LECTURAS | “El presidente ha desaparecido”, de Bill Clinton y James Patterson

07/07/2018 - 12:05 am

Hay secretos que sólo un presidente puede saber. Hay situaciones que sólo un presidente puede resolver. Pero hay decisiones que ni siquiera un presidente querría tomar.

Ciudad de México, 7 de julio (SinEmbargo).- La presidencia de los Estados Unidos pende de un hilo. El presidente, Jonathan Duncan, está a punto de ser destituido y es presa fácil de los tiburones de Washington cuando, acorralado por la prensa, cuestionado por la opinión pública y sus propios colaboradores, se enfrenta al mayor ataque que Estados Unidos haya sufrido nunca. Sin nadie en quien confiar, el presidente Duncan deberá desaparecer para actuar en la sombra, aún a riesgo de que le consideren sospechoso y traidor. Tres días de infarto en los que el hombre más buscado del planeta se verá inmerso en un juego de estrategia política sin precedentes para poner a salvo el futuro de la nación.

El presidente ha desaparecido es una combinación explosiva de intriga y acción, repleta de secretos y detalles que sólo un presidente puede conocer.

El thriller que sólo un presidente podía escribir. Foto: Especial

Fragmento del libro El Presidente ha desaparecido. de la autoría de Bill Clinton y James Patterson, bajo el sello editorial Planeta ©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México. Traducción de Pilar de la Peña Minguell, María José Díez Pérez y Julio Hermoso.

1

Se abre la sesión de la comisión de investigación de la Cámara…

Los tiburones dan vueltas en círculo, excitados por el olor de la sangre. Son trece, para ser exactos, ocho de la oposición y cinco de mi partido, para enfrentarme a los cuales he estado organizando mi defensa con abogados y asesores. He aprendido por las malas que, por muy preparado que estés, ante un depredador, pocas defensas valen. Llega un momento en que no te queda otra que entrar al juego y contraatacar.

“No lo haga, señor —volvió a suplicarme anoche mi jefa de gabinete, Carolyn Brock, como lo ha hecho ya tantas veces—. No acuda a la vista oral de esa comisión. Tiene todas las de perder.

“No puede responder a sus preguntas, señor. »

“Será el fin de su presidencia”.

Exploro los trece rostros que tengo enfrente, sentados en una fila interminable, como una moderna Inquisición española. El hombre de pelo cano instalado en el centro, detrás de una placa que reza Sr. Rhodes, se aclara la garganta.

Lester Rhodes, presidente de la Cámara, no suele participar en las vistas de la comisión, pero esta vez ha hecho una excepción y ha llenado su lado del pasillo de miembros del Congreso cuyo objetivo principal en la vida parece ser sabotear mi agenda y destrozarme, política y personalmente. La brutalidad en la conquista del poder es más antigua que la Biblia, pero algunos de mis rivales me odian a muerte. No les basta con hacerme perder el cargo. No se darán por satisfechos hasta que me metan a la cárcel, me destripen y me descuarticen, y me borren de los libros de historia. Dios, si por ellos fuera, prenderían fuego a mi casa de Carolina del Norte y escupirían sobre la tumba de mi esposa.

Estiro completamente el soporte flexible del micrófono para acercármelo a la boca. No quiero inclinarme para hablar mientras los miembros de la comisión están erguidos en sus sillones de piel como reyes y reinas en sus tronos. Inclinado parecería débil, sumiso y daría la impresión de que me encuentro a su merced.

Estoy solo en mi sitio. Sin asesores, ni abogados, ni apuntes. El pueblo estadounidense no me va a ver cuchicheando con ningún letrado, ni tapando el micro con la mano y destapándolo después para declarar: “No tengo un recuerdo específico de eso, congresista”. No me escondo. No tendría que estar aquí y, desde luego, no se me antoja nada estar aquí, pero estoy. Yo solo. El presidente de Estados Unidos frente a una turba de acusadores.

En un rincón de la sala se encuentra el triunvirato de mis colaboradores más cercanos: la jefa de gabinete, Carolyn Brock; Danny Akers, amigo de toda la vida y consejero de la Casa Blanca y Jenny Brickman, subjefa de gabinete y mi principal asesora política. Todos ellos estoicos, impasibles, preocupados. Ninguno quería que hiciera esto. Los tres pensaban que iba a cometer el mayor error de mi presidencia. Pero aquí estoy. Ha llegado el momento. Ahora sabremos si estaban en lo cierto.

Bill Clinton y su novela. Foto: AP

—Señor presidente…

—Señor presidente de la Cámara…

En teoría, en este contexto, debería llamarlo “señor portavoz”, claro que lo llamaría muchas otras cosas, pero no voy a hacerlo.

Esto podría empezar de muy distintas maneras: con un discurso de autobombo disfrazado de pregunta del presidente de la Cámara, con unas discretas preguntas introductorias… Pero he visto suficientes videos de Lester Rhodes interrogando a testigos antes de que fuera presidente, cuando era un congresista más de la comisión de supervisión de la Cámara, para saber que suele empezar fuerte, ir directo a la yugular, desconcertar al testigo. Es consciente —lo es todo el mundo desde que, en el debate presidencial de 1988, Michael Dukakis dio una respuesta poco convincente a la primera pregunta sobre la pena de muerte—, es consciente de que, si das el golpe al principio, nadie recuerda nada más.

¿Seguirá el mismo plan de ataque con un presidente en activo?

Pues claro que sí.

—Presidente Duncan —empieza—, ¿desde cuándo nos dedicamos a proteger a terroristas?

—No lo hacemos —contesto tan rápido que casi no lo dejo terminar de hablar, porque no se puede dar fundamento a una pregunta así—. Ni lo haremos jamás. Al menos mientras yo sea presidente.

—¿Está seguro de eso?

¿He oído bien? Se me enciende la cara. No ha pasado ni un minuto y ya ha conseguido irritarme.

—Señor presidente de la Cámara —contesto—, si lo digo es porque lo creo así. Que quede claro desde el principio. No nos dedicamos a proteger a terroristas.

Hace una pausa después de ese recordatorio.

—Bueno, señor presidente, a lo mejor se trata de una sutileza lingüística. ¿Considera usted a los Hijos de la Yihad una organización terrorista?

—Por supuesto. Mis asesores me han aconsejado que no diga “Por supuesto”; puede sonar pretencioso y condescendiente si no se emplea en el momento oportuno.

—Y ese grupo ha recibido el apoyo de Rusia, ¿no es así?

Asiento con la cabeza.

—Rusia ha ofrecido apoyo ocasional a los Hijos de la Yihad, sí. Y nosotros hemos condenado ese apoyo a este grupo y a otras organizaciones terroristas.

—Los Hijos de la Yihad han cometido atentados en tres continentes, ¿correcto?

—Ésta es una afirmación acertada, sí. —¿Son responsables de la muerte de miles de personas?

—Sí.

—¿Ciudadanos estadounidenses entre ellos?

—Sí.

—¿De las explosiones del hotel Bellwood Arms de Bruselas, donde fallecieron cincuenta y siete personas, incluida una delegación de legisladores de California? ¿Del pirateo del sistema de control del tráfico aéreo de la República de Georgia que hizo caer a tres aviones, uno de los cuales trasladaba al embajador georgiano a Estados Unidos?

—Sí —digo—. Ambos atentados ocurrieron antes de que yo fuera presidente, pero, sí, los Hijos de la Yihad reivindicaron los dos…

—De acuerdo, entonces hablemos de lo sucedido desde que usted es presidente. ¿No es cierto que, hace sólo unos meses, los Hijos de la Yihad piratearon los sistemas militares israelíes e hicieron pública información clasificada sobre operativos y movimientos de tropas secretos?

—Sí, es cierto —contesto.

—Y mucho más cerca de aquí, en la vecina Canadá —prosigue—, la semana pasada sin ir más lejos, el viernes 4 de mayo, ¿no piratearon los Hijos de la Yihad las computadoras que controlan el metro de Toronto para apagarlas, con lo que causaron un descarrilamiento en el que fallecieron diecisiete personas, hubo decenas de heridos y miles de viajeros quedaron atrapados en la oscuridad durante horas?

Es cierto que aquello también fue obra de los Hijos de la Yihad, y su recuento de víctimas es exacto, pero la organización terrorista no lo consideró un atentado, sino un ensayo.

—Cuatro de las personas fallecidas en Toronto eran estadounidenses, ¿correcto?

—Correcto —digo—. Los Hijos de la Yihad no reivindicaron ese atentado, pero creemos que fue obra suya.

Asiente, consulta sus apuntes.

—El líder de los Hijos de la Yihad, señor presidente, es un hombre llamado Sulimán Cindoruk, ¿es así?

Ya empezamos.

—Sí, Sulimán Cindoruk es el líder de los Hijos de la Yihad —digo.

—El ciberterrorista más peligroso y activo del mundo, ¿verdad?

—Yo diría que sí.

—Un musulmán nacido en Turquía, ¿correcto?

—Nació en Turquía, pero no es musulmán —le corrijo—. Es un nacionalista extremo laico que se opone a la influencia de Occidente en Europa central y del sureste. Su “yihad” no tiene nada que ver con la religión.

—Eso es lo que dice usted.

—Eso es lo que dicen todos los informes de inteligencia que he leído hasta la fecha —contesto—, y usted también, señor presidente de la Cámara. Si quiere convertir esto en una diatriba islamofóbica, adelante, pero con eso no conseguirá que nuestro país esté más seguro.

Logra esbozar una sonrisa burlona.

—En cualquier caso, es el terrorista más buscado del mundo, ¿cierto?

—Queremos atraparlo —digo—. Queremos atrapar a cualquier terrorista que intente hacer daño a nuestra nación. Hace una pausa. No tiene claro si volver a preguntarme: “¿Está seguro de eso?”. Si lo hace, me va a costar una barbaridad no volcar esta mesa y agarrarlo por el cuello.

—Entonces, para que quede claro —prosigue—: Estados Unidos quiere capturar a Sulimán Cindoruk.

—No es necesario aclararlo —le suelto—. Nunca ha habido ninguna confusión al respecto. Jamás. Llevamos diez años persiguiendo a Sulimán Cindoruk. Y no pararemos hasta que lo atrapemos. ¿Le queda lo bastante claro a usted?

—Señor presidente, con el debido respeto…

—No —lo interrumpo—. Si empieza la frase así, es porque lo que va a decirme no es nada respetuoso. Piense lo que quiera, señor presidente de la Cámara, pero sea respetuoso, si no conmigo, al menos con las demás personas que dedican su vida a acabar con el terrorismo y a mantener a salvo nuestro país. No somos perfectos, ni lo seremos jamás, pero nunca vamos a dejar de hacer todo lo que esté en nuestra mano. Adelante, haga la pregunta —añado, con un gesto de desdén.

Acelerado, tomo aire y miro de reojo a mi trío de colaboradores. Jenny, mi asesora política, cabecea afirmativamente; siempre ha querido que fuera más agresivo con el nuevo presidente de la Cámara. Danny se muestra impasible. Carolyn, mi sensata jefa de gabinete, está inclinada hacia delante, con los codos clavados en las rodillas, las manos cruzadas bajo la barbilla. Si fueran jueces olímpicos, Jenny me daría un nueve por ese exabrupto, pero Carolyn no me concedería ni un cinco.

—No voy a tolerar que cuestione mi patriotismo, señor presidente —dice mi canoso adversario—. El pueblo estadounidense está muy preocupado por lo sucedido en Argelia la semana pasada, y aún no hemos hablado de eso. Los ciudadanos de esta nación tienen derecho a saber de qué lado está usted.

—¡¿De qué lado estoy?! —espeto tan bruscamente que casi tiro el micrófono de la mesa—. Estoy del lado del pueblo estadounidense, ¡de ese lado estoy!

—Señor pres…

—Estoy del lado de los que trabajan las veinticuatro horas del día por la seguridad de nuestro país, de los que no piensan en poses y a los que no les importa en qué dirección soplen los vientos políticos, de los que no buscan el reconocimiento de sus triunfos ni pueden defenderse cuando se les critica. De ese lado estoy.

—Presidente Duncan, yo apoyo incondicionalmente a los hombres y las mujeres que luchan a diario por mantener a salvo nuestra nación —dice—. Esto no es por ellos. Esto es por usted, señor. Aquí no estamos jugando a nada. Yo no obtengo ninguna satisfacción de todo esto.

En otras circunstancias me habría reído. Lester Rhodes esperaba la vista de la comisión de investigación con más ilusión que un universitario su vigésimo primer cumpleaños.

Todo esto es una falsedad. El presidente de la Cámara ha orquestado esta comisión para que sólo pueda terminar de un modo: con el descubrimiento de suficiente falta de ética presidencial para derivar el asunto a la comisión judicial de la Cámara y que ésta inicie el proceso de destitución. Los ocho miembros del Congreso que están de su parte se encuentran en distritos seguros, manipulados con tanto descaro que seguramente podrían bajarse los pantalones en plena sesión y empezar a chuparse el pulgar y no sólo los reelegirían dentro de dos años, sino que, además, nadie se opondría a su candidatura.

Mis colaboradores tienen razón: da igual que las pruebas contra mí sean convincentes, no convincentes o inexistentes; la suerte está echada.

—Haga sus preguntas —digo—. Terminemos ya con esta farsa. En el rincón, Danny Akers tuerce el gesto y le susurra algo a Carolyn, que asiente pero mantiene su cara de circunstancia. A Danny no le ha gustado que hable de farsa, ni le agradan mis salidas de tono. Me ha dicho más de una vez que lo que he hecho “pinta mal, muy mal” y que es motivo suficiente para una investigación del Congreso.

En eso no se equivoca. Pero no conoce la historia completa. No dispone de la habilitación de seguridad necesaria para saber lo que yo sé, lo que sabe Carolyn. Si así fuera, lo vería de otro modo. Estaría al tanto de la amenaza a que se enfrenta nuestro país, una amenaza de proporciones inusitadas para nosotros hasta la fecha.

Una amenaza que me ha llevado a hacer cosas que jamás pensé que haría.

—Señor presidente, ¿llamó usted a Sulimán Cindoruk el domingo 29 de abril del año en curso, hace algo más de una semana? ¿Se puso o no en contacto telefónico con el terrorista más buscado del mundo?

—Señor presidente de la Cámara —digo—, como he declarado en numerosas ocasiones, y como usted debería saber ya, no todo lo que hacemos para mantener a salvo nuestro país puede ser del dominio público. El pueblo estadounidense comprende que en el mantenimiento de la seguridad de la nación y en la resolución de cuestiones internacionales intervienen muchos agentes, que se realizan muchas operaciones complejas y que parte de la labor de mi administración debe ser material clasificado. No porque queramos mantenerlo en secreto, sino porque debemos hacerlo. Para eso está el privilegio ejecutivo.

Rhodes probablemente me rebatirá la aplicabilidad del privilegio ejecutivo a material clasificado, pero Danny Akers, mi asesor, dice que ganaré esa batalla porque se trata de la autoridad que me otorga la Constitución en asuntos exteriores.

De todas formas, se me encoge el estómago al pronunciar esas palabras, pero, según Danny, no invocar el privilegio implicaría renunciar a él. Y, al renunciar a él, tendría que responder a la pregunta de si llamé por teléfono a Sulimán Cindoruk, el terrorista más buscado del mundo, hace dos domingos.

Y ésa es una pregunta que no voy a contestar.

—Bueno, señor presidente, no sé si el pueblo estadounidense consideraría válida esa respuesta. “Bueno, yo tampoco sé si el pueblo estadounidense lo consideraría válido a usted, claro que no ha sido el pueblo estadounidense quien lo ha elegido presidente de la Cámara, ¿verdad? Consiguió ochenta mil miserables votos en el tercer distrito congresual de Indiana. Yo obtuve sesenta y cuatro millones de votos. Pero sus colegas de partido lo hicieron líder porque recaudó muchísimo dinero para ellos y les prometió mi cabeza en charola de plata”. Eso no quedaría muy bien en televisión.

—Entonces no niega haber llamado por teléfono a Sulimán Cindoruk el 29 de abril, ¿me equivoco?

—Ya he respondido a su pregunta.

—No, señor presidente, no lo ha hecho. ¿Sabe usted que el diario francés Le Monde ha publicado unos registros de llamadas filtrados, junto con declaraciones de una fuente anónima, que indican que llamó usted a Sulimán Cindoruk el domingo 29 de abril del año en curso y habló con él? ¿Lo sabe?

—He leído el artículo —contesto.

—¿Lo niega?

—Le digo lo mismo que antes. No voy a hablar de ese asunto. No voy a entrar en su juego de si hice o no hice esa llamada. Ni confirmo ni desmiento, ni siquiera comento las medidas que he tomado para mantener a salvo nuestro país. Menos aún cuando se me exige que las mantenga en secreto en pro de la seguridad nacional.

—Bueno, señor presidente, si uno de los diarios de mayor tiraje de Europa lo publica, dudo que siga siendo un secreto.

—Mi respuesta es la misma —digo. Dios, parezco imbécil. Peor aún: parezco un abogado.

—Le Monde informa lo siguiente —dice, sosteniendo en alto el periódico—: “El presidente de Estados Unidos, Jonathan Duncan, organizó y tomó parte en una conversación telefónica con Sulimán Cindoruk, líder de los Hijos de la Yihad y uno de los terroristas más buscados del mundo, con el fin de hallar una vía de consenso entre la organización terrorista y Occidente”. ¿Lo niega, señor presidente?

No puedo contestar, y lo sabe. Está jugando conmigo como un gatito con su bola de estambre.

—Ya he respondido —digo—. No voy a repetirlo.

—La Casa Blanca no ha comentado en ningún momento ese artículo de Le Monde, ni en un sentido ni en otro.

—Correcto.

—Pero Sulimán Cindoruk sí, ¿verdad? Ha hecho público un video en el que dice: “El presidente puede suplicar clemencia todo lo que quiera. No seré compasivo con los estadounidenses”. ¿No es eso lo que ha dicho?

—Eso es lo que ha dicho.

—En respuesta, la Casa Blanca ha publicado unas declaraciones en las que afirma que “Estados Unidos no responderá a los atroces insultos de un terrorista”.

—Eso es —digo—. No lo haremos.

—¿Le ha suplicado clemencia, señor presidente?

Mi asesora política, Jenny Brickman, está a punto de jalarse los pelos. Tampoco ella tiene la habilitación de seguridad necesaria ni conoce toda la historia, pero su principal preocupación es que quiere que dé la imagen de luchador en esta vista. “Si no va a poder defenderse, no vaya —me ha dicho—. Se convertirá en su piñata política”.

Y tiene razón. En estos momentos, le toca a Lester Rhodes ponerse una venda en los ojos, sacudirme con un palo y esperar a que broten de mi torso un montón de información clasificada y confusiones políticas.

—Niega usted con la cabeza, señor presidente. Para que quede claro: ¿está negando que ha suplicado clemencia a Sulimán Cindo…?

—Estados Unidos jamás suplicará nada a nadie —digo.

—De acuerdo, entonces desmiente la afirmación de Sulimán Cindoruk de que suplicó…

—Repito: Estados Unidos jamás suplicará nada a nadie. ¿Queda claro, señor presidente de la Cámara? ¿Quiere que se lo repita?

—Bueno, si no le ha suplicado…

—Siguiente pregunta —digo.

—¿Le ha pedido amablemente que no nos ataque?

—Siguiente pregunta —vuelvo a decir.

Hace una pausa, repasa sus apuntes.

—Se me agota el tiempo —advierte—. Me quedan ya pocas preguntas. Uno menos, o casi, pero aún tienen que interrogarme otras doce personas, todas ellas cargadas de frases ingeniosas, comentarios agudos y preguntas capciosas.

El presidente de la Cámara es conocido tanto por sus primeras preguntas como por las últimas. En cualquier caso, ya sé lo que va a decir. Y él sabe que no voy a poder contestar.

—Señor presidente, hablemos del martes 1 de mayo, en Argelia.

—De eso hace poco más de una semana—.

El martes 1 de mayo —prosigue—, un grupo de separatistas proucranianos y antirrusos asaltó una granja en el norte de Argelia donde se creía que se ocultaba Sulimán Cindoruk. Y, de hecho, así era. Lo habían localizado y se habían desplazado a la granja con la intención de asesinarlo. Pero un equipo conjunto de efectivos de las Fuerzas Especiales y de la CIA les desbarató el operativo y Sulimán Cindoruk consiguió escapar.

Me quedo completamente inmóvil

—. ¿Ordenó usted ese contraataque, señor presidente? —pregunta—. Y si lo hizo, ¿por qué? ¿Por qué razón iba a enviar un presidente de Estados Unidos fuerzas militares estadounidenses para salvarle la vida a un terrorista?

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