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Jorge Javier Romero Vadillo

08/01/2015 - 12:01 am

El año nuevo en la política

Del vacuo mensaje de año nuevo del Presidente de la República, recitado con su proverbial tono de alumno de secundaria aplicado en oratoria, la única alusión  a un tema de relevancia institucional fue su compromiso —genérico y reiterativo, como de pasadita— de combatir la corrupción y la impunidad. El Presidente eludió tratar a los mexicanos […]

Del vacuo mensaje de año nuevo del Presidente de la República, recitado con su proverbial tono de alumno de secundaria aplicado en oratoria, la única alusión  a un tema de relevancia institucional fue su compromiso —genérico y reiterativo, como de pasadita— de combatir la corrupción y la impunidad. El Presidente eludió tratar a los mexicanos como ciudadanos mayores de edad, con un mensaje que más parecía discurso de campaña. Un listado de ofertas de supermercado, en lugar de propiciar una auténtica reflexión colectiva sobre las malformaciones nacionales evidenciadas en el último trimestre de 2014 y el rumbo posible para superarlas. Por supuesto, ni el mínimo rasgo de autocrítica, pero eso no sorprende en un país donde los políticos son tan afectos a la simulación y el ocultamiento, al eufemismo y al galimatías, cuando de rendir cuentas se trata.

            De nuevo, el Presidente fue incapaz de mostrar iniciativa y liderazgo para enfrentar una crisis que pretende no ver. El gobierno parece haber apostado a que las vacaciones de fin de año desmovilizaran las protestas y produjeran por ensalmo el olvido colectivo. Sin duda, el movimiento social en torno a la desaparición de los normalistas ya ha llegado a su punto de reflujo: la marea por los 43 de Ayotzinapa ya está en pleno descenso, pues así ocurren los movimientos sociales, pero la huella que ha dejado ese acontecimiento en la memoria social —de suyo flaca— sí podrían tener consecuencias en la elección del próximo año, aunque para ello se requeriría del surgimiento de iniciativas atractivas para canalizar la protesta a través de alguna expresión electoral, partidista o no, incluida la reedición del llamado al voto nulo. Desde luego, la abstención puede crecer, pero esa no es una forma activa de mostrar disenso: su sentido se diluye entre las diversas fuentes de ausencia electoral. Es de esperarse que el boicot con el que han amenazado los radicales que mantienen vivos los rescoldos de la protesta en Guerrero sólo sea utilizado de manera marginal; ojalá quede como expresión aislada, si es que ocurre.

            Las elecciones de 2015 son la oportunidad que le queda a Peña para recuperar la iniciativa y salir del aturrullamiento. Si el resultado electoral muestra que, a pesar de los indicios creíbles de conflicto de interés y tráfico de influencias que recaen sobre él, el Presidente y su partido salen menos afectados por el descrédito de la política que sus adversarios y el PRI gana la cámara de diputados —difícilmente lo logrará solo, pero puede alcanzar la mayoría con sus dos satélites, el Verde y el PANAL, sobre todo con el primero, que ha subido en la intención de voto declarada— entonces Peña podrá concluir con alguna comodidad el sexenio, siempre y cuando la economía se estabilice y se mantenga, aunque sea, el precario crecimiento.

            No sería sorprendente  que el malestar social patente al final del año pasado no se refleje en los resultados electorales en contra del PRI. La expresión electoral de la parte de la sociedad indignada por lo de Iguala —de la mitad para abajo, según lo describió con buen sentido Blanca Heredia— muy probablemente se fragmentará. Morena puede ser el partido más beneficiado, mientras el PRD puede acabar con uno de los peores resultados de su historia —y vaya que ha tenido malos resultados electorales en las intermedias— al tiempo que la división y el descrédito llevarán a la izquierda a perder posiciones. Muchos de los indignados mexicanos se abstendrán mientras que es probable que otros se decidan a anular. La representación electoral de la izquierda podría acabar siendo precaria.

            Tampoco el clamor en contra de la corrupción evidente —encendido por el escándalo del conflicto de intereses alrededor del financiamiento de la casa familiar de Peña y avivado por el de la casa de campo del secretario de Hacienda, que ha tenido más eco de la mitad para arriba de la escindida población mexicana— va a afectar electoralmente al gobierno. El PAN, posible beneficiario del voto anticorrupción, no está en su mejor momento ni tiene ya elementos para proclamarse en adalid de la honradez en la política. También de los sectores acomodados y de la derecha se van a nutrir las conductas antipartidistas, como la abstención y el voto nulo. Mientras, el PRI mueve a su hueste a golpe de reparto de televisiones y subsidios. Los candidatos independientes que logren superar los ingentes requisitos para su registro apenas si recogerán algo de la descomposición partidista.

            Así, el gobierno y el PRI pueden salir fortalecidos, al menos en lo que a representación formal se refiere. No veo, tampoco, grandes sobresaltos para el partido incumbente en las elecciones de gobiernos locales. Es probable que en todas las elecciones de este año el abstencionismo aumente; sin embargo, el que no vota deslegitima, pero concede. Habrá que ver de qué tamaño acaba resultando el déficit de representatividad de los partidos tradicionales, pero eso no tendrá efecto práctico sobre la integración de la cámara, las legislaturas locales y los ayuntamientos, ni sobre quiénes serán los nuevos gobernadores en nueve estados del país.

            Un resultado electoral aceptable le puede dar aire a Peña Nieto y le puede permitir cerrar en falso la crisis, patear hacia adelante el balón de las reformas necesarias. Sin embargo, los monstruos de nuestra pesadillas seguirán estando ahí: un orden jurídico enclenque, sustituido por mecanismos alternativos para la solución de los conflictos sociales, ya sea con el uso directo de la violencia —para dirimir la falta de cumplimiento de los contratos entre narcos, por ejemplo— o por medio de la corrupción; unos cuerpos de seguridad del Estado arbitrarios, incapaces de comportarse de acuerdo con la ley y de respetar los derechos humanos, ineficaces en sus actuaciones, sin capacidad técnica para cumplir con sus funciones, que negocian la desobediencia de los particulares de manera corrompida; una tradición patrimonialista entre los políticos que, de uno u otro partido, ven los cargos públicos como la oportunidad para hacer negocios privados…

            Un país que opera con altos grados de incertidumbre, con una polarización social extrema, que vive inmerso en una crisis de violencia terrible, no puede generar las condiciones necesarias para el crecimiento económico sostenido. La agenda de reformas estructurales de Peña, que durante años se nos anunciaron como la llave de la prosperidad nacional, va a mostrar muy pronto su estrechez y su ineficacia para detonar un crecimiento de largo plazo con distribución. Si este gobierno no se renueva con un nuevo programa reformista que vaya en serio en el sentido de construir legalidad y rendición de cuentas en todo el arreglo político, acabará siendo uno más de los sucesivos gobiernos fracasados de las últimas dos décadas y México seguirá produciendo resultados económicos mediocres, con frenazos recurrentes, mantendrá su desigualdad y su violencia endémica y seguirá siendo un lugar de baja calidad para vivir para la mayoría, aunque unos pocos sigan sacando gran provecho.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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