PULSO DE SAN LUIS POTOSI

Expedición al nicho 2912, al oeste de Buenos Aires

07/03/2015 - 5:40 pm
Foto: Pulso
Foto: Pulso

Por Juan Carlos Gutiérrez E., especial para SinEmbargo

Ciudad de México (SinEmbargo/Pulso).– A Muñe, Beto, Marcelo, Claudio y Javier, compañeros a distancia de este viaje emocional. En cualquier lugar puede sentirse la melancolía del séptimo día, especialmente aquella tarde del 30 de noviembre, de cielo gris y calles casi desiertas por las que circulaba un colectivo de la ruta 39 que estrellaba su parabrisas contra la tímida llovizna en su trayecto al oeste de Buenos Aires.

Días atrás, la primavera se manifestaba en la ciudad, el sol radiante y la suave brisa porteña habían iluminado esta ciudad trepidante, colmada de edificios afrancesados, muchos rematados con cúpulas de latón enverdecido por la humedad del Río de la Plata y gente que la transita y la disfruta muy a su manera, pero ese domingo era particularmente frío y desolado, parecía que la ciudad se recuperaba de la resaca de la noche anterior.

Vueltas a la izquierda, rumbos extraños. En las ventanas del colectivo se reflejan árboles de gran copa y altos edificios de departamentos que parecen disputarse miradas ajenas. Voy entre esos pasajeros anónimos que, en una especie de pasatiempo, nos arrojamos miradas discretas, como intentando descifrar qué pasiones dan motivo a nuestra existencia. Sentado al frente para no perderme, voy tras la pista del Corazón Delator, pausado ya, morador eterno en el cementerio del Barrio de La Chacarita.

El colectivo, un bus amplio, funcional y personalizado con el particular estilo peluchero del conductor hace stop en el último semáforo y los pocos pasajeros se bajan y disgregan en frente a la estación de ferrocarril General Urquiza, un edificio grisáceo de tamaños épicos. Todos los edificios públicos aquí son épicos, fueron construidos por un gobierno ávido de reconocimiento mundial en la mitad del siglo XIX y un siglo y medio después lucen percudidos por las capas de smog que sólo intentan remover los días lluviosos y grises como éste.

No es consuelo llegar cuando siempre se llega tarde a todo. Esa costumbre tan maldita y costosa de ignorar la temporalidad provocó que llegara apenas treinta minutos antes de que el panteón municipal, construido en 1871 para dar cabida a centenares de víctimas de una epidemia de fiebre amarilla, cerrara sus puertas.

Bajo el cielo nublado, como esa mañana en que la flecha salvaje se enfiló al infinito- un imponente Partenón rosado de ocho columnas al frente parecía desafiar la grandeza del cielo, bajo éste, los visitantes eran escasos. Los vendedores de flores instalados afuera de la necrópolis cerraban ya sus puestos semifijos, había sido un día flojo y no tenía caso esperar hasta las cinco de la tarde.

Foto: Pulso
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¿Qué comprarle? No recuerdo que haya mencionado la flor de su preferencia en alguna canción o en alguna entrevista, pero los jazmines, con ese aroma tan silvestre y primitivo parecían los adecuados. Bajo ese techo descomunal coronado por la estatua de un ángel victorioso, el guardia del lugar había dicho que sí, que le podían visitar extraños. Podría discutirle eso de “extraños” pero no hay tiempo. No creo que lo hayamos sido, pero el guardia no lo entendería.

-Andá derecho, y al terminar la arbolada doblá a la derecha, te sigues y a la izquierda ahí hay una puerta de cristal, ahí está Cerati-, instruyó el vigilante advirtiendo además que el cierre del camposanto estaba próximo.

El riff de “Ecos”, que reverberaba por los parlantes una vez que Soda Stereo terminó “El Último Concierto” hace 18 años en el Parque Fundidora, en Monterrey, me vino a la mente mientras avanzaba por esa explanada amplia tapizada de florecillas amarillas de los árboles de Tipa más frondosos que he visto en vida, y flanqueada por antiguas bóvedas escultóricas de granito negro o blanco.

Justo a medio camino, un tipo observaba piadosamente el interior de una bóveda a través de un cristal. Era la cripta de otro ídolo popular de Argentina: Oscar “Ringo”  Bonavena, el boxeador que combatió a Joe Frazier y Muhammad Alí y a otros campeones entre 1965 y 1975, quien murió a los 33 años de un balazo en el corazón el 22 de mayo de 1976,  en un prostíbulo de la ciudad de Reno, en el estado norteamericano de Nevada. Mientras se fumaba un cigarro, el admirador me contó fragmentos de la historia del pugilista.

“Por ahí está Gardel”, dijo el señor, señalándome la dirección de su sepulcro, pero el dueño de mis jazmines era otro, así que continué el camino más a prisa y nervioso, pero saboreando ese momento tanto como aquél en que bajé del avión y pisé por vez primera el suelo de este gran país. Al llegar al final de la explanada apareció al frente un extenso jardín, tan verde como desolado. Acaso tres visitantes nos habíamos acordado de los muertos esa tarde en que la llovizna nos mojaba tímida pero persistentemente.

No había criptas, a primera vista, Chacarita lucía como el cementerio Valle de los Cedros. Vuelta a la derecha y continué mi camino, pero me acordé que no traía con qué escribir y regresé hacia la visitante más próxima, una mujer de unos cincuenta años que, diligente, colocaba flores en el monumento a la Virgen María, que parecía reinar en todo ese extenso jardín.

Un tanto desconfiada, la mujer dijo que no tenía. Ya no alcanzaría a salir del cementerio y comprarlo en uno de esos “kiosco 24 horas” diseminados por todo Baires. De pronto, una camioneta de lujo con vidrios polarizados se acercó lentamente por la explanada, le hice una señal y se detuvo. Pedí lo mismo a sus tripulantes.

Mientras buscaba en el interior de su vehículo y advertido de mi acento, el conductor comentaba que él sus acompañantes eran peruanos y que habían acudido a Chacarita a ver a un primo suyo, luego me miró algo avergonzado y se disculpó por no traer una pluma, pero el pasajero de la parte trasera de la camioneta asomó su mano con varios billetes argentos diciéndome: “Comprá una”. Ese acto solidario, en un país ajeno me conmovió por completo.

-¡Gracias, gracias! sí traigo dinero, pero aquí cerca no hay dónde comprar una- les respondí y tras una despedida efusiva, cada quien siguió su destino.

Seguí al borde del extenso pasto maldiciendo mi suerte. Faltaban 20 minutos para las cinco y no encontraba esa puerta de cristal. Lo más parecido a la instrucción del guardia era uno de varios cubículos de metal y vidrio que se repartían por todo el jardín, y el más próximo de mi camino estaba hasta el fondo del panteón. Tenía un rótulo: “Galería 23”. A esas alturas ya no había riffs ni reflexiones existencialistas en mente, solo prisa por verle y entregarle el ramo de jazmines.

Los cubículos de cristal sobre ese extenso jardín del cementerio eran accesos verticales a los tres niveles de prolongados y laberínticos callejones subterráneos de nichos y criptas de argentinos fallecidos a lo largo de la historia del panteón. Ya traía la adrenalina galopando indómita en mis venas cuando descendí a ese mundo de los muertos, y subió mucho más al no ver a una sola persona honrándoles ese domingo gris.

Casi medio centenar de empleados de la ciudad trabajan en esos callejones asistiendo a los visitantes, pero ese domingo no había ni un alma, mejor dicho, ¡ni un vivo! alguien que pudiera decirme dónde, en cuál de esos callejones sombríos y desolados apenas iluminados por pozos de luz yacía Gustavo Cerati. En esa ciudad en penumbras, de 400 metros de lado por 400 metros de ancho con miles de nichos a ambos lados de cada callejón los minutos, indignos de las Bellas Artes por crueles, continuaban quitándome tiempo, así que me apresuré entre los callejones del primer nivel capturando con la vista nombres de otras vidas.

En algunos tramos, las feromonas de la muerte, que recién había llevado nuevos inquilinos a su residencia inundaban la atmósfera, aportándole un aspecto aún más lúgubre al solitario lugar. Caminé aprisa, regresé, volví a adentrarme hasta que el revoloteo de un pájaro en un callejón contiguo me obsequió el más grande de los sustos y la intuición más redentora: Aquí no puede estar Cerati, no.

En un actor liberador subí corriendo por las escaleras del acceso y escapé de esa ciudad de cadáveres, huesos y cenizas que no dejaba de imponer el más profundo de los miedos al no haber vivos, ni luz, ni voces. Esta cultura de celebrar a los muertos no llegaba para tanto, además, su día es el 2 de noviembre y ese ya era 30.

“Cobardemente, pero sin vergüenza” corrí otra vez hasta el gran Partenón a suplicarle al guardia precisión de GPS. Él se rio de mi palidez y explicó que el líder de la más emblemática banda de rock de Latinoamérica estaba en un edificio, ¡Ah! un edificio de cristales justo al final de la explanada, a la derecha, ¡Ah! a pocos pasos… ¡Por Dios!

Ya no caminé, corrí. Faltaban 13 minutos para que cerraran el panteón y sólo había estado pendejeando. Ya no me importaba no traer lapicero, sólo quería llegar hasta él. Ahí, escondido entre los árboles frondosos que por ocultarme el edificio ya no me parecieron de lo más hermoso estaba un edificio de grandes ventanales llamado “Nuestra Señora de La Merced”.

Aunque el cementerio de La Chacarita es de carácter municipal, el edificio “Nuestra Señora de la Merced”, de planta baja y dos pisos, es un espacio cuidado por Cáritas Buenos Aires, a quienes los deudos brindan una aportación económica para mantener el inmueble y los nichos. Cuenta con elevador, sanitarios, personal que facilita la visita y a diferencia de los sepulcrales callejones subterráneos donde me perdí, la luz eléctrica y la natural que se cuela por los ventanales iluminan cálidamente las lápidas de mármol de tono crema, y le dan vívidos tonos a las flores que los que duermen reciben de los que sueñan despiertos.

Sin delicadeza, y sin la obligación de tenerla, el conserje que estaba en la puerta principal del edificio arrojó tres frases hilvanadas por el tedio: “Tenés diez minutos, subí al primer piso, lápida 2912”. Ese es el número de nicho que el cuerpo de Gustavo Cerati ocupa en ese palacio de cristal, “a merced” del cementerio de La Chacarita, donde también yacen deportistas, actores y actrices famosos, músicos e intérpretes de tango como Carlos Gardel y otros colegas de la generación del líder de Soda Stereo como María Gabriela Epumer y Carlos García López, ambos guitarristas de Charly García; Federico Moura, del grupo Virus, entre otros.

De vuelta a Baires.-

Llegué a Argentina la mañana del 27 de noviembre de 2014, en un barato pero largo vuelo de Avianca que me dejó varado una noche en la ciudad de San Salvador. El cielo, tan azul, se parecía a una gigantesca bandera argentina dándome la bienvenida. Me quedaría en casa de un amigo, situada en Fuerte Apache, pero la lejanía con el microcentro de Buenos Aires y la fama del barrio orillaron a mudarme a un hotel centenario que ya se había olvidado del lujo pero que estaba situado en plena Avenida de Mayo –cuya arquitectura se asemeja a La Gran Vía, de España-, muy cerca de la Casa Rosada y de la Avenida 9 de Julio, allí donde Soda Stereo tocara ante más de 250 mil personas el 14 de diciembre de 1991. Eran los tiempos de “Canción Animal”.

Buenos Aires es todo lo que el rock me había dicho de ella en los últimos 28 años. Para nada me sentí como un extraño entre estos edificios de cúpulas que seguramente forman parte del tema “Lo que Sangra”. La visión a veces crítica, otras veces fatalista o patriótica del rock argentino me había esbozado a la perfección cómo era esta ciudad aún sin conocerla.

En una época sin Internet, el único referente visual que tenía de Buenos Aires eran los edificios situados en la intersección de las calles Presidente Julio Roca, Hipólito Yrigoyen y Bolívar, donde Cerati, Héctor “Zeta” Bosio y Charly Alberti se fotografiaron para la portada de su disco “Doble Vida”. Los edificios Art Decó del fondo son el hotel NH City And Tower.

Pero ya Fricción, con Richard Coleman –amigo y colaborador de Cerati- a la cabeza me había contado de su “Arquitectura Moderna”, Miguel Mateos de la Casa Rosada y la situación de persecución por la dictadura militar en su tema “Tirá Para Arriba” y colaba la dolorosa imagen de las abuelas buscando bebés robados por la dictadura en “Es tan fácil Romper un Corazón”; Soda no se equivocó al describirla como “La Ciudad de la Furia”: aquella que se lamía las heridas que dejaron 30 mil desaparecidos –muchos de ellos secuestrados por militares y arrojados al mar desde helicópteros- y que, en la lírica del tema, los sobrevivientes debían recurrir a la clandestinidad para mantenerse a salvo; Charly García suplicaba irónicamente que no destruyeran el exclusivo Barrio Norte en su tema “No bombardeen Buenos Aires” aludiendo a la disputa entre Argentina e Inglaterra por la posesión de las islas Malvinas, en 1982 y así, otras bandas describieron la situación de su país con canciones que corrían en mi Walkman, convirtiéndose en una especie de “audio guía” para futuros expedicionarios al país albiceleste.

En agosto de 2014, poco después de que Gustavo Cerati cumpliera 55 años de edad, pude pagar un boleto de avión a Buenos Aires. El cantautor había pasado los últimos cuatro años de su vida internado en una clínica a causa de un accidente cerebrovascular y contra todo pronóstico fatalista, la esperanza de Lilian Clark de que su hijo aterrizara otra vez en su cuerpo nos alcanzaba a todos sus seguidores independientemente del rincón del mundo donde nos encontráramos.

Ya un buen número de fans habían acudido a rendirle tributo a Cerati afuera de la clínica ALCLA, donde permanecía internado y a donde su madre acudía puntual y religiosamente cada día después de las nueve de la mañana. En procesión individual o grupal, cientos de seguidores del músico de distintos países y de la propia Argentina visitaban el lugar, le escribían pensamientos en un mural con su rostro colgado afuera del nosocomio, se sentaban donde fuera y escuchaban sus temas a través de sus auriculares en una especie de tributo íntimo y personal.

Quise sumarme a ese tributo. Mi vuelo estaba reservado para finales 2014, pero, inesperadamente, Gustavo Cerati falleció la mañana del 4 de septiembre. Las llamadas y mensajes a mi celular no cesaban, gente cercana a mí, que saben de mi admiración por el cantautor me daban la noticia y hasta el pésame. Recuerdo que lo maldije, le reclamé que no me haya esperado. Había permanecido cuatro años en su viaje por el Cosmos y justo cuando decido ir a verle se torna infinito.

Pero, a cambio, Cerati me dejaría un Buenos Aires con escenarios suficientes para que me sintiera justo como en aquellos días de la adolescencia, pues me topé con homenajes por doquier a su obra y a su persona: en los bares de San Telmo no faltaba un cantante interpretándole “Adiós” a los porteños; en la radio sus temas eran frecuentes y eternos; en anuncios espectaculares de la Televisión Pública su rostro parecía saludar a automovilistas y paseantes de la Avenida Figueroa Alcorta; en programas de tv sobraban imitadores; en recitales gratuitos del parque Patricios o de ticket en el Luna Park las bandas interpretaban algún tema de Cerati; en los puestos de la Avenida Corrientes, portadas de revistas como Rolling Stone exhibían un close up del “arquitecto de la música” con sus ojos cerrados; en las discos su música ligera resonaba hasta la mañana. Cuatro meses después de su muerte, Gustavo Cerati seguía presente en cada aspecto de la vida bonaerense y yo lo interpreté como un: “¡Eh loco!, sigo aquí….”. Soledad Luminosa.-

Los jazmines aún conservaban su fresco y penetrante aroma cuando los puse entre otros ramos de rosas, claveles y margaritas multicolores sujetados por un listón que corría de un extremo al otro de la lápida de mármol que separaba a Cerati de la vida. En el extremo superior izquierdo una pequeña placa plateada daba cuenta del célebre personaje: su nombre, “GUS” y sus fechas de nacimiento y muerte: “11-8-1959 4-9-2014”.

Entre las flores había recaditos que otros seguidores le habían dejado, mismos que los empleados del edificio retiran y se los entregan a Lilian Clark cuando acude a La Chacarita ver a su hijo y a su esposo Juan José Cerati, quien yace a un lado del cuerpo de Gustavo. “Ella viene seguido, cuando viene le entregamos las cartas, rosarios y cosas que dejan, parece gustarle que gente de todas partes venga a ver a su hijo… Charly Alberti y Zeta, cada uno por su cuenta, vinieron a verle días después de que lo sepultaran”, dice José Quiroz, encargado de piso.

Justo cuando tomé la primera foto el Ipod se me apagó. José advirtió mi desesperación y me acercó una extensión estándar porque, gracias al Mercosur, los enchufes de Buenos Aires son bastante raros y se requiere un adaptador para conectar dispositivos foráneos ¡joder!

También me prestó una pluma. En los 6 minutos que me quedaban, entre la débil luz que se  rendía a la tarde, puse mis manos en la lápida y me solté a llorar. “Aquí estoy”, le susurré.

Podría discutirle al guardia de La Chacarita aquello de que somos extraños. Cerati me regaló letras que hicieron surcos aquí, dentro. Canté todas sus canciones hasta quedarme ronco, compartí su música con muchos amigos y amigas, algunos ya no están. Personas llegaron a mi vida y otras se fueron en los últimos 25 años, pero Soda, Cerati siguen conmigo.

Me aterró que comenzaran a apagarse las luces del edificio y que me pidieran que me retirara, ¿cómo dejarlo ahí, en ese lugar tan frío? Salí de La Chacarita derrotado, subí con el alma lastimada a ese bus que giraba a la derecha por calles desoladas, y en la soledad de mi habitación lloré como el niño que pierde a su madre hasta quedarme dormido…

El primer día de diciembre me encontró consolado y de buen humor, sentía como si hubiera pagado una vieja deuda. Un sol maravilloso nos bañaba a todos y todas en Buenos Aires y recorrí la ciudad buscando aún más rastros de Cerati. Mientras caminaba por aceras cuadriculadas y maltrechas, las puertas de los viejos edificios me arrojaban su aliento a humor humano petrificado; de alguna esquina provenía el olor a gas natural de una fuga discreta que a nadie parecía importarle y los contenedores de basura puestos en las aceras dejaban escapar algún olor nauseabundo, pero todo lo salvaba el perfume exquisito de las mujeres argentinas, que aromatizaban la ciudad y enamoraban a su paso. Buenos Aires huele a todo esto, más la humedad del Río de La Plata.

-Mirá, aquí en el Hall del Honor pusieron el féretro, vinieron a verle más de dos mil personas- afirmó Lalo Mollar, jefe de prensa del Palacio de la Legislatura Porteña de Buenos Aires, donde velaron al cantautor poco después de su muerte y hasta la mañana del 5 de septiembre de 2014. –Sólo dos personas han sido veladas aquí: Evita Perón en 1953 y Gustavo Cerati, este año-, añadió el funcionario.

Al principio Mollar me vio de reojo. El Palacio de la Legislatura Porteña no es un espacio abierto al público y me había pedido la acreditación de periodista que, con mi usual distracción había dejado en casa. Me salvó el acento y la promesa de enviarle el artículo una vez publicado, así que lo seguí por las entrañas de ese bello edificio situado en la calle Julio Argentino Roca, justo a unos pasos de los edificios donde 26 años atrás, Soda Stereo se tomaba la foto para la portada del disco “Doble Vida”, que para mí es el mejor disco de la banda y no “Canción Animal”, que por supuesto, es genial.

Se me agotaban los días en Buenos Aires, pero fui llenando mi vista de sus edificios, de su gente festiva que se desvela a morir viernes y sábados. Lloré en Chacarita, disfruté los cafés de San Telmo, donde conocí a un aliado: Oscar Barnade, colega de El Clarín; caminé por la avenida Alcorta escuchando “Amor Amarillo”; en la quietud de las madrugadas en la Plaza de Mayo, me senté a escuchar todo ese rock de los ochenta y a admirar la Casa Rosada; conocí a dos héroes del rock: Pipo Cipolatti y Miguel Zavaleta; disfruté la dicción del español criollo en otras latitudes y me tomé selfies en esos edificios que fueron durante mucho tiempo mi único referente de Argentina.

En la soledad de mi expedición a Buenos Aires, mi vida se enriqueció con el dolor de quien pierde a un hermano; con el aire cálido de esa primavera que nos acariciaba a mí y a las hojas de los árboles con troncos de piel de jirafa; mi vida fue como Soda Stereo quiso que fuera desde siempre: llena de alegría, y disfruté el vino espumoso en mi banca de la Avenida de

Mayo, donde observé la cotidianeidad argentina y a los curiosos zorzales que se atrevían a acercarse ya con la sospecha de mi natura extranjera.

Antes de volver a mi “Soledad luminosa”, como dijera Neruda, regresé a La Chacarita a despedirme de mi amigo, aquél que pisó dos veces San Luis Potosí junto a Soda y derrochó energía el 14 de octubre de 1988, en el Parque Tangamanga, con la gira “Doble Vida” y el 16 de febrero de 1991, en el Hotel María Dolores con la “Gira Animal”; aquél que en 1999 me mandó un autógrafo desde Londres aún sin conocerme. Ya no estaba nublado. Ya no estaba triste.

Traía pluma y el Ipod recargado. Puse “Signos” en mi Walkman. A nombre de mis amigos, le escribí a Cerati varios mensajes y los puse en el filo de su lápida y él, agradecido, me obsequió la presencia de otros expedicionarios al nicho 2912 con quienes platiqué de sus canciones, de sus discos de nuestras asistencias a sus conciertos en la armonía más hermosa.

“Me verás volver”, le dije. Salí de Chacarita en paz, no sin antes robarme un pedazo de mosaico del cementerio que ya estaba desprendido del piso. Quería, de alguna forma, mantenerme conectado con él. Sabía que esa tarde volverían a apagarse las luces del edificio “Nuestra Señora de la Merced” y que la oscuridad volvería a reinar en el lugar, pero también estaba seguro de que, cuando no ya no hubiera un ápice de imperfecta vida humana, Cerati resplandecería otra vez para confortar a los que yacen en La Chacarita, transformada de noche en el “Cementerio Club”, y con su eterna guitarra azul les cantaría “Crema de Estrellas”, pues también estoy seguro que esa guitarra lo acompaña.

Chau Cerati, eres parte de todos…

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