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Rubén Martín

07/10/2018 - 12:00 am

El 68, la impunidad y la guerra actual

La potencia política del movimiento estudiantil-popular de 1968 ha sido de tal magnitud, que sus reverberaciones se manifestaron al cumplirse 50 años de aquel verano revolucionario en México.

La guerra que tenemos ahora en México no se va a detener por llamados a la paz. Foto: UNAM.

La potencia política del movimiento estudiantil-popular de 1968 ha sido de tal magnitud, que sus reverberaciones se manifestaron al cumplirse 50 años de aquel verano revolucionario en México.

La marcha del pasado 2 de octubre y la serie de actos conmemorativos en torno a esa fecha mostraron los impactos positivos que el movimiento de 1968 dejó en la vida política mexicana. Como bien resaltó Raúl Álvarez Garín en su momento: el movimiento del 68 fue derrotado militarmente por un operativo represivo del Estado mexicano, pero al paso de los años se confirmó su triunfo político.

Como el mismo Álvarez Garín resaltaba, la importancia de los acontecimientos de 1968 fueron la estela que dejó el movimiento: una estela de transformación política para cientos de miles de sus participantes, a quienes no sólo dio experiencia de participación política, sino también una conciencia y compromiso por la transformación radical de la sociedad mexicana. Ese es, creo yo, el principal legado del 68.

Lamentablemente no ha sido el único legado. Junto a los aspectos de transformación política positiva que dejó el 68, también hay un aspecto no resuelto que sigue teniendo repercusiones en el presente. Se trata de la impunidad de los mandos políticos y militares que ordenaron el operativo represivo en contra el movimiento, desde sus inicios en julio, hasta el operativo militar de gran envergadura ordenado para parar a sangre y fuego el movimiento el 2 de octubre en Tlatelolco.

Las consecuencias de que esa masacre haya quedado impune ha impactado en el modo de operar del Estado mexicano, en su relación con los movimientos sociales, especialmente con los disidentes políticos, y de hecho sus consecuencias se manifiestan ahora en la actual guerra que tenemos en México.

Aunque no era la primera vez que los mandos políticos del Estado utilizaban al ejército para reprimir movimientos o protestas sociales, los hechos del 2 de octubre marcaron de manera definitiva a las fuerzas armadas mexicanas, hasta la actualidad.

Tras el movimiento del 68, al cerrarse los canales de participación política abiertos y legales, miles de mexicanos decidieron organizarse políticamente para cambiar la sociedad. Muchos lo hicieron fundando organizaciones sociales con campesinos, indígenas, trabajadores, maestros, etcétera, y otros lo hicieron fundando organizaciones guerrilleras.

Si bien la represión política es una herramienta consustancial para el mantenimiento del sistema de dominación, las herramientas de la violencia estatal en contra de quien se declaró su adversario y enemigo, se perfeccionaron, modernizaron y ampliaron de un modo que no se conocía hasta entonces. A ese periodo se le conoce como Guerra Sucia y consiste en la decisión política del Estado mexicano y de sus distintos niveles de gobierno para responder con una violencia extrema al desafío político que representaban los grupos guerrilleros.

Para ello se perfeccionaron las herramientas represivas del Estado. Primero dando carta blanca para el uso de la violencia a las agencias policiacas existentes; segundo creando nuevas agencias represivas como fue la constitución de la Brigada Blanca; tercero, llevando la modalidad de desaparición forzada de personas a política estatal; cuarto, ofreciendo todos los recursos materiales a disposición de la tarea represiva; y quinto, articulando a todas las unidades represivas del Estado en la tarea común de la represión política.

Como se sabe, al cabo de poco tiempo, la Brigada Blanca y las fuerzas armadas mexicana exterminaron prácticamente a los grupos guerrilleros, y al hacerlo cometieron un sinfín de ilegalidades que, otra vez, no sólo fueron ordenadas desde los altos mandos del Estado mexicano, sino que quedaron en la impunidad.

Al terminar la Guerra Sucia, una buena parte de los policías y soldados que participaron en los hechos represivos se dedicaron a actividades ilegales o las consintieron. Se puede sostener que las organizaciones que desde 1970 se dedicaron al narcotráfico y al crimen organizado, fueron toleradas y protegidas por sectores del Estado mexicano, especialmente por los policías y mandos militares asignados a hechos represivos desde 1968.

Hay que consignar que prácticamente la mayoría de los altos mandos de la represión política durante la Guerra Sucia, eran al mismo tiempo viles delincuentes comunes. Por ejemplo, Miguel Nazar Haro, responsable de la Brigada Blanca y uno de los policías políticos más sanguinarios del país, fue acusado en 1981 de ser el jefe de una banda de robo y contrabando de automóviles de lujo; sin embargo recibió la protección de Estados Unidos ya que el entonces titular de la DFS era un “contacto esencial para la CIA en México” (The Washington Post, 17 agosto 1990), por lo que la Corte Suprema de Estados Unidos ordenó brindarle impunidad. Nazar Haro fue imputado por la Femospp por la desaparición de Jesús Piedra Ibarra en Monterrey en abril de 1975, y fue detenido por elementos de la Agencia Federal de Investigación el 18 de febrero de 2004; sin embargo finalmente fue exonerado.

Otros dos connotados represores, Francisco Quirós Hermosillo y Arturo Acosta Chaparro, “fueron acusados por la Procuraduría General de la República (PGR) y por la Procuraduría de Justicia Militar de delitos de narcotráfico y de haber formado parte de una red de apoyo al cártel de Juárez”. Hacia el final del sexenio de Felipe Calderón, se publicó que Acosta Chaparro fue comisionado por el gobierno para negociar con distintos cárteles de la droga.

Otro ejemplo de policía represor-delincuente: Francisco Sahagún Baca, ex director de la Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), fue acusado de participar en la matanza de trece personas (doce colombianos y un mexicano), ocurrida en el río Tula en febrero de 1981, y quienes formaban parte de una banda de asaltantes de banco que eran protegidos por la policía política.

Salomón Tanús, represor de detenidos en el Campo Militar Número Uno, se le acusó de mantener ligas y componendas con delincuentes. “Ellos mismos los mandan a robar”, declaró un crítico de la DIPD.

En Jalisco se reprodujo un patrón igual o más grave que a escala nacional debido a que el comandante de la XV Zona Militar del periodo, Francisco Amaya Rodríguez, creo un grupo de “agentes confidenciales” quienes además de participar en la Guerra Sucia con la infiltración, detención y asesinato de disidentes políticos, operaban en diversos negocios ilícitos. Dicho grupo estaba a cargo del coronel Francisco García Castelló y “su función real era controlar a un grupo de paramilitares, empleados para eliminar opositores y para robar y cometer ilícitos” (entre ellos el tráfico de drogas). Dicho grupo actuaba en completa impunidad. En enero de 1973, el comandante de la policía de Zapopan, Mario López Sánchez, informó a la DFS que puso en libertad a un detenido por actos ilícitos, a petición del general Amaya Rodríguez. El mismo detenido confesó que “de todo lo que recogían se repartían la mitad entre ellos y la otra mitad la entregaban a la comandancia de la XV Zona Militar y que esa repartición comprendía armas y dinero”. La Secretaría de Gobernación tenía conocimiento de dichos ilícitos y los toleraba, según consta en diversos expedientes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), consultados y publicados por Sergio Aguayo en su libro, La Charola.

Uno de los golpeadores y sicarios de la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), Carlos Morales García El Pelacuas, participó en actividades del narcotráfico a la vez que tenía acreditación de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). El Pelacuas fue asesinado en la Ciudad de México en 1989, tras dedicarse a defender legalmente narcotraficantes. Otros varios narcotraficantes de Jalisco, portaban también credenciales de la DFS, la policía política del gobierno federal. La mayoría de los integrantes del Cártel de Guadalajara, que controlaba la mayoría de este negocio ilegal en la década de 1970, tenía protección oficial.

En resumen, se puede ver un nexo directo entre las labores represivas del Estado, con sus operadores y técnicas, que inicialmente protegieron a los pioneros del narcotráfico en México. Al dejar en la impunidad los hechos represivos cometidos por fuerzas armadas o grupos secretos, el Estado mexicano mismo propició que ahora estemos en la situación generalizada de guerra en el país.

Y no sólo operadores de la represión se pasaron  al crimen organizado, también exportaron sus técnicas. Es importante resaltar que la desaparición de personas fue una práctica represiva utilizada por los cuerpos de seguridad del Estado mexicano en la Guerra Sucia. Del mismo modo, varias técnicas de violencia que ahora nos sorprenden y que son utilizadas por sicarios de todos los carteles, en el origen son técnicas represivas con las que se entrenaba a militares y policías dedicados a las tareas de contrainsurgencia.

La guerra que tenemos ahora en México no se va a detener por los llamados a la pacificación que haga el nuevo gobierno. Antes se tiene qué terminar con la impunidad de la que han gozado los mandos políticos, militares y represores en México. Deben pagar por la represión del 2 de octubre de 1968, por el Halconazo de junio de 1971, por la Guerra Sucia, y por todos las masacres y crímenes estatales cometidos hasta ahora.

Rubén Martín
Periodista desde 1991. Fundador del diario Siglo 21 de Guadalajara y colaborador de media docena de diarios locales y nacionales. Su columna Antipolítica se publica en el diario El Informador. Conduce el programa Cosa Pública 2.0 en Radio Universidad de Guadalajara. Es doctor en Ciencias Sociales. Twitter: @rmartinmar Correo: [email protected]

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