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Gustavo De la Rosa

07/01/2020 - 12:05 am

La eterna amenaza nuclear

Acabó la década de los 50, triunfó la Revolución cubana y en Estados Unidos Kennedy ganó las elecciones, tensando las relaciones con la isla liberada; yo ya con 14 años, comprendía el entorno mundial que publicaba la prensa y viví la angustia de la invasión fallida a Bahía de Cochinos.

“No soy quién para dar consejos ni opinar qué deben hacer los grandes líderes que pueden desatar esta guerra porque, a fin de cuentas, es su responsabilidad y la posibilidad que tenemos de influir en sus decisiones es muy limitada”. Foto: Abel Uribe/Chicago Tribune vía AP

Alguna vez Putin citó a Einstein, “no sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, sólo sé que la cuarta será con piedras y lanzas”; es importante notar que esto lo haya expresado uno de los líderes mundiales que, efectivamente, pueden estallar esta tercera guerra, porque de su boca es más que una reflexión intelectual, es una advertencia.

No soy quién para dar consejos ni opinar qué deben hacer los grandes líderes que pueden desatar esta guerra porque, a fin de cuentas, es su responsabilidad y la posibilidad que tenemos de influir en sus decisiones es muy limitada; aún así, a mis casi 74 años, vividos todos bajo la amenaza de la guerra atómica (se decía entonces), puedo recordar cada vez que temimos el estallido de otra guerra mundial, y el miedo que nos invadía en cada ocasión.

Nací a principio de 1946, unos meses después de que Estados Unidos realizó el bombardeo nuclear de Japón; tengo recuerdos aislados de 1950, cuando nació mi sobrina-hermana Carola y después Marisela, en 1951, pero mi primer recuerdo vinculado a una realidad incierta fue el juicio contra los hermanos Rosenberg.

Mi memoria me trae trozos de lo que se comentaba en casa; mi padre, quien informaba a mi madre y a cualquiera de los hermanos que quisiéramos escuchar de lo que sucedía en el mundo, dijo que iban a ejecutar a unos espías acusados de haber robado información sobre la construcción de la bomba atómica, información que vendieron a los rusos y que ahora los rusos tenían su propia bomba. También nos contó que, según los medios, los Rosenberg no reconocían ser espías, pero que Estados Unidos tenía que poner un ejemplo para que no hubiera más traidores.

Yo sólo tenía siete años y apenas alcanzaba a percibir un temor que me indicaba “los rusos tienen bombas atómicas, y pueden explotarlas en El Paso, porque allí está el Fort Bliss”; aunque nosotros vivíamos en la Comarca Lagunera, teníamos hermanas y familiares allá, que nos decían que la radiación atómica podía llegar hasta nuestro hogar. Desde entonces temí a esta posibilidad, de la que ni mi padre por fuerte, valiente e inteligente, ni mi madre por bondadosa, nos podrían proteger.

Cuando ya tenía 10 años, supe de la crisis en la Unión Soviética (para entonces ya sabía que se llamaba así, y no Rusia) debido a que su nuevo dirigente, Nikita Kruschev buscaba romper con el pasado en aquel conjunto de países, y que esa ruptura podía desencadenar un conflicto con Estados Unidos; otra vez sentí aquel miedo sin salvación, aunque mi padre decía que no había posibilidad de un conflicto atómico, porque primero se destruirán aquellas dos naciones, ya que, decía, tenían bombas nucleares de hidrógeno, un centenar de veces más potentes que las de Hiroshima y Nagasaki.

Acabó la década de los 50, triunfó la Revolución cubana y en Estados Unidos Kennedy ganó las elecciones, tensando las relaciones con la isla liberada; yo ya con 14 años, comprendía el entorno mundial que publicaba la prensa y viví la angustia de la invasión fallida a Bahía de Cochinos. La crisis de los misiles, en octubre de 1962, fue el episodio más angustiante de aquella cadena de sustos; durante aquellos días no dormíamos, esperando en cualquier momento el estallido nuclear (para entonces ya no se decía atómico, sino nuclear).

Mi padre y sus amigos de la fábrica Celulosa donde trabajaba, a 100 kilómetros al poniente de la ciudad de Chihuahua, calculaban que sí nos alcanzaría el impacto de las bombas que caerían en El Paso (siempre El Paso, por el bendito Fort Bliss), y yo, de 16, no sólo escuchaba sino que también discutía con mis amigos, y tímidamente con los adultos, y siempre llegábamos a la conclusión de que, si no moríamos por la explosión o la radiación, moriríamos por los efectos posteriores al conflicto bélico.

Aquellos fueron días de terror silencioso, sabíamos que muchos norteamericanos, tal vez algún Hickerson gabacho, tenían bunkers, pero tampoco era seguro que se salvarían del estallido, además, ¿qué comerían y cómo sobrevivirían al salir de nuevo a la superficie? Afortunadamente, al finalizar octubre, Kennedy y Kruschev llegaron a un acuerdo y se superó la destrucción mutuamente asegurada.

Dimos largos, larguísimos suspiros, se realizaron misas de gracias y sentimos que volvimos a nacer, sobre todo nosotros los jóvenes adolescentes, pues nuestro miedo a lo desconocido alteraba la proporción de lo que verdaderamente sucedía. Posteriormente hubo otros momentos críticos, la guerra de las galaxias de Reagan, la caída de la Unión Soviética, la guerra de Vietnam, la invasión a Irak, la eterna guerra entre palestinos y judíos, y las bravatas de Corea del Norte, todo con la amenaza de un apocalipsis nuclear como solución final.

Y ahora iniciamos la década con un conflicto que otra vez hace sonar el tamtam nuclear; los presidentes norteamericanos siempre han usado las guerras para enfrentar sus problemas internos, una táctica vieja como la Roma del César, y aunque soy optimista, porque he vivido peores momentos, sí me preocupo, pues no he podido evitar, desde que tengo uso de razón, temer aquella nube en forma de hongo que parece dibujarse, con mayor o menor claridad, cada ciertos años en el horizonte.

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.

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