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María Rivera

08/04/2020 - 12:03 am

Mi vida en la cuarentena

Quizá lo peor de esta temporada sea el desasosiego sordo que nos acompaña, el miedo a la fatalidad que ya aqueja a cientos de familias mexicanas.

En cuanto a México, por desgracia, la información no ayuda mucho a centrarse en uno mismo, por más que uno lo intente. Foto: Crisanta Espinosa Aguilar, Cuartoscuro.

Escribo esta columna con aquellos que, en medio de estos tiempos aciagos, se preguntan cómo vivir o sobrevivir mejor, no a la infección de COVID-19, sino al enorme ruido que hay en las redes, en los medios, por todos lados. Información falsa, información fidedigna, información importante, información irrelevante, información útil e información inútil. Yo no sé si usted, querido lector, ha notado el fenómeno, pero por momentos tanta información resulta abrumadora porque a menudo acrecienta la angustia. Nuestras vidas, de golpe, se confinaron al espacio de la casa y nuestro único contacto con el mundo exterior es la red. Más interconectados que nunca y, al mismo tiempo, más aislados, me pongo a pensar en cómo la información puede ser benéfica o nociva. No se entienda, por esto, ningún apetito de censura. Obviamente, las noticias deben existir y la prensa, en estos difíciles tiempos, no solo ocupa un lugar capital, sino que su función debe ser más valorada que nunca: seguir informando pese a los riesgos no es fácil, ni cubrir la muerte y la desgracia. No me refiero pues a la pertinencia de la información sino a los efectos que causa en cada uno. Y es que ante una situación como la que atravesamos parecería que tendríamos que estar hiper-informados para sobrevivir, cuando, en realidad, lo mejor para sobrevivir a estos tiempos, según recomendaciones de especialistas, es centrarse en uno mismo, en el interior, buscar cierta tranquilidad frente a una situación que nos rebasa. Poder respirar con tranquilidad, no dejarse llevar por el pánico y la angustia. Yo, por ejemplo, me informé obsesivamente desde el mes de enero. Vi todo lo que pude y leí todo cuanto pude, naturalmente, sin la zozobra que actualmente vivimos hoy. Para mí, la información no ha hecho sino confirmar una historia que el mundo pudo ver en tiempo real como un anuncio trágico hace unos meses: las mismas imágenes, las mismas historias que en China repitiéndose en Italia, en España, en Estados Unidos, en Ecuador. Solo espero que así como la vida se ha restablecido estos días en Wuhan, el primer epicentro de la epidemia, suceda, más pronto que tarde, en el resto del mundo y que antes de una segunda oleada los seres humanos podamos desarrollar una vacuna o encontrar un tratamiento eficaz para tratar la enfermedad.

En cuanto a México, por desgracia, la información no ayuda mucho a centrarse en uno mismo, por más que uno lo intente. O al menos eso me pasa a mí, que apenas me doy abasto entre las labores domésticas, de cuidado y las laborales, con un ruido de bajo volumen constante y ominoso. Es una ironía que supuestamente teniendo “más tiempo” haya perdido el poco que tenía o el que me sobraba y que ni siquiera sabía que tenía y que ahora luzca como un paraíso de despreocupación. Sencillamente, no acabo. Trabajo más que antes, limpio más que antes, cocino más que antes, leo mucho menos que antes y, como escribía en mi columna pasada, mis manos parecen un campo de batalla donde un día pierden y el otro también. Y es que lo que era sencillo antes, ahora se ha vuelto tortuoso: lavar un patio, comprar comida, ahora implican toda una serie de medición de riesgos y medidas: no salir, pedir el súper a servicios telefónicos saturados, desinfectar la comida, tirar los envases, implementar contenedores, hacer “zonas seguras”, desinfectar los guantes si no se consiguen nuevos, desinfectar las manijas, lavarse las manos, no meter zapatos al interior de la casa, lavar ropa, cocinar para la familia, lavar trastes, escribir los textos pendientes, buscar apoyos, buscar guantes, temer contagiarse, sentirse contagiado, pensar en las catástrofes, tomarse unas cervezas, olvidarse un momento, pensar en el futuro de nuestros hijos, de nuestros padres mayores, recriminarse los kilos, las cajetillas de cigarros, los descuidos. Ah, nuestra nueva vida. Quizá lo peor de esta temporada sea el desasosiego sordo que nos acompaña, el miedo a la fatalidad que ya aqueja a cientos de familias mexicanas.

Contra toda esta adversidad, y sorpresivamente, he descubierto, sin embargo, algunas joyas que jamás pensé que adquirirían tal dimensión curativa: el jabón de pasta neutro para mis manos, combinado con vaselina y la música de Satie como un remedio infalible para estos tiempos convulsos: desde mi juventud no tenía una necesidad tan acuciante de ella. Remansos de tranquilidad creados por otros que se abren como auténticos parajes de consuelo. Y vaya que los necesitamos si pensamos en el desabasto criminal de insumos médicos que se está evidenciando estos días, la vulnerabilidad extrema en que personal médico está trabajando, sin protocolos, y que significa una terrible noticia, el decreto de extinción de fideicomisos de ciencia y cultura o el estado de indefensión en el que han caído millones de personas que se quedaron sin empleo y sin medios de subsistencia.

Le deseo, querido lector, que haya usted encontrado algún alivio similar: su jabón de pasta o su Satie para los días que corren.

 

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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