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Jorge Javier Romero Vadillo

07/11/2019 - 12:04 am

El Estado en ruinas

Aquejado de una incapacidad congénita para cobrar impuestos, el Estado posrevolucionario nunca pudo imponer una dominación legal–racional efectiva.

“Si la ventaja comparativa sustancial de los Estados es la capacidad de usar la violencia de manera regulada, pero con mayor eficacia que sus adversarios, lo que hemos visto en los últimos días es que el Estado mexicano ha perdido ese atributo sustancial”. Foto: Juan Carlos Cruz, Cuartoscuro

El Estado mexicano se encuentra al borde del colapso. Sus cimientos están carcomidos y las oquedades se notan por todas partes. Un edificio que nunca fue muy sólido, pero que se sostenía en pie, ahora amenaza ruina inminente, ante la inepcia de quienes hoy lo administran y el pasmo irresponsable de quienes contribuyeron a la carcoma de la estructura. Mientras tanto, los residentes estamos a punto de ser aplastados por los cascotes, y muchos ya han sucumbido entre escombros. Construido desde su origen en terreno pantanoso, las necesarias obras de recimentación nunca se hicieron, mientras se pretendía eliminar el material putrefacto de su basamento.

La metáfora ilustra el proceso de deterioro paralizante que vive la organización estatal mexicana, en el origen producto del triunfo de una coalición militar en la guerra civil que llamamos revolución, incapaz desde su nacimiento de sustentarse en una eficaz aplicación obligatoria de la ley, debido a que su dominio nunca gozó de aceptación plena. Heredero de una trayectoria institucional basada en los privilegios y las excepciones, de matriz hispánica, y de una manera de hacer las cosas arraigada por su antecesor inmediato –el Estado porfiriano–, el cual ejercía su dominio a través de una tupida red de intermediarios que usaban sus parcelas de poder en beneficio personal, el régimen posrevolucionario operó siempre con ingentes problemas de agencia y llevó a cabo su tarea sustantiva, la reducción de la violencia, por medio de la venta de protecciones particulares y la negociación permanente de la desobediencia de la ley.

Aquejado de una incapacidad congénita para cobrar impuestos, el Estado posrevolucionario nunca pudo imponer una dominación legal–racional efectiva. Durante toda su historia, la disonancia entre la ley escrita y el orden real fue siempre evidente. Sus reglas formales nunca alcanzaron la legitimidad necesaria entre la población como para lograr una aplicación eficaz de la ley a un costo aceptable. En cambio, desarrolló una compleja red de agentes relativamente autónomos que vendían protección, cobraban por permitir la violación de la ley formal y concedían protecciones clientelistas a cambio de apoyo político.

Así de contrahecho, sin embargo, el Estado posrevolucionario fue relativamente eficaz para reducir la violencia y durante cuatro décadas también generó un entorno propicio para un crecimiento económico favorable solo para aquellos que pagaban por protecciones particulares, mientras las redes de clientelas recibían las migajas de la bonanza. Se trataba de una estructura abusiva y corrupta, en la que medraban los agentes que privatizaban en su beneficio la capacidad de coerción estatal, nunca demasiado vigorosa.

El cambio tecnológico, el crecimiento de la población y la transformación del mercado mundial hicieron que la estructura de tabicón y varillas oxidadas y salientes del edificio priista –que protegió a un empresariado voraz e ineficiente, incapaz de competir sin el amparo político– tuviera que comenzar a modernizarse. Se construyeron nuevas alas y nuevos pisos que aparentaban modernidad, pero sobre la misma cimentación carcomida. Los beneficiarios de las protecciones particulares cambiaron y se fueron abriendo espacios de certidumbre económica y política que parecían allanar el camino para una remodelación completa, pero la base seguía siendo la misma: un sistema de botín controlado por una coalición estrecha, que apenas si se amplió cuando las reglas del juego de la competencia por el poder cambiaron. El arreglo monopolista consolidado en 1946, que obligaba a pertenecer al PRI a quienes buscaran capturar una parcela de rentas estatales y medrar gracias a ella, fue sustituido por un nuevo pacto en 1996, abierto a la competencia, pero solo entre unos cuantos, con ingentes barreras de entrada que benefician a quienes cuentan con redes de clientelas ávidas de rentas estatales.

La estructura de la administración estatal siguió siendo la misma: redes de clientelas burocráticas con incentivos de lealtad política, no de desempeño técnico eficaz. Un Estado de políticos e intermediarios gestores de demandas clientelistas y vendedores de protección, incapaz de enfrentar con eficacia técnica los retos cada vez mayores de reducir la violencia, dar certidumbres a la inversión, proveer bienes públicos y protecciones generales, sin intermediación corporativas o clientelista ni pago individual, en una sociedad de 120 millones de habitantes y en el contexto de una economía global.

Cuando el PRI fue relevado de la Presidencia, en 2000, los nuevos administradores del ruinoso edificio desaprovecharon la oportunidad para cambiar los cimientos. Era una tarea compleja pero posible: había que invertir en profesionalización de los cuerpos fundamentales del Estado, empezando por su función primordial, la seguridad. El desastre, sin embargo, llegó con Calderón y su intención de desmontar la estructura de venta de protecciones particulares que, mal que bien, aún funcionaba para reducir la violencia. Comenzó a eliminar tabiques en la base y pretendió apuntalar lo socavado con las fuerzas armadas. Los boquetes comenzaron a proliferar. Peña siguió agujereando la base estatal sin sustituirla con cuerpos profesionales especializados, que poco a poco sustituyeran a las redes tradicionales. El mismo recurso, el ejército y la marina, para contener la presión de quienes, al ver las ruinas, tratan de ocupar el vacío también con la fuerza de las armas.

Al actual Gobierno los escombros le están cayendo en la cabeza. Sin el talento ni el proyecto para una reconstrucción seria, que requeriría de un nuevo pacto de gran base política y social, en lugar de parar el derrumbe, contribuye al socavamiento con su bravuconería y su cantaleta de que las cosas ya cambiaron, aunque todo vaya a peor. Si la ventaja comparativa sustancial de los Estados es la capacidad de usar la violencia de manera regulada, pero con mayor eficacia que sus adversarios, lo que hemos visto en los últimos días es que el Estado mexicano ha perdido ese atributo sustancial. Es el momento de un nuevo pacto constitutivo, pero quién podría convocarlo se ha atrincherado en su pretendida popularidad, se bate diariamente con enemigos imaginarios y carece de la visión y el talento para lograrlo. Así, el derrumbe continuará, a ver si el colapso no es total.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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