LECTURAS | Un hombre malo, de Dathan Auerbach

09/02/2019 - 12:03 am

Ben pierde a su hermano Eric en un supermercado. A cinco años de aquello, con el recuerdo de Eric siempre presente, Ben se emplea como repositor en ese local. Hay que buscar y buscar a su pariente, pero eso le costará muy caro.

Ciudad de México, 9 de febrero (SinEmbargo).- Un hombre malo te perturbará de forma lenta pero segura… Auerbach exprime el terror de los días y las noches de la Florida semiurbana. Hace que el tiempo se detenga hasta que la obra se termina de leer.

Un día cualquiera, en un pequeño pueblo en Florida, un adolescente va al supermercado con su hermanito de tres años. Todo parece normal hasta que, repentinamente, el niño desaparece.

Cinco años después, sin ningún hallazgo y con la familia deshecha, Ben decide entrar a trabajar a la misma tienda. Poco a poco comienzan a aparecer pistas acompañadas de personajes oscuros, elementos irreconocibles, olores fétidos. Hay algo extraño en la atmósfera; la maldad cohabita en los trabajadores del supermercado, en la gente del pueblo, en la policía misma. Pero su incansable búsqueda y su desesperada necesidad de saber la verdad le cobran un precio muy caro: debió ver las señales, escuchar las advertencias, ignorar las pistas, detenerse cuando ya estaba muy cerca… simplemente dejar de buscar.

Un hombre malo, de Dathan Auerbach. Foto: Especial

Fragmento de Un hombre malo, de Dathan Auerbach, con autorización de Océano.

Prólogo: un cuerpo en los bosques

En el punto más sofocante de un verano en el norte de la Florida, dos niños jugaban en un bosque del que siempre habían prometido mantenerse alejados. Los árboles gruesos y amenazantes formaban un entramado que podría engullir a cualquiera que no conociera el camino. Pero ellos lo conocían, de la misma manera que todos los niños que crecen cerca de bosques lo conocen: correteando entre los árboles hasta que éstos renuncian a sus secretos. Incluso ese día salieron ilesos, aunque tal vez un poco cambiados. La historia que les contarían a sus padres más tarde ese día era una mentira: no sólo habían visto el cuerpo.

La verdad era que el chico mayor había sido el que lo había encontrado, y no había sido por casualidad, sino por violencia. Dirigiendo su frustración contra el mundo hacia sí mismo, guardaría su ira para los indulgentes árboles. El chico más joven lo siguió y observó, la escena era tan natural y turbulenta para él como una tormenta; todo lo que se podía hacer era quedarse atrás y esperar no quedar atrapado en su camino. El mayor golpeaba a los árboles con sus propias extremidades y arrojaba las pequeñas ramas tan lejos como lo permitían sus brazos y la gravedad, no de manera aleatoria ni en medio de una rabieta: era de algún modo más metódico. Montones de hojas muertas y hormigueros explotaron en las puntas de sus botas, mientras los dos niños hablaban de cosas tranquilas, cosas felices.

Ese día de julio, estaban debatiendo sobre qué tan grande pensaban que debía ser el sujetador de la vecina, cuando las palabras se detuvieron tan abruptamente como lo hizo la bota. Las botas pasan a través de hormigueros. Los hormigueros secos se sienten como si ni siquiera estuvieran realmente allí para empezar. Primero un golpe suave y rápido, y luego no hay más que cuero persiguiendo arena. Los hormigueros húmedos son un poco diferentes. Ésos regresan la patada, que sube por la pierna y entra en la rodilla. Tienes que golpear más duro en ellos o tu bota sólo estará levantando tierra. Y entonces, ¿cuál es el punto? El chico mayor había pateado fuerte, lo suficiente para atravesarlo, pero su pierna zumbó como un bate que hubiera pegado contra el concreto.

No fue hasta que el más joven comenzó a gritar y tirar de la camisa del mayor que pudo comenzar a darle sentido a lo que había detenido su pie. Él no había pateado un hormiguero. El chico se quedó allí por un rato, aturdido, con su bota al costado de un rostro descompuesto, antes de que su amigo por fin lograra llevárselo de ese lugar.

El chico mayor se ganó una paliza, pero fueron los padres del chico más joven los que se enojaron más. Su rabia se vio atenuada sólo por una especie de alivio turbio que cayó sobre ellos como una ola de barro, cuando supieron que su hijo había entrado y salido del peligro antes de que siquiera tuvieran la oportunidad de saber que estaba allí. En realidad, el niño nunca entendió sus reacciones. Él estaba bien. Nada había sucedido. Pero era sólo un niño. No podía entender el miedo que se siente al tener un hijo, saber que una parte de ti mismo está afuera, en el mundo, y sólo lo puedes proteger con advertencias y reglas que pueden ser ignoradas y rotas; saber que la conexión neuronal es tan lejana que cualquier mensaje de auxilio tardaría una eternidad en llegar a ti; sentir dolor ante la expectativa de la agonía.

Los padres del joven dijeron tantas cosas para grabar ese verano en su mente, como si de alguna manera pudiera, o quisiera incluso, olvidarlo. Él tenía que ser más cuidadoso, decían. La próxima vez, algo podría encontrarlo a él. Su pueblo, pequeño como era, no era diferente de cualquier otro: un pozo muy profundo lleno de historias de fantasmas, por lo que sus padres acudieron a éste y le presentaron las historias sobre otros niños que también habían estado bien hasta el momento en que no lo estuvieron.

¿Qué hay de ese niño en la fábrica de papel? Tenía la misma edad que tú, más o menos. Trepó hasta una ventana rota a ocho metros de altura, y se rompió ambas piernas cuando cayó de la plataforma. Estuvo allí durante casi dos días antes de que alguien lo encontrara.

¿Y esa niñita, la que no bajó del autobús escolar ese día porque nunca subió? Escuché que su madre había estado en la parada del autobús toda la tarde pensando que tenía que haber algún tipo de error. Pero el mundo no comete errores, ¿me escuchas? Lo que hace es tontos que piensan que la mala suerte no los encontrará. No importa quién seas, ni cuántos años tengas.

Sólo pregúntale a ese pequeño, aunque no es que puedas.

No era nada más que un niño pequeño. Sólo un momento y desapareció en el aire. Puf.

Para los padres, tal vez más desconcertante que la historia del chico era el hecho de que él no se preocupara por lo que le contaban. Pero es difícil que los chicos se preocupen. Son inmortales por sus propios medios. Sólo a medida que pasan los años parecen darse cuenta de que van quedando cada vez menos por delante. No se sabe cuándo llegará esta conciencia, pero con el tiempo suficiente, el Tiempo te hace consciente de ti mismo. Mirando hacia atrás, podemos ver que hemos hecho algunos viajes, pero en algún momento todos aprendemos que el horizonte no nos seguirá por siempre. Sólo podemos esperar que todavía haya un camino por recorrer antes de que el borde se cuele bajo nuestros zapatos. Qué tan lejos queda es algo que nadie puede adivinar, pero estamos acercándonos al precipicio todo el tiempo. Los padres del chico decidieron apresurar esa lección para su hijo, y funcionó, más o menos. Todavía se aventuraba, pero miraba hacia atrás más a menudo.

Los dos amigos regresaron al lugar unos meses después, charlando durante todo el camino por el bosque sobre las cosas que los padres del más joven le habían dicho, añadiendo sus especulaciones y adornos a cada fangoso paso. Estaban hablando sobre el niño desaparecido cuando llegaron al claro, pero una vez que estuvieron ahí, el aire se volvió tan vacío como la Tierra. Se quedaron quietos por un momento, mirando fijamente a la tierra. Sólo había una hendidura lisa en el suelo donde había estado el cadáver, como la tierra húmeda debajo de una piedra excavada. Sabían que la policía se lo había llevado; había estado en las noticias, después de todo. Pero ninguno de los chicos dijo nada al respecto. Ninguno de los dos dijo nada en absoluto, de hecho. Sin embargo, tendrían que haber continuado su plática. Había pocos lugares en la Tierra donde habría sido más apropiado hablar sobre ese pequeño niño perdido.

Pero no había mucho más que decir, en realidad. Los padres del más joven le habían dicho lo que sabían, y eso no era mucho. Lo que los padres recordaron fue que el niño tan sólo había desaparecido un día, como el humo de un cigarrillo en el viento. Lo que no sabían era que el pequeño se llamaba Eric.

Habían visto volantes buscando a Eric aquí y allá a lo largo de los años. Es decir, sus ojos habían pasado por ellos de vez en cuando, pero hasta ahí llegó su imagen. No lo sabían porque nunca lo miraron en realidad. Nadie lo hace nunca.

Tampoco supieron que Eric tenía un hermano mayor llamado Ben o que en realidad se habían cruzado con sus cien kilos un par de veces antes. La primera vez fue en una tienda de manualidades, cuando él caminaba con su hermanito; la segunda fue años después, cuando salió a buscarlo.

Podrían haber sabido que eso era lo que Ben estaba haciendo si se hubieran detenido para hablar con él cuando se acercó, pero no lo hicieron, así que no se enteraron. Tal vez no habría hecho ninguna diferencia. No por lo que no sabían, sino por lo que Ben no sabía. No era su culpa, sin embargo.

Ben no tenía forma de saber que debería haber dejado de buscar.

En total, sólo había dos personas en todo el mundo que lo sabían.

Primera parte: Perdido o encontrado

–¡Listo o no, allá voy!

El patio delantero y el trasero eran zonas prohibidas. Eric lo sabía, pero Ben cerraba las puertas de cualquier forma cuando jugaban. Hasta los niños de tres años conocen la única regla verdadera cuando se juega a las escondidas: no ser atrapado. Eventualmente, los límites del juego se expandirían. Quizás en algunos años. Ben sólo podía imaginar los escondites que Eric descubriría una vez que fuera oficialmente liberado de paredes y habitaciones.

—¡Conozco todos tus escondites, amigo! —se burló Ben mientras entraba al pasillo que comunicaba sus habitaciones y el baño.

Una risita ahogada flotó desde la habitación de Eric. Ben retrocedió para darle un poco más de tiempo al reloj. Ésta era la quinta ocasión que jugaban esto en la última hora, que era unas cinco veces más de lo que Ben hubiera querido, pero al menos este juego le daba algo de tiempo a solas. Cuanto más tiempo le dedicara a la búsqueda, menos frecuentes serían los gritos y los ataques de risa. Era difícil jugar para ambos: su casa era bastante pequeña, y Ben era más que bastante grande para ser un quinceañero. No había prácticamente ningún lugar donde pudiera ocultarse. Pero los turnos de Ben para esconderse eran sólo una ceremonia de todos modos. Una formalidad.

Las risitas de Eric eran la banda sonora del juego, cada vez más ruidosas y más descontroladas entre más se acercaba Ben. Incluso sin ellas, por lo general Ben sabía en dónde estaba escondido su hermano. En este momento, Eric estaba en su habitación. Pero Ben encontraba a Eric sólo algunas veces. La mayor parte del tiempo, Ben dejaba que Eric se colara ruidosamente de regreso hasta la base.

—¡Un dos tres por mí! —gritaría Eric.

—¡Ay, caramba! —protestaría Ben.

Era un juego bastante divertido, pero el entusiasmo de Ben por él no era tan fuerte como el de su hermano. Parecía que Eric podría seguir jugándolo por siempre si se salía con la suya. Ben entró en su habitación y se puso los zapatos. Pronto tendría que irse a la tienda. Ben golpeó sus nudillos contra la pared detrás de su cabecera.

Toc. Toc. Toc.

Ninguna respuesta. Eric se hacía el listo todo el tiempo. El pasillo perpendicular a Ben y Eric conducía a la habitación de sus padres y estaba lleno de fotos familiares en marcos baratos.

—¿Estás por aquí?

En la cocina, Ben pasó otra vez el pulgar por la lista de compras que su madrastra le había dejado. Deidra cocinaba bien y a menudo. La mitad de las veces era difícil para Ben imaginar cómo esos ingredientes podrían funcionar juntos, pero siempre lo hacían. Ella era talentosa en casi todo lo que emprendía, y emprendía muchas cosas. La casa estaba llena de retazos de sus pasatiempos antiguos y nuevos. Una mesa en forma de óvalo conectaba el comedor y la cocina dado el hecho de que era demasiado grande para el pequeño espacio. Se trataba del mejor mueble de la casa, aunque de seguro habría sido más adecuado para una con más metros cuadrados. Ben empujó los cajones y los gabinetes de la pequeña cómoda en la esquina del comedor.

—¡Voy a encontrarte!

—¡Un dos tres por mí! —gritó Eric mientras se lanzaba sobre Ben.

Aun con lo pequeño que era Eric, la pierna izquierda de Ben era lo suficientemente débil como para que perdiera el equilibrio. La cadera de Ben golpeó el borde de la cómoda, y una pequeña figurita Hummel cayó desde la repisa de la chimenea. Ben se tambaleó y sacó los brazos, tratando de atrapar con torpeza la muñeca de porcelana hasta que descansó segura contra su pecho.

—Tranquilo —dijo Ben, pero Eric no oyó o no le importó. A través de sus rizos castaños, sus brillantes ojos color avellana sonrieron mientras gritaba y reía alrededor de la mesa.

—Ahora tú te escondes —dijo el pequeño.

—No puedo y no quiero —Ben suspiró y colocó la estatuilla de nuevo en el estante—. Tenemos que ir corriendo a la tienda, amigo.

—¿Para qué?

—Para que no te mueras de hambre.

—No quiero ir.

Ben se frotó el muslo izquierdo con la palma de su mano.

—Ése no fue el trato, ¿lo recuerdas? Jugaríamos por un rato, y luego iríamos a la tienda. Además, yo iba a conseguirte algo, pero no puedo recordar qué es lo que te gusta. ¿Eran chícharos?

—No —dijo Eric, y rio.

—Nah, ni siquiera pensé que fueran chícharos. Es mostaza, ¿cierto? Un gran frasco de mostaza era lo que querías.

Eric negó con la cabeza.

—Reesees Peesees.*

—¿Patas de cerdo arrugadas? ¿Quieres unas patas de cerdo, amigo?

—No

—Eric rio de nuevo y empujó a su hermano.

—Bueno, ve a ponerte los zapatos, y podrás mostrarme lo que quieres, porque no logro entender de qué estás hablando —Ben sonrió al ver a su hermano correr hacia su habitación.

El aire era sofocante. La mano derecha de Ben regresaba continuamente al dobladillo inferior de su camisa para alejarla de su enorme estómago, pero la atracción era invencible y la tela se pegaba a su cuerpo como una cortina de baño de una tienda de dólar. Su otra mano estaba llena de Eric.

—Mira a ambos lados —dijo Eric mientras se acercaban a la carretera principal.

—Está bien, amigo —respondió Ben.

Mientras Eric inspeccionaba el asfalto, giró a su animal de peluche en sincronía con sus propios movimientos; sus ojos negros de cúpula reflejaban y deformaban el mundo que los rodeaba. Pasó un automóvil y Eric metió al pequeño rinoceronte bajo su brazo.

—Cuidado, Stampie —dijo mientras el polvo envolvía a los tres.

Ben sintió que la mano de su hermano se apretaba con más fuerza mientras cruzaban la calle.

Ben cojeaba más a medida que se movían en medio de la crecida hierba a lo largo de la cuneta, entre los árboles y el pavimento. Una vieja lesión molestaba y pedía consideración a cada paso. El dorso de su mano derecha brilló con una fina capa de sudor cuando la apartó de su frente. Deberíamos haber ido más temprano, pensó Ben.

Eric daba exagerados pasos largos mientras seguía el ritmo de su hermano mayor, y sus pies pisoteaban matas de hierba y terrones secos de tierra que estallaban en penachos marrones bajo sus pequeños pies. Una canción flotó en murmullos a través de sus labios cerrados, una sin duda heredada de su madre. Ben una vez le había preguntado si tenía una canción para todo; ella le respondió que estaba trabajando en eso.

Ben sintió unos dedos pequeños envolverse alrededor de su muñeca y luego los pies de Eric dejaron el suelo.

—No hagas eso —dijo Ben. Miró a su hermano, que colgaba de su brazo como si fuera un columpio. Ben se inclinó hacia un lado para bajar los pies del niño a la tierra. Eric rio y luego se dejó caer hasta el suelo y su mano se deslizó de la de su hermano.

—Basta… —suspiró Ben, su espalda se sentía como una vieja bisagra mientras movía sus manos hacia su hermano—. Vas a mancharte la camisa —la muñeca de Eric se sintió delgada y frágil en el agarre de Ben cuando levantó a su hermano para que se pusiera en pie. Hizo girar a Eric y sacudió la tierra y la hierba de su espalda—. Vamos —dijo Ben, caminando hacia delante.

Eric gimió mientras extendía su brazo.

—Vamos de la mano —insistió. Ben obedeció y jaló a Eric. Después de unos pocos pasos más, Ben sintió un tirón en el hombro cuando Eric de repente clavó los talones en la tierra y su mano se deslizó una vez más. El chico se dejó caer de espaldas sobre la hierba, donde se recostó entre risas, mientras largas hojas de un color verde enfermizo cosquilleaban contra su pálida piel.

—¡Maldición, Eric! —espetó Ben. Pero Eric seguía retorciéndose, riéndose cada vez que lograba deslizar su mano fuera de la de su hermano y volvía a caer en el mismo lugar sobre la hierba seca que ya tenía su cuerpo marcado—. ¡Ya es suficiente! —escupió Ben. Agarró la muñeca de su hermano y tiró de él hasta dejarlo en posición vertical. Eric se enfurruñó pero lo aceptó después de un rato.

La tienda se encontraba prácticamente en el centro del pueblo, aunque el pueblo estaba tan torcido y extendido que dependía de cómo se midiera su centro. La compañía que construyó la tienda lo había medido por la densidad de población. Había un buen número de vecindarios cerca del de Ben, pero más allá de la tienda, el camino y el pueblo mismo se reducían a nada.

Árboles y prados. Prados y árboles. Esas cosas no contaban para Ben de ninguna manera, aun cuando parecieran devorar todo el horizonte. Ben miró a lo lejos mientras él y Eric caminaban por el estacionamiento de la tienda, una alfombra plana de asfalto que brillaba como si estuviera mojada en días calurosos como éste.

No había nada sorprendente en el lugar más allá de lo grande que era. El enorme bloque rectangular se sentaba en el soso pueblo como si lo hubieran dejado allí por error, como si lo hubieran dejado caer en el camino hacia un lugar más grande y bullicioso. Era la tienda de comestibles más grande del pueblo por mucho.

Cuando Ben activó el sensor, las puertas automáticas retumbaron y se sacudieron torpemente contra su marco. Con gran esfuerzo, la parte inferior de las puertas golpeó contra la pista de metal, y toda la abertura chirrió como una boca hacia los lados. Ben podía sentir el chirrido en sus pómulos. Y mientras éste perduraba, parecía arrastrarse por el resto de su cráneo.

—Jesús —Ben se agachó y volvió la cabeza. Incluso Eric pareció notar la incomodidad de Ben, aunque el chico miró a su hermano mayor por sólo un instante antes de lanzarse como un mosquito alrededor de Ben cuando entraron a la tienda.

Eric había establecido su propio curso, que Ben trabajó atentamente para corregir.

—Recibiremos tus dulces en la caja, amigo —Ben reflexionó sobre lo absurdo de tener que hacer tratos con un niño tan pequeño, y lamentó haberle prometido dulces a Eric, pero no había otra moneda con la que se pudiera negociar con él. Le daría los dulces una vez que llegaran a casa. En poco tiempo, sus padres regresarían, y sería su responsabilidad contener a este pequeño torbellino—. Vamos, amigo. Necesito que mi cuerpo reciba algo de agua —dijo Ben, guiando con suavidad a Eric por el hombro.

Ben agitó el borde inferior de su camisa otra vez, para intentar forzar al aire fresco entre la tela y su piel mientras caminaban hacia la parte posterior de la tienda. Su dolor de cabeza parecía empeorar con cada paso, como si hubiera un tornillo de banco invisible sujeto alrededor de su cráneo que amenazaba con aplastarlo.

—Galletas —suplicó Eric, señalando detrás de sí mismo hacia la panadería.

—Entonces no hay dulces. El pequeño reflexionó sobre la elección por un momento, resopló, y luego marchó hacia la mano extendida de Ben. Ben despeinó el cabello de Eric.

—A Stampie le gustan más los Reese’s Pieces, creo.

—Sí —sonrió Eric. El bebedero era mezquino. Sin suficiente presión para formar un arco, el agua se filtraba lentamente de regreso al dispensador de metal. Ben colocó sus labios sobre la boquilla, con el protector curvado contra su mejilla, y se llevó el agua tibia a la boca. Puso sus manos en la cintura de Eric y lo levantó con un gruñido para que el niño pudiera hacer lo mismo. El agua goteó por el mentón del pequeño mientras Ben lo dejaba caer.

—¿Tienes que ir al baño? —preguntó Ben, haciendo un gesto hacia la puerta blanquecina. Eric negó con la cabeza.

En tanto caminaban por los pasillos, Ben persiguió su dolor de cabeza con la punta de los dedos. Había comenzado justo por encima de las orejas y había viajado hasta las sienes, que ahora frotaba mientras veía a Eric rebotar de un lado al otro del pasillo. Ben tomó una lata de ejotes del estante y condujo a su hermano al siguiente pasillo.

Los brazos de Ben estaban cubiertos para el momento en que llegaron a la caja. Latas y cajas se tambaleaban y se movían en sus brazos cruzados mientras se encontraban parados en medio de una larga fila. La solitaria cajera sostenía charlas de cortesía al tiempo que pasaba los códigos de barras por el escáner. La cabeza de Ben se partía un poco más con cada penetrante tono de la caja registradora, que se iba haciendo cada vez más fuerte a medida que los clientes frente a él avanzaban.

Eric extendió la mano y dejó caer a Stampie sobre la banda transportadora entre los víveres de una anciana.

—Lo siento —dijo Ben, levantando un poco sus brazos ocupados para mostrarle a la mujer que no podía recuperar el juguete. Ella sonrió y tiró del rinoceronte por el cuerno.

—Oh, bendito sea su corazón —dijo con tono cariñoso—. Creo que será mejor que se quede contigo, dulzura —añadió, inclinándose para entregárselo a Eric.

—Gracias, señora —dijo Ben. Eric empujó el juguete de regreso hacia la banda mientras la línea avanzaba. Por fin, y con gran alivio, Ben dejó que su carga cayera sobre la negra banda. Arrebató a Stampie de los comestibles de la mujer y se lo devolvió a Eric.

—Deja de hacer eso, ¿de acuerdo? —dijo en voz baja.

Mientras Ben acorralaba las latas que se escapaban, sintió un tirón en la parte inferior de su camisa.

—Tengo que ir al baño —susurró Eric.

—No, no tienes que ir.

—Sí tengo.

—Te pregunté hace cinco minutos si tenías que ir —susurró Ben.

—Pero necesito ir ahora —dijo Eric, pellizcando y tirando de la entrepierna de sus pantalones. La fila avanzó y Ben llevó su mirada de su hermano a la gente detrás de él.

—Vas a tener que aguantar o perderemos nuestro lugar.

—Tengo que hacer pipíiiiii —protestó Eric. Ben estiró la cabeza hacia la parte posterior de la tienda, intentando calcular el tiempo que tardaría en llegar al baño y regresar.

—¿Es tan urgente que vayas justo ahora? ¿No es una broma?

—No es broma

—Eric se retorció.

—Yo puedo llevarlo —dijo un hombre a través de una barba tan gruesa que Ben sólo podía ver el pelo moviéndose cuando hablaba. Tenía ojos cálidos y una voz suave.

—No. No, está bien, pero gracias.

—En verdad, no hay problema —respondió el hombre, tendiéndole dos dólares—. Sólo paga esto por mí con el resto de tus cosas —señaló una barra de pan frente a él en la banda.

—Se lo agradezco, señor —dijo Ben mientras devolvía la carga del supermercado a sus brazos—, pero será mejor que yo lo lleve. Vamos, Eric —los dos hermanos se deslizaron más allá de la serpenteante fila. Ben se detuvo para dejar sus comestibles en una caja vacía.

—¿Qué hay de mis dulces?

Ben exhaló pesadamente por su nariz. Una punzada de dolor surgió de su rodilla como si se estuviera estirando para alcanzar a su compañera, en el cráneo de Ben. Con pasos desiguales, Ben llevó a Eric de regreso al baño. Para cuando llegaron, Eric estaba llorando. La puerta se abrió con un fuerte gemido y el olor a lejía dominó la nariz de Ben. Una negra cicatriz de moho perfilaba el fregadero de porcelana astillado. El urinario estaba demasiado alto en la pared para que Eric lo alcanzara, así que Ben lo condujo al solitario inodoro. El cubículo era muy estrecho para que pudieran entrar los dos, de manera que Ben dejó la endeble puerta abierta mientras ayudaba a Eric con el botón de sus pantalones.

—Puedo hacerlo —protestó Eric.

—De acuerdo —dijo Ben mientras se retiraba—. Adelante. Echó un vistazo a la entrada del baño para averiguar si había alguna manera de cerrar la puerta con llave, pero no encontró ningún cerrojo. Ben se apoyó en el marco del cubículo. Un hombre entró al baño, asintió hacia Ben, usó el orinal y luego se fue sin lavarse las manos.

—Lo tengo —dijo Eric, mientras comenzaba a orinar con los pantalones apilados contra sus zapatos.

—Buen trabajo, amigo —dijo Ben. Abrió el grifo y se echó agua fría en el rostro.

—Uups —gritó Eric.

Ben asomó la cabeza al cubículo y vio a Stampie flotando en el agua sucia. Suspiró.

—Puedo atraparlo —dijo Eric mientras se subía los pantalones. Extendió un brazo hacia el agua ondulante, pero Ben lo detuvo rápidamente.

—Ve y párate por allá —murmuró Ben, señalando hacia el lavamanos. Eric entrelazó sus dedos con torpeza y tomó su posición asignada mientras Ben pescaba con cautela el rinoceronte de peluche del inodoro. Lo sostuvo en alto y observó cómo varias corrientes de agua se fundían en una sola. Continuó sosteniéndolo con el brazo extendido, giró sobre sus talones y dejó caer el juguete en el lavamanos antes de abrir el grifo. Los grandes dedos de Ben se deslizaron en la caja de metal de la pared, donde deberían haber estado las toallas de papel, para descubrir que era sólo un caparazón vacío.

—Quédate aquí —Ben señaló firmemente a Eric y luego empujó la puerta de madera. Cuando se cerró detrás de él, Ben abrió la puerta contigua del baño de mujeres—. ¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien aquí?

Al no recibir respuesta, Ben se escabulló, tomó un puñado de toallas de papel rápidamente y pateó la puerta hacia atrás en un esfuerzo por mantenerla abierta. Con las toallas de papel en la mano salió del baño de mujeres y se dirigió a la otra puerta.

—¡Todo limpio! —exclamó Eric cuando Ben entró. En las pequeñas manos estaba Stampie, cuyos grandes ojos y sonrisa inclinada ahora parecían tristes mientras su pelo se doblaba por el agua… el agua que goteaba hasta los brazos de Eric. Había manchas húmedas en su pantalón y camisa.

—¡Jesús, Eric! —gritó Ben.

Eric retrocedió y acercó más a Stampie a su cuerpo—. No —Ben le arrebató el juguete al niño—, él no está limpio, y ahora tú tampoco —los latidos en el cráneo de Ben palpitaban sonoramente en sus oídos.

—¡No lo lastimes! —gritó Eric.

—No voy a lastimarlo. Me estoy preparando para limpiarlo —atascó el rinoceronte agresivamente contra el dispensador de jabón.

—¡Lo estás lastimando!

—¡No, no es así! Él está bien. ¿Ves?

—Ben empujó el juguete hacia el rostro de Eric antes de llevarlo de regreso a la pequeña cascada en el lavamanos.

—¡Déjame hacerlo! —dijo Eric, alcanzando el lavamanos—. Tú estás siendo cruel. ¡Déjame!

—¡Es sólo un juguete, Eric!

—No, ¡él no lo es! ¡Tú lo dijiste!

Ben exprimió a la criatura y luego la envolvió de toallas de papel. Eric aún intentaba alcanzar el rinoceronte cuando Ben golpeó el gran botón plateado en el secador de aire. La máquina silbó un instante antes de que arrancara el zumbido del aire caliente.

—¡Yo puedo hacerlo! —insistió Eric, tirando de los antebrazos de Ben.

—¡Pero no lo harás! —gritó Ben. Podía sentir el dolor de cabeza en sus dientes ahora. Cristo, duele. Esto ha tomado mucho más tiempo de lo que se suponía. Ben se preguntó si alguien se habría llevado sus compras ya. Tendría que recolectar todo de nuevo.

—¡Dámelo! —exclamó Eric, tirando de la camisa y el brazo de Ben.

—No te estás ganando ningún dulce así —Ben apartó su brazo y liberó su camisa de las manos de su hermano

—. ¡Déjame en paz! —gritó.

—Nooooo —gimió Eric, deteniéndose en la vocal. Con un clic, el motor se detuvo. Incapaz de notar la diferencia entre seco y sólo tibio, Ben tuvo que esperar un momento para que la tela se enfriara. Volvió a presionar el botón. El constante y bullicioso zumbido del secador cubrió su mente de la misma forma en que el aire se movía y se curvaba alrededor del contorno de sus manos. Miró de reojo a su hermano, que estaba parado con el rostro retorcido y húmedo en el lugar exacto donde Ben le había indicado.

Ben colocó su frente contra la baldosa fría en la pared, ignorando las negras vetas del yeso. Eric no podía ser culpado. No en realidad, de cualquier forma. Era sólo un niño, lo suficientemente mayor para tener preferencias y deseos, pero demasiado pequeño como para esperar que pudiera controlarlos o manejarlos. La persona en la que se convertiría todavía tenía mucho trabajo por delante. Cualquier discordia entre sus estados de ánimo o temperamentos sólo podía ser culpa de Ben.

Ben lo olvidaba a veces. Demasiado a menudo pensaba que Eric era más grande de lo que era en realidad, que podía tener más control.

Un escalofrío recorrió la espalda y el cuello de Ben, y sintió que la presión dentro de su cráneo disminuía. Los ojos negros de Stampie lo miraron, reflejando y distorsionando su propio rostro. Se veía más viejo, más pesado. Sus ojos estaban hundidos y oscuros. Un egoísta desamparo tiró de su corazón. Intentó someterlo, pero no pudo.

Ben volvió a presionar el botón plateado, saboreando el ruido. Se disculparía, le diría a Eric que todo había sido una broma. Habría dulces después de todo. ¿Acaso su hermano mayor no era muy gracioso?

Mientras la tormenta menguaba, Ben pasó sus dedos por el rinoceronte. Una débil niebla, que apenas pudo sentir, salió lanzada desde los extremos de las fibras.

—Lo siento, amigo —dijo Ben; su voz hizo eco en el lugar. Giró su cabeza hacia el lavamanos—. Stampie está a punto de…

Pero Ben estaba hablando con el espacio vacío.

—¿Amigo? —dio vueltas alrededor del baño y empujó la puerta del cubículo detrás de él. Su corazón latía con fuerza y una ola cálida se estrelló en su nuca—. ¿Eric?

Con manos temblorosas, colocó a Stampie en el borde del lavamanos y abrió la puerta de par en par. Sus ojos se lanzaban y se detenían con torpeza tratando de asimilar todo lo posible, pero se vio obligado a revisar lentamente para poder ver en realidad lo que estaba buscando.

La música desechable se filtraba de los altavoces escondidos en el techo. Los pies de Ben se movieron con rapidez a lo largo del pasillo trasero de la tienda. Su cabeza se dirigía sin cesar hacia la derecha para mirar por cada pasillo forrado de comida por el que pasaba zumbando. Su pecho no paraba de sacudirse.

Reprimió el impulso de llamarlo, de gritar por su hermano a todo pulmón. Porque aún no era real. Todavía había esperanza. Y gritar lo haría real de alguna manera. La puerta se abriría, el viento se llevaría las palabras y todo esto se convertiría en una parte del mundo. Recorrió los pasillos tres veces antes de que su voz se quebrara.

—¡Eric! —gritó Ben en medio de las perplejas caras de los clientes.

—¡Eric! —gritó de nuevo. Su pulso se aceleró y su mente hizo su mejor esfuerzo para evitar entrar en pánico. Estará en el siguiente pasillo, se aseguró a sí mismo. Él estará en el siguiente pasillo. Un juego. Esto sólo es un juego, trató de decirse a sí mismo. Le encanta jugar, ¿por qué no lo haría aquí? ¿Por qué no en este lugar?

—¡Voy a encontrarte! —intentó gritar Ben, pero sólo emergió un gemido mientras sacudía la cabeza. Más pasillos vacíos. Más extraños mirándolo. Ben ahuecó sus manos alrededor de su boca y bramó:

—¡Un dos tres por ti! Nada. Está bien. Esto estaba bien. A los niños les encanta vagar por ahí todo el tiempo.

—¡Eric! —gritó.

Húmedos hilos corrieron por las mejillas de Ben, pero él no se dio cuenta, o tal vez simplemente los ignoró. No eran reales de cualquier forma. Esto era un sueño. No estaba sucediendo. Esto no podía estar pasando. Más clientes se volvieron hacia él, sus conversaciones cesaron.

Ben se encontró corriendo, con su estómago rebotando incómodamente. Su rodilla izquierda ardió y se apuñaló a sí misma, amenazando con amotinarse. Sin ninguna cortesía o consideración, Ben esquivó a un cliente y luego a otro. Cuando un carrito de compras chocó contra su vientre, sus manos se agarraron a los bordes y lo arrojó fuera de su camino. Maldiciones indescifrables lo persiguieron mientras se abría paso hacia el frente de la tienda. Un colorido paquete llamó su atención cuando se acercó a la primera caja. Dulces. ¡Se fue por dulces! Pasillo por pasillo Ben repasó todos los estantes, esperando encontrar a un niño pequeño arrodillado con el rostro medio escondido detrás de una envoltura brillante y arrugada.

Al final de la fila, Ben encontró que sus comestibles todavía se encontraban dispersos por la banda transportadora sin uso. Una sensación de hundimiento se apoderó de su estómago. Sus ojos atravesaron la tienda de un extremo a otro. Panadería. Comida congelada. Comestibles. Farmacia. Desde casi todas las secciones, había ojos que lo miraban fijamente, pero ninguno de ellos eran los que él quería ver.

Las suelas de los zapatos de Ben chirriaron contra las baldosas cuando se acercó a la cajera de la fila que había abandonado un rato antes.

—¿Hanvistoaunniñopequeñopasarporaquí? —suplicó Ben, levantando la palma de la mano de manera paralela al suelo para indicar la altura. La cajera negó con la cabeza como si no entendiera la pregunta. Frustrado, Ben repitió la pregunta más lentamente; cada pausa se sentía como un tiempo precioso desperdiciado. Una vez más, la cajera negó con la cabeza, esta vez con comprensión—. Llámenlo, por favor —dijo Ben, su voz se quebró cuando se dio media vuelta—. ¡Por los altavoces!

La pierna de Ben se dobló brevemente mientras se dirigía hacia la entrada de la tienda.

—Hey, ¿cómo se llama? —le preguntó la cajera.

Ben se volvió, con el rostro estremecido por el dolor y el pánico.

—¡Eric! —gritó. Ben se movió tan rápido como pudo hacia las puertas, que se abrieron lentamente mientras se acercaba. Calculó mal el abismo que había entre ellos, y éstas se sacudieron cuando su gran cuerpo golpeó sus marcos.

—Por favor, Eric dirígete a…

Varios autos daban vueltas por el estacionamiento. A su derecha, dos vehículos estaban saliendo y se alejaban. Sintió que su cuerpo lo jalaba hacia ellos, pero sus pies se plantaron justo al frente de la tienda. Una ansiosa indecisión llenaba su pecho: cada lugar que no revisaba era uno en donde Eric podría estar. Y cada lugar que revisaba significaba que no estaba buscando en otro lado. Cada elección parecía equivocada.

Ben trotó inseguro hacia una camioneta que deambulaba por uno de los carriles, lejos de la tienda. El sudor corría por su espalda y sus costados, le picaba en los ojos. La camioneta aceleró mientras Ben se acercaba, pero no pudo correr más rápido.

—¡Hey! —jadeó—. ¡Hey! —Ben agitó sus brazos, pero la camioneta ya se alejaba.

Ben volvió corriendo a la tienda. Su pecho se estremecía tan violentamente como sus piernas. Las puertas se abrieron tartamudeando: las ruedas se habían descarrilado tras la colisión de Ben. Todos lo miraron cuando entró, con sus rostros poseídos por algo. ¿Juicio? Lástima tal vez. Ben no pudo verlos. Ben sólo pudo ver a la cajera, que sacudió la cabeza y se encontraba sola.

—¡Eric! —gritó. Pero sólo hubo silencio.

Eric se había ido.

Dathan Auerbach. Foto: Especial

Dathan Auerbach nació en el sur de Estados Unidos. En 2011 comenzó a publicar en línea una serie de historias de terror para un foro. Tras una exitosa campaña de financiamiento que rebasó sus expectativas, las adaptó y creó la novela Penpal. Actualmente vive en Florida

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