes, en un ejercicio monástico y pacificador, “lejos del mundanal ruido” con nuestros libros, sin noticias, novedades, y pleitos inútiles ¿será posible? me pregunto, justo cuando, a lo lejos, comienzo a escuchar los timbres inconfundibles tin tin tin tin de los mensajes. Me acerco al teléfono con temor y justo cuando pienso en poner mi dedo para abrirlos, me alejo del aparto, como si fuese un animal ponzoñoso y me rehúso a leerlos.

Me pongo, entonces, a buscar entre mis tiliches, mi viejo aparato telefónico que yace empolvado en algún sitio ignoto junto con un fax: mañana iré a contratar una línea de teléfono. Tal vez pueda, incluso, apagar las noticias, todas, hasta que llegue el periódico por la mañana y ya me dispongo a sacudir mi vieja videocasetera y mi colección de películas de arte que yace, inmaculada, en mi librero…

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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