ENTREVISTA | Una novela para hacer las paces con el padre: Pablo Simonetti

07/07/2018 - 12:04 am

Los Desastres naturales de Pablo Simonetti, el gran escritor chileno, son hablar sobre la familia, que “es es ahí donde existe esta frontera conflictiva entre la identidad de cada uno de sus integrantes y el sentido de la pertenencia.” Ahora ha tocado analizar la relación que tenía con su padre. Es una novela biográfica, pero al mismo tiempo cargada de una ficción que a todos nos interesa, nos involucra.

Ciudad de México, 7 de julio (SinEmbargo).- “Desastres naturales es el recuerdo de un viaje al sur de Chile – ocurrido a inicios de los ‘70 en Chile- y que se convierte para Marco, el protagonista, en un fragmento clave en la construcción de su pasado y su identidad: fue la única vez que se sintió cercano a su padre. En el presente, cumplidos los cincuenta, tras sufrir un accidente vascular leve, reflexiona acerca del papel que tuvieron en su vida ese hombre poderoso e inaccesible, su familia de raíces conservadoras y machistas, otras figuras masculinas que lo rodearon y el rigor de la época en que le tocó crecer.”

Esa es la sinopsis de la nueva novela de Pablo Simonetti (Santiago de Chile, 1961), un trabajo que se lee con mucha libertad, en una historia que se enlaza con la dictadura militar de Augusto Pinochet (1915-2006), la herida abierta que tiene todavía el gran país sudamericano.

En 2004 publicó Madre que estás en los cielos, la que ha sido traducida a varios idiomas y es una de las tres novelas más vendidas en Chile de los últimos quince años. La razón de los amantes (2007), La barrera del pudor (2009), La soberbia juventud (2013) y Jardín (2014) fueron publicadas en Latinoamérica y España, las cuatro con una entusiasta recepción por parte de la crítica y los lectores.

–El narrador empieza por el derrame cerebral, que es cuando la persona se replantea todo

–Es cierto. Es como un fogonazo, que en un primer momento te deja encandilado, incapaz de mirar, pero después se produce una suerte de epifanía. De esos temas que uno tiene pendiente, historias que no han cerrado, esa epifanía con todo lo terrible que tiene la muerte se puede ver como un regalo.

–¿Cómo nació la novela?

–La novela nació porque tuve un microinfarto cerebral y eso me hizo pensar en mi padre. En esa distancia que se fue haciendo cada vez más insalvable, me trajo de una manera más vívida ese viaje al sur. Estaba mi padre de por medio y voy a tratar de buscar un hilo narrativo, literario, en la relación de un hijo con un padre. Había leído hace poco La muerte del padre, de Karl Ove Knausgård, también leí Las novelas de Patrick Melrose, de Edward St. Aubyn, la última de las cuales el narrador tiene que ir a un Tanatorio de Nueva York para reconocer el cadáver de su padre y me sentí motivado. Me dije: voy a buscar. No tenía muchas más guías que el comienzo del viaje al Sur, ese había sido un momento de verdadera cercanía con mi padre. Fui agregando ficción a los arcos temporales de la novela.

–Siempre pienso, no sé si sea mi raíz psicoanalítica, que tanto el padre o la madre son importantes, falten o no

–Bueno, yo también he sido educado en el psicoanálisis y creo que esta búsqueda está inspirada en el ejercicio de autoconocimiento, siempre termina buscando sentido en la relación con el padre y con la madre. Bajar a la madre de los altares y levantar a mi padre de los infiernos, por usar una metáfora católica, fue mi resultado. Esta novela tiene un poco esa finalidad, mostrar una relación justa con la memoria de mi padre, sin afanes condenatorios, sin hacerlo siempre culpable a él de todo lo que me ocurrió, sin que sea el enemigo que está siempre a mano, la némesis para echarle la culpa de todo. La novela entra mucho en el contexto, hay un tejido más delicado con la circunstancia que me tocó vivir con mi padre, tejí algo con cierta curva narrativa, al ir uno dibujando esa línea narrativa va ficcionando también. En el ejercicio de dibujar esa línea y de englobarla en circunstancias sociales de la época, estaré haciendo una ficción.

–Ya hablaste con tu madre en la ficción, ahora hablas con tu padre, ¿te sientes equiparado, equilibrado?

–Yo tengo dos polaridades, novelas que hablan de familia, novelas que hablan de relaciones muy íntimas. Y también tengo novelas que son más femeninas como Jardín. Y novelas más masculinas, como Desastres naturales. Se produjo un cierto equilibrio, está dentro de las líneas de mis narraciones, tiene como búsqueda de una sed que es el que finalmente le da fuego a la historia. Me cuesta mucho escribir novelas con lo que me está pasando, con cómo estoy viendo la vida. Eso va marcando mis novelas a su paso. En esta hay algo también con lo legítimo, con la crueldad de lo legítimo. Ese pensamiento me estaba dando vueltas, somos tiempo y memoria y se dio además la buena coincidencia la relación más conflictiva se dio con mi padre en el tiempo de la dictadura. Es un tiempo que había tratado menos en mi narrativa.

La dictadura que hizo de la diferencia entre lo legítimo y lo ilegítimo una forma de control social y de brutalidad. Foto: Alfaguara

–Mucha gente no tiene hijos en estos tiempos, ¿cambiará la mirada sobre el padre y la madre?

–Hoy claramente las condiciones económicas, ponen a muchas personas en disposición de no tener hijos o porque tener hijos va en contra de los planes personales o porque sencillamente hay muchos métodos anticonceptivos, lo puedes decidir con mayor autonomía. Eso se recoge culturamente. En Chile se habla mucho de este tema, porque hay una caída de la tasa de natalidad. No tengo juicio moral sobre las personas que tienen o no tienen hijos. Siempre pienso en tener un hijo a mi edad sería un peso grande, hay que tener mucha fuerza para sacar a un niño adelante.

–Hay muchos padres alternativos, los abuelos, los tíos…

–No lo sé. Creo que la convivencia doméstica con nuestros padres y los hermanos, que son marcadores, condiciona mucho tus respuestas automáticas a los estímulos al deseo, al dolor, a las amenazas y a los regalos que te puede dar la vida. Eso está marcado por 365 días de convivencia cada año. Ese aprendizaje de lo más esencial de la vida uno lo aprende con ese grupo familiar. En el activismo siempre digo que ese grupo familiar el niño tenga una educación sentimental.

–¿Cómo es el plan narrativo?

–Me costó mucho. Lo único que tenía es ese recuerdo del viaje al sur, que después se unió con los otros arcos temporales, cuando vi eso pude escribir con mucha más tranquilidad. Me interesaba ese punto de pensar en su padre sin perdonarlo y sin juzgarlo. Sin pensar en esos puntos a priori, entrar en él, entender su circunstancia, desde qué lugar se estaba relacionando con su hijo, Marcos. No me interesaba una novela perdona vidas ni una novela condenatoria.

–¿El sexo está en lo ilegítimo?

–Claro, porque está esta idea de que alguien marca esa frontera, es el padre el que lo marca. Una legitimidad de lo que es lo masculino. Recorre a muchos personajes masculinos la novela. Y una de las muestras fuertes que hay en la novela es que sólo hay una, la del hijo Marco, que está del lado de lo ilegítimo. Eso produce una diferencia de potencial gigantesca, de rechazo, de incomprensión. La legitimidad que plantea el padre, la madre entrega al padre esa diferencia, el tema de la masculinidad, todo esto rodeado por la dictadura que hizo de la diferencia entre lo legítimo y lo ilegítimo una forma de control social y de brutalidad.

Una novela sobre el padre, la masculinidad y la dictadura. Foto: Especial

Fragmento de Desastres naturales, de Pablo Simonetti, con autorización de Alfaguara 1. 2015

La única secuela que me dejó el infarto cerebral fue la voluntad de descifrar la relación que tuve con mi padre. También su cerebro sufrió el primer tropiezo antes de que cumpliera sesenta años. Por primera vez en la vida me sentí como Ricardo, fui él, en cierto modo. Mi esfuerzo estará mediado por la distancia que creció entre nosotros, por cómo su imagen se refractó en las personalidades de mi madre y mis hermanos. En la memoria, permanece como un personaje enigmático, opaco, inasible; en la construcción de mi personalidad, como un antagonista, el otro a quien culpar; en la vida, como un protector que me legó privilegios y un atisbo de valentía.

Mis recuerdos son los del niño anhelante y temeroso, pero también quiero pensar como el hombre de cincuenta y tantos que trata de entender a ese otro hombre, de otro tiempo, de un país distinto al de hoy, ambos reunidos por los presagios de la muerte, antes que separados por las distintas corrientes que siguieron nuestras vidas.

Ricardo cumplió cincuenta años el 18 de noviembre de 1970, en medio de ese tiempo tan confuso para mi conciencia infantil, dos semanas después de que Salvador Allende recibiera la banda presidencial de manos de Eduardo Frei. En los veinte años que siguieron, Chile atravesó una de sus épocas más oscuras, tal como ese hombre que era mi padre debió enfrentar la mayoría de sus infortunios, y tal como ese niño que era yo, su trance más difícil. No existe un paralelo entre los conflictos de Ricardo, los míos y los del país; y si bien los acontecimientos influyeron en nuestros destinos, no alcanzan para explicarlos a cabalidad. Aunque quizás a través de estos recuerdos pueda entender mejor la fracción de país en que me tocó vivir. Y si repaso las circunstancias de ese tiempo, tal vez pueda acercarme a mi padre con la compasión que le negué en vida. Acaso pueda recuperarlo para mí.

Julio de 1993

Mi padre murió en invierno, una noche que recuerdo particularmente iluminada, como si un dios insidioso le hubiera subido el voltaje a la ciudad. Los focos de los autos, los semáforos, el alumbrado público, los diminutos recuadros de luz que brotaban de los edificios me encandilaron a lo largo del trayecto entre el club de ajedrez y la casa de mis padres. La llamada me había sorprendido en medio de una partida, durante esos trances de concentración que nadie que entienda del juego se atrevería a perturbar. Bastó que el recepcionista me tocara el hombro para que supiera que se trataba de algo grave. Levanté el auricular y oí a mi cuñada Leticia decir:

—Vente.

—¿Mi papá?

—Sí.

Ricardo llevaba mal muchos años debido al párkinson. La enfermedad había arribado como una marea suave a perturbar su rutina diaria —apenas desdibujando la línea que separaba lo que podía de lo que no podía hacer—, para pronto convertirse en un mar inclemente que no cesó de inundar las que antes fueran las calles de su vida.

Al abrirme la puerta con su rostro lleno y demasiado bronceado, mi cuñada me echó los brazos al cuello y me dijo con emoción:

—El tata se murió —así le decía a mi padre desde que había concebido a su primer hijo, después de muchos años de tratamiento.

—¿Dónde está mi mamá?

—En el estar.

Susanna ocupaba el sillón que había comprado especialmente para poder levantar y sentar a mi padre con mayor facilidad. El ancho sofá forrado en falso cuero se había convertido en una trampa para ese hombre que no era ya dueño de sus movimientos. Mi madre respiraba agitadamente, mientras la enfermera que había contratado para atender a Ricardo le tomaba la presión arterial. Del otro lado del sillón, mi hermano Samuel le hacía cariño en el hombro y le susurraba:

—Mamita, cálmese, tiene que estar tranquila.

De solo verla en ese estado, se me saltaron las lágrimas. Me hirió el destello que despedía el uniforme blanco de la enfermera bajo la lámpara de lectura, cuyo brazo metálico también se asomaba a la escena como una figura más. Por cómo nos cerníamos sobre ella, cualquiera habría dicho que quien estaba al borde de la muerte era Susanna.

—La presión le está bajando. Tiene la alta en 18. Le llegó a 23 antes de que le diera la pastilla sublingual —dijo la enfermera.

—Mamá —me hinqué y la abracé por la cintura, apoyando mi cabeza en su falda. Su pecho subía y bajaba con violencia.

—Ay, hijo… Su papá se murió…

—Sí, mamita —me aparté con la intención de que nuestros ojos se encontraran.

—Vaya a verlo —me ordenó con la mirada perdida.

Al tiempo que me levantaba, dijo con una voz que pretendía ser imperiosa, pero sin la fuerza necesaria para que no sonara como un ruego:

—Salgan de encima, necesito aire —y se arrancó con torpeza el brazalete para medir la presión.

Ricardo estaba de espaldas sobre la cama, las manos apoyadas en el pecho, los párpados cerrados. Después supe que se había tendido ahí momentos antes de sufrir el ataque, diciendo que quería descansar. Su cabeza se veía más pequeña, como si perteneciera al cuerpo de otro hombre, aunque su pelo ralo y no del todo canoso, sus pómulos salientes, la nariz pequeña y las mejillas rubicundas y venosas siguieran ahí. Transmitía una indiferencia extraña a su carácter. Llevaba puesto el suéter de cachemira de cuello en V, con rombos blancos, negros y grises. No se lo sacaba durante el invierno, a no ser que fuera imprescindible enviarlo a la tintorería. Tenía puestos también uno de los tantos pantalones grises que se mandó a hacer con el sastre Aedo y que hacia el final le flameaban en torno a las piernas. Los zapatos negros con suela de goma se los había comprado mi madre en contra de su voluntad, para que no fuera a resbalarse sobre el parqué. Él habría preferido seguir usando sus zapatos italianos con suela de cuero. Vistos desde los pies de la cama, semejaban dos gigantescas excrecencias que brotaban de los frágiles tobillos que alguna vez fueron gruesos y firmes.

Gracias a que había solo una vela y una discreta lámpara de velador encendidas, me sentí a gusto en ese cuarto, alejado de la agitación del estar, hipnotizado por el rostro pálido de mi padre, sedado por la mezcla de olores que de niño hacían de ese lugar el más acogedor de la casa. Me paré junto al cuerpo, le tomé la mano y me reconfortó sentirla tibia aún. Me incliné hacia él y le di un beso en la frente. Después me senté a contemplarlo desde el sofá. Colgados de las paredes, la decena de semblantes religiosos que tanto me incomodaron en otras ocasiones me dieron buena y silenciosa compañía. La tristeza dio paso a una sensación de paz. Al menos mi padre había dejado de sufrir. Sentí alivio por él, pero me sorprendió que también sintiera alivio por mí. Se alzaba el peso que la enfermedad había dejado caer sobre los hombros de la familia, en especial sobre los de Susanna. Y aunque no quise admitirlo en ese momento, sabía que su muerte me daría mayores libertades. A partir de esa noche, la vida tendría una sola cara y podría llevarla adelante como quisiera, sin necesidad de disfrazarla ante él ni ante nadie.

Diez minutos más tarde llegó mi hermano Pedro, el mayor de los hombres. Entró a la pieza con apuro y se detuvo de golpe ante la cama. Su rostro ancho traía un gesto de enojo, reflejado en la contracción del entrecejo y de sus labios finos, en la tensa redondez de los músculos de la mandíbula. Sin embargo, al enfrentarse al cadáver, sus rasgos se distendieron de golpe, como si volvieran a su lugar por orden de un órgano superior.

En un tono franco y sensible que no acostumbraba a emplear conmigo, dijo:

—La mamá me contó que ni siquiera se dio cuenta. Que alcanzó a decir «Susanna» y al momento siguiente ya estaba muerto.

—Al menos no tuvo que pasar por otro calvario para morirse.

Se volvió hacia mí.

—¿Me podrías dejar solo con él un rato? —el caudal de su voz se había adelgazado en la garganta, adquiriendo un timbre más agudo, una suerte de falsa cortesía que adoptaba con el fin de establecer distancia.

A pesar de las diferencias que habíamos tenido, sentí pena por él. Adoraba al papá y se había separado hacía poco. Seguro que le haría falta el consuelo de su mujer y sobre todo echaría de menos el apoyo que Ricardo le dio desde niño.

En el estar, ya más calmada, Susanna no dejaba de llorar y repetía a cada tanto, acompañándose de un gesto de negación:

—No puedo sin él.

Con sus dedos coyunturosos arrugaba una y otra vez un pañuelo blanco, como si recogiera tela que caía desde sus rodillas al suelo, la larga tela del tiempo que había vivido junto a mi padre. Su dolor me arrancó de mi paz inesperada y me trajo de vuelta al desconcierto. Habían apagado la lámpara de lectura y las repisas repletas de libros y objetos se me hicieron presentes, testimonios de ese tiempo que ella no quería dejar ir.

Samuel y su mujer se habían acomodado en el sofá. Bajo el marcado arco de la frente de mi hermano, el brillo de sus ojos me hizo notar que estaba tan bronceado como Leticia. Lo más seguro era que hubieran pasado los días previos en su refugio de El Colorado. En medio de los dominios de la lividez, sus colores resultaban chocantes.

Ricardo Orezzoli murió el lunes 19 de julio de 1993, a los setenta y dos años de edad, durante un invierno en que hubo bastante nieve en las montañas y un aluvión bajó por la quebrada de Macul.

Mi hermana Mónica fue la que más demoró en llegar. Venía desde La Dehesa, donde había comprado una casa hacía poco. Al oír la noticia de boca de Pedro, soltó un borbotón de llanto en el hall de entrada. Ahí la encontré cinco minutos más tarde, asida a su marido, sin la fuerza para decidir si ir a ver a Susanna o el cadáver de nuestro padre. La llamé por su nombre, pero no levantó la cabeza del pecho de Guillermo ni tampoco hizo gesto alguno en señal de que me hubiera oído.

—La mamá dice que vayas a verla.

Su marido la apartó con delicadeza y la llevó tomada de la cintura hasta el estar. Me gustaba alardear de lo parecidos que éramos —los dos morenos, los mismos ojos delatores de nuestras emociones, la nariz larga y algo torcida, una sensibilidad en común—, y por eso me desconcertó el hecho de que hubiéramos reaccionado de manera tan distinta al oír la noticia.

—Hija, tenemos que prepararlo —dijo mi mamá cuando Mónica entró.

No hubo preludio a esta petición. Su efecto inmediato fue sacar a mi hermana del shock. La vi acercarse a Susanna, tomarla de las manos, besarla en la frente y decir sin rebeldía:

—¿Nosotras?

—Lo siento mucho, señora Susanna. Don Ricardo era una gran persona —dijo mi cuñado.

—Gracias, mijito.

—¿Ya llamaron a un doctor para que certifique la defunción?

Samuel y Pedro, que había regresado del dormitorio, se miraron como si hubieran sido sorprendidos en falta. Yo no me sentí para nada responsable del descuido. Aquel día estaba ocupado con mi dolor, con la desolación de Susanna, y sentía que lo correcto era que alguien más se hiciera responsable de los trámites. Ocho años más tarde, cuando murió mi madre, me hice cargo del certificado de defunción, de la compra del ataúd, de las gestiones en la funeraria y el cementerio. Yo tenía el carné de identidad de Susanna, la clave para poner en marcha la burocracia inhumatoria. Quise estar consciente de que también yo la enterraba, no como esa noche en que quería dolerme y que otros enterraran a mi padre.

—Yo me encargo, señora Susanna. Voy a llamar a don Silvio.

Guillermo habló desde la cocina con Silvio Rosso, casado con la hermana menor de mi padre, doctor especialista en radiología.

—Vamos, hija, tienes que ver a tu padre. Prefiero que los de la funeraria no vengan hasta mañana.

La actitud de Susanna había cambiado con la llegada de Mónica. Tal vez se sintiera llamada por la tradición. Ella había aprendido con mi abuela a preparar muertos y ahora encontraba, en esa tarea junto a su hija, una forma de enfrentar el dolor que de otro modo le resultaba inabordable. Quizá pensara que el contacto con el cadáver le sería de ayuda para separar la presencia de mi padre de los despojos pálidos y rígidos que entregaba a la muerte.

La casa se fue llenando de gente. Mi impresión era que los nietos lloraban más por la tristeza de su Susa que por la muerte de su Tata. Para la mayoría, él había sido un abuelo ensimismado a causa de la enfermedad, mientras que ella continuó mimándolos cuanto podía, haciendo de su jardín un lugar abierto para sus juegos. No era mujer que se guardara sus opiniones acerca del carácter de cada uno de ellos, pero las expresaba con un matiz de cariño, de aprecio, sin nunca permitirse que su agudeza llegara a resultar ofensiva. Mi padre en cambio había sido dado a la ironía antes de enfermar y no era el tipo de abuelo que les enseñara pasatiempos, ni menos que los llevara al estadio o a elevar volantines.

Para dar cabida a las visitas, el centro de reunión se desplazó hasta el living. Ahí se formaban dos ambientes que convergían en un sofá giratorio de un cuerpo, forrado en gamuza color tabaco, que en ese momento permanecía vacante. Mientras las fuerzas se lo permitieron, aquel había sido «el sillón del papá», su trono. Nadie cercano a nuestros ritos familiares se habría atrevido a profanarlo esa noche. La función de esa peculiar pieza de mobiliario era poder volverse a gusto hacia el jardín o hacia uno u otro de los ambientes, sin necesidad de contorsionarse ni de mantener una posición incómoda. Ese sillón representaba de manera excepcional la personalidad de mi padre: un hombre dueño de un agudo pragmatismo y de una alta valoración de su comodidad, curioso al punto de no querer perderse palabra ni movimiento alguno, con la suficiente conciencia de su lugar en el mundo como para sentarse sin falta en el centro del salón.

Me había refugiado en unos de los dos sofás de cuero verde claro que se ubicaban en paredes enfrentadas, con el sillón giratorio marcando el punto medio de la distancia entre ellos. A mis espaldas pendía un cuadro de Susanna, “pintado por el maestro Venegas”, como le gustaba decir a mi padre. Parecía pensado para la ocasión: mi madre llevaba puesto un vestido negro y tenía el rostro dominado por un grave gesto de madurez. Su talante hierático la hacía parecer mayor de cuarenta, cuando en realidad había sido retratada a los veinticuatro años, poco después de casarse. Debió de ser un atrevimiento por parte de mi padre mandar a pintar el retrato de su mujer tan temprano en la vida, una clara muestra de la ambición que lo habitó mientras estuvo sano.

Luego de examinar el cadáver, el tío Silvio entró al salón repartiendo abrazos a diestra y siniestra. Traía una sonrisa dibujada en el rostro y su grueso bigote le daba a ese gesto más realce del apropiado para la ocasión. Ya lo había visto antes en actitudes similares, ostentando cierta superioridad. Como buen doctor, creía ser el único entre los presentes que cruzaba la línea entre la vida y la muerte sin arredrarse. A su lado, la tía Fedora, hermana de nuestro padre, con sus grandes ojos negros flotando en las cavidades perfiladas bajo su piel, se veía también liviana de ánimo, como si no hubiera ocurrido nada grave.

—Buen tipo Ricardo —el tío Silvio hablaba en voz alta, con tono bonachón— es mejor que se haya muerto. Ya, cabro, anímate —me dijo al verme afectado—, tu papá está mucho mejor ahora —y sin siquiera detenerse a considerar lo que hacía, se sentó en el sofá de gamuza, para continuar desde ahí con su perorata—: Lo que tenía no era vida. Murió de un ataque al corazón. El párkinson termina debilitando los órganos principales. Por suerte no fue el hígado. Pudo ser mucho más desagradable.

Hizo girar el sillón de un lado a otro y dirigiéndose a su mujer, comentó:

—Bien cómoda esta porquería, Fedo, podríamos comprar uno para nuestro living.

—A Ricardo le encantaba sentarse ahí —dijo ella con ternura.

Ninguno de los dos advirtió las miradas atónitas de los demás. Fue entonces que entró mi madre y dijo:

—Párate de ahí ahora mismo, Silvio —y su tono de voz esta vez sí sonó terminante.

Él se levantó sin prisa, aunque su rostro había adquirido un aire de preocupación.

—La labilidad emocional es típica en los deudos más cercanos —dijo yendo hasta ella, y en un giro insólito de la situación, le sostuvo una de sus manos palma arriba—. Déjame tomarte el pulso.

—¡No seas cretino! —mi madre retiró la mano y vino a sentarse a mi lado, la cabeza gacha, las piernas en estrecho paralelo.

La tía Fedora se acercó a él, le susurró algo al oído y lo sacó de la habitación.

Un poco más tarde llegó el tío Juancho. Samuel había ido a buscarlo por encargo de Susanna. Juan Silva era el mejor amigo de Ricardo, además de ser confesor de mi madre y sacerdote de la familia. Los tres hijos hombres habíamos estudiado en el Luis Hurtado, precisamente porque él era rector de ese colegio. Llevaba puesto su invariable traje gris, chaleco de lana y camisa celeste con alzacuello. El grueso pelo negro engominado y la mirada alerta detrás de los anteojos impecables le conferían a su aspecto una frescura matutina. No nos prodigó la ancha sonrisa de costumbre, solo miró alrededor con solemnidad y fue hasta donde estaba Susanna. Salieron juntos rumbo al dormitorio. Luego mi madre pidió que los hijos nos reuniéramos en torno al cuerpo de Ricardo para rezar un responso. Por un instante pensé que al enfrentar el cadáver de su amigo —vestido de traje y camisa, los orificios tapados con motas de algodón, la mandíbula amarrada con un pañuelo—, el estoico sacerdote se transformaría en doliente. Pero lo vi aferrar con fuerza el rosario y pronto la salmodia de su rezo fue calmándolo, al igual que al resto de nosotros.

El último en llegar fue el tío Ignacio, único hermano vivo de Susanna. Era un hombre viudo, al que el descuido de la barba y las manchas en la piel le conferían un aspecto fatigado. Gracias a su porte, cada vez que entraba a un lugar, como esa noche al cruzar el umbral, la gente se volvía a mirarlo. Caminaba con la espalda recta y, a pesar de la deslucida chaqueta de tweed y el brillo en la parte de atrás de sus pantalones, transmitía un aire de elegancia y mundanidad. Llevaba puestos unos zapatos Church’s, de los que yo me había deshecho por encontrarlos demasiado formales. «Susanita», le repitió a mi madre al oído, manteniéndola abrazada durante largo rato. Ignacio había sido el arquitecto de esa casa. Cuarenta años después de haberla proyectado, seguía viviéndose como una construcción moderna, bien pensada y luminosa. El lugar estaba lleno de sus gestos de estilo: techos entablados, ventanales modulares de suelo a cielo, cambios de nivel en el piso, terrazas de piedra laja, anchos aleros. Él y mi madre eran cercanos y cómplices, y yo le tenía una gran admiración.

De los íntimos, los únicos que no pudieron llegar fueron mis padrinos. Vivían en Viña del Mar. Cuando Mónica les avisó, pidieron hablar con Susanna para asegurarle que al día siguiente se vendrían a pasar una semana donde una de sus hijas, y así podrían acompañarla.

Alrededor de la medianoche hablé por teléfono con José. Más temprano le había dejado un mensaje con la noticia en la contestadora del departamento. Al oírlo, había decidido esperar mi segunda llamada para saber cómo actuar. Me lo imaginé junto al teléfono de nuestra pieza, sentado en el borde de la cama, con su cuerpo fuerte conteniendo esa energía que brotaba de él cuando ocurría algo extraordinario. Sentía fascinación por las singularidades de la existencia, ya fueran accidentes, enfermedades, terremotos, catástrofes, rupturas o muertes. Fue dulce conmigo, pero sin enredarse en ninguna de las fórmulas convencionales para mostrar compasión. Quería conocer el estado de cosas. ¿Cómo me sentía?, ¿cómo lo había tomado Susanna?, ¿cuál era la situación que se vivía a mi alrededor? Había reunido a nuestros tres mejores amigos en común —dos mujeres y un hombre—, seguro que me daría gusto verlos. ¿Podían ir a verme? La explicación que le di para negarme tenía algo de verdad. La nana Juanita, la enfermera y mi hermana Mónica no habían tenido tregua atendiendo a los más de treinta parientes y amigos de la familia que llegaron a hacernos compañía. No me parecía justo imponerles cuatro nuevas visitas a esas horas. Sin embargo, el auténtico motivo era que me sentía sin fuerzas para afrontar la tensión que provocaría su presencia. Pensé en Susanna y la incomodidad que sufriría al verlo; en el consejo de Samuel de llevar mi vida de pareja aparte de la familia; en el temor que yo le tenía a mi padre, transvasado después de que enfermó en la figura de Pedro. En ningún momento pensé en mi propio bien, en lo reconfortante que habría sido recibir el abrazo de José en esas circunstancias.

Julio de 1993

Me sorprendió que Susanna no hubiera considerado comprar o construir una tumba para mi padre. El asedio de la enfermedad había durado doce años. La razón debió de ser afectiva. Ella atendía antes que nada a las consecuencias que sus actos pudieran tener para sus seres queridos. Seguramente temió que mi padre sospechara que buscaba una tumba y no quiso enfrentarlo de manera categórica a la proximidad de su muerte. Él también podría habérselo sugerido, aunque estoy casi seguro de que no lo hizo. El hecho de que no hubiera pensado en una tumba familiar cuando aún estaba sano ya era bastante decidor. Y una vez que enfermó, vivió parapetado detrás de su rutina diaria …

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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