ADELANTO de ¿Y ahora pa’ dónde? | “Stop. Paren el pánico. Pensemos. Hagamos neurobics”

09/03/2019 - 12:00 am

¿Y ahora pa’ dónde? propone una mirada diferente en un mundo en constante cambio muchas veces acechado por los viejos paradigmas.

Ciudad de México, 9 de marzo (SinEmbargo).– En 2006 los economistas neoliberales aseguraban que la humanidad había inaugurado una era de crecimiento perpetuo. Después vino otro mantra neoliberal: China manipula sus cifras de crecimiento y pronto su economía se desmoronará. Hace poco, con motivo del Brexit, se habló del colapso de Inglaterra y de Europa a un mismo tiempo… La lista de profecías es interminable.

El propósito de este libro va en sentido contrario. Su intención es frenar simbólicamente la velocidad de las cosas. «Stop -escribe este destacado y desparpajado economista mexicano-. Paren el pánico. Pensemos. Hagamos neurobics. No dejemos que la circulación indefinida de información, rumores, tuits, teorías conspirativas nos ganen lo único que nos permite tomar decisiones óptimas: la razón.»

¿Y ahora pa’ dónde? propone una mirada diferente en un mundo en constante cambio muchas veces acechado por los viejos paradigmas. Desde esta perspectiva analiza la relación entre cultura y desarrollo, nuestra relación con el TLCAN de Trump, cómo están enlazadas la economía y la política, el fin de la ortodoxia neoliberal, la corrupción en México y en el mundo, y muchos otros temas.

Con el permiso de Debate, SinEmbargo comparte a sus lectores un adelanto de ¿Y ahora pa’ dónde?, de Jacques Rogozinski.

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Introducción

Borregos

Es muy extraño el mundo cuando nos creemos todo lo que nos cuentan.

2006, ¿recuerdan? En aquel año no había economista neoliberal, agencia calificadora, ni centro de estudios que no predicase que la humanidad había ingresado en la era del crecimiento perpetuo. Un año después estallarían las hipotecas tóxicas en Estados Unidos y esa humanidad que supuestamente iba a vivir en estado de éxtasis se encontró con una crisis financiera global desastrosa.

Hace no mucho tiempo salió otro mantra: los chinos mienten. Sus cifras de crecimiento están manipuladas, decían. La economía de China colapsará tarde o temprano y cuando eso pase el planeta entrará en la Era del Hielo y, tal vez, hasta vuelvan los dinosaurios.

Y déjenme anotar a la lista 2016 en Estados Unidos… el Brexit. Todos hemos oído lo que debíamos oír. ¡Colapso británico! ¡El fin de Europa! ¡El acabose! No hubo ni hay, otra vez, economista importante ni centro de estudios que no creyese que Inglaterra se encerró tras sus fronteras para revivir la Edad Media, que Europa se desmoronará por un posible efecto espejo tras el Brexit (y no por sus fallas internas) y que la economía global estará seriamente afligida. Y puede ser, o puede que no.

En todo caso, mantra que se repite, mantra que queda y que genera un runrún de rumores e hipótesis repetidas hasta por los taxistas como verdades indiscutibles. Twitter es una carrera desenfrenada de aullidos y en Facebook se lamentan hasta los creadores de los memes de gatos por el futuro de la reina de Inglaterra. Pero, ¿y si no es tan así? ¿Y si estamos otra vez practicando otro ejercicio de borreguismo?

Este libro es un intento por frenar simbólicamente la velocidad de las cosas. Stop. Paren el pánico. Pensemos. Hagamos neurobics. No dejemos que la circulación indefinida de información, rumores, tuits, teorías conspirativas nos ganen lo único que nos permite tomar decisiones óptimas: la razón. Ganemos con calma. Matemos al borrego o, al menos, atémoslo. Contemplemos el escenario, volvamos a pensar y, recién después, actuemos. Respiremos hondo. Cautela. Vamos otra vez.

Cuando decidí escribir este libro, de algún modo una continuidad del anterior, Mitos y mentadas de la economía mexicana, me propuse ratificar un método: en vez de correr tras la voz de alarma, yo me detendría a ver qué tan real es esa alarma; en vez de reaccionar como manada, pensar y repensar opciones. Este libro, entonces, es un intento por proponer miradas distintas a fenómenos comunes. De no seguir ni la receta general ni la tribuna popular.

Cuando cambian los contextos, las teorías deben cambiar, adaptarse. Necesitamos frenar la desesperación y empezar a pensar cómo actuamos ante el cambio de variables que impone el mundo. Porque si pensamos que el mundo es menos tenebroso de lo que parece, las crisis pueden mostrar una salida posible inexplorada, las posibilidades pueden ser mejores que la desesperanza reinante.

Hace 25 años, si alguien hubiese dicho que en 2017 habría una gran proporción de países donde las tasas de interés estarían en cero, lo habrían llamado loco, cuando menos. Si en los años noventa el Fondo Monetario Internacional hubiera pronosticado que este año nos encontraríamos con países desarrollados pensando hasta en imponer tasas negativas para favorecer el consumo,2 habríamos pedido que encerrasen al economista lunático que gustaba jugar a los dados con el futuro del mundo. Si hace 15 años se hubiera dicho que la empresa de alojamiento más grande del mundo no sería dueña de un solo hotel (Airbnb) y que la de transporte no tendría un solo vehículo (Uber) también los habrían llamado locos.

Pensemos, repensemos. Actuemos con cautela.

Vayamos lento. En este libro me propongo ofrecer más preguntas que respuestas, más miradas heterodoxas que el confort de los lugares comunes. No ir a la velocidad histérica de Twitter, que demanda responder cada cinco segundos o quedarse fuera de la discusión de la Historia en tiempo real. Proponer ideas de debate más allá de la maniquea polémica en que vivimos. Y, sobre todo, discutir la manía a crear tendencias de dos datos, a ver una crisis mundial en cada conflicto, a declarar el fin de la historia en actos desesperados…

Cuando en economía se discute acerca de programas de crecimiento, se suele servir la mesa con un recetario más o menos conocido, en general propuesto, sugerido y, en ocasiones impuesto, por organismos multilaterales o financiado por corporaciones detrás del aparente muro independiente de los centros de estudios universitarios y medios de comunicación. En México y las naciones en desarrollo conocemos qué fue el Consenso de Washington, hemos visto demasiadas veces las recetas incompletas del Banco Mundial o el fmi, pero pocas veces hemos tenido la oportunidad de pensar cómo el crecimiento se ha dado por fuera de esos catálogos de medicamentos duros para naciones enfermas.

Quiero que este libro proponga algo de eso, mirar el crecimiento y desarrollo económico más allá de la receta institucionalizada. ¿Que las grandes naciones crecen porque son productivas? Seguro, pero también porque operan atentas a cómo el recetario se ajusta a sus peculiaridades culturales, un tema subvalorado en las grandes esferas del pensamiento económico. ¿Que las grandes naciones son dinámicas? Por supuesto, pero también han sido actores cuestionables de la Historia de la humanidad, valiéndose desde la esclavitud al colonialismo (no tan antiguo) para elevar la calidad de vida de sus ciudadanos. ¿Que son precisos orden, legalidad, sostenibilidad, previsibilidad para crecer? Sin duda, pero ¿qué tal si miramos cómo esos países exitosos también se valieron de muchas ideas que no nos cuentan, como secretos bancarios, industrias armamentistas globales y hasta paraísos fiscales para beneficiar sus mercados internos?

Quien llegue a estas páginas no debe esperar un libro tradicional, entendiendo por ello uno que discute variables incomprensibles para la ciudadanía, sino uno que pretende llevar la mirada a un terreno de debate llano, pero no por eso menos intenso y profundo.

¿Y ahora pa’ dónde? se pregunta el título de este libro. Trazo algunas líneas para pensar esos caminos posibles (y los que no) en las páginas que siguen. Los invito a seguirlas, sin borreguismo.

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Este mundo

La cocina que somos.

De los caracoles de jardín a la heterodoxia china

En un episodio de una serie sobre cocineros en Netflix, el chef David Chang, dueño de la cadena Momofuku en Estados Unidos y Australia, visita a su colega René Redzepi en Copenhague. Redzepi es el propietario y cerebro creativo de Noma, varias veces elegido el mejor restaurante del mundo. En el episodio, narrado por Anthony Bourdain, Redzepi lleva a Chang al campo danés a recorrer los baldíos de pastos naturales que crecen a la orilla del mar. Allí, Redzepi recoge flores y hierbas y algunas plantas menores. En un momento, el chef danés invita a Chang a hincarse junto al mar para mostrarle una especie de mata baja y verdosa, tan peculiar que parece ser un ingrediente único de su país. Chang asiente, festeja y Bourdain, en off, cuenta que el chef ha llevado la cocina nórdica a nuevas alturas creativas gracias a eso, ingredientes de los patios de Dinamarca.

Unos instantes más tarde, Redzepi y Chang están en el laboratorio de Noma, un pequeño barco amarrado al muelle justo al cruzar la calle del restaurante. Cocinarán, y en ese proceso, aparecerá la esencia de Noma. Redzepi presenta a Chang una nuez escandinava, cilantro de la costa, espárragos blancos que crecen también junto al mar, las flores del color de lavanda que recogió en el pastizal y un plato completo hecho con una mezcla de plantitas salvajes, raíces y hojas del campo. En un momento, echa los espárragos sobre una reducción de mantequilla de vacas criadas a pocos kilómetros de Noma. Luego quita la clara a un huevo de faisán perfectamente pochado, riega unas escalopas con salsa de chícharos verdes y arrima un fermentado de naranja de pulpa roja a otro platillo. Es un festín para los ojos.

Redzepi bromea: acaban de hacer un platillo que tomó cinco horas de preparación, pero cinco minutos de armado y será devorado en apenas treinta segundos. La broma provoca la sonrisa de los dos chefs, pero no alcanza a superar la fascinación de Chang mientras contempla cómo esa maravillosa combinación de elementos simples y naturales se convierte en un platillo por el que miles de personas aceptan quedarse en una lista de espera de dos años para saborearlo en Noma. Eso que está sobre la mesa de trabajo, dice Redzepi, es un producto único con ingredientes igualmente únicos, venidos de una granja en un área específica del país que también es dueña de una tierra única.

¿Adónde voy con esto? El show que narra Bourdain y donde Redzepi deleita a Chang (y a los televidentes) se llama The Mind of a Chef, la mente de un cocinero, y es una perfecta metáfora sobre cómo operan las personas, las instituciones y las naciones en relación con el crecimiento y el desarrollo económicos.

Redzepi en Noma o Thomas Keller en The French Laundry o el mismo Bourdain o Ferrán Adriá o Massimo Bottura y numerosos otros cocineros famosos de todo el mundo suelen participar en programas de televisión o escribir libros y realizar documentales que muestran su historia y el modo en que trabajan. Esos chefs no temen desvelar sus recetas, paso por paso y con detalle. Es como si quisieran que sus televidentes y comensales, usted o yo, nos animemos a tratar de hacer esos platillos excepcionales en casa. Exhibiéndolas, parecen querer decir que cualquiera puede ejecutar esas delicias y convertirse en una estrella en el vecindario.

No es una mala idea, pero es bastante temeraria. Porque, por ejemplo, podríamos tener los mismos hornos, sus ollas y sartenes, los mismos utensilios e implementos, podríamos tener incluso el mismo diseño de la cocina del chef que adoramos y hasta podríamos conseguir que alguien nos despache desde las playas de Copenhague las flores y espárragos que recoge Redzepi. Pero algo siempre faltará. Para empezar, y por algo el show se llama The Mind of a Chef, ninguno de nosotros tiene el talento de esos cocineros. Ninguno de nosotros es cada uno de ellos. Yo no me llamo Bourdain, usted no se llama Bottura. El talento es parte indispensable de la ecuación para hacer que un plato resulte muy bueno o, en el mejor de los casos, idéntico al que el chef prepara.

Pero no sólo eso. Hace poco leía en el blog de Discover Magazine que una de las razones por las que en Estados Unidos no se hacen buenos espressos —así los coffee shops hayan comprado las mejores cafeteras del paese—, es porque, sencillamente, no tienen el mismo tipo de agua que en Italia, y el agua incide en el sabor de un café. Y si no es eso, puede ser, en el caso de un platillo o un vino, el terroir, como decía Redzepi, que hace que un ingrediente sepa distinto en un país o en otro (nada más prueben un Merlot francés y un Merlot chileno).

Talento, entonces. Diferentes tecnologías. Ingredientes parecidos, pero no idénticos. Una vez puestos entre trastos, numerosas cosas pueden hacer que un horno no funcione igual en el Noma de Redzepi que en la cocina de nuestras abuelas. Y si eso es tan evidente en un asunto sensible pero relativamente manejable como hacer un platillo, imagine cuánto más complejo es intentar reproducir una receta económica cuando sus lineamientos fueron pensados para un tipo de sociedad, una economía específica con actores productivos organizados según reglas determinadas y moldeados por una cultura determinada, y quien quiere aplicarlos vive en otra economía, sociedad y cultura completamente distintas. Y digo todavía más: una fórmula que fue exitosa en 1920 no es igualmente pertinente el día de hoy en el mismo país que la aplicó.

Las recetas económicas, como los ingredientes particulares que citaba Redzepi a Chang, tienen su propio terroir. Nacen para un tipo de economía, no pueden ser trasladadas mecánicamente a cualquier otra nación. Aunque tengamos la cocina de nuestra economía con todos los ingredientes posibles, las mejores ollas y sartenes y tal vez hayamos contratado a los mejores cocineros disponibles, algo siempre incide para que no se dé el mismo sabor del Noma o de El Bulli o la Trattoria Toscana. Y en economía, ese ingrediente que puede hacer que mucho no salga como se desea, es la cultura.

En mi libro Mitos y mentadas de la economía mexicana escribí:

La cultura es, en la suma de los ingredientes, el agua del caldo del pollo. Cambia de país en país e, incluso, entre las ciudades de una misma nación. Su peso específico arruina o eleva la sopa; indigesta o acaricia nuestro paladar. La cultura, han finalmente descubierto los académicos, no es circunstancial: posee enorme valor en la definición de las posibilidades de crecimiento de un país. “Como bien entendió Adam Smith, la vida económica está profundamente incrustada en la vida social, y no puede ser entendida separada de las costumbres, moral y hábitos de la sociedad en la cual ocurre”, escribió Francis Fukuyama en Trust. “En suma, no puede ser divorciada de la cultura”.

Los economistas, sobre todo los occidentales, nos han llevado de las narices por demasiado tiempo con un discurso insípido que supone la economía como una ciencia neutral, limpia, sin motivaciones ideológicas, como si estuviera hecha nada más de relaciones lógicas tan racionales que los agentes económicos parecen antes partes de una computadora que seres humanos con aciertos y errores.

Desde Adam Smith hasta los teóricos modernos, incluidos los keynesianos, ha existido comprensión, cuando no acuerdo, de que la economía es un fenómeno político que no puede ser divorciado del proceso social pues está sujeta al comportamiento de los individuos. Las personas tomamos decisiones racionales e irracionales tan a menudo como varias veces al día. Compramos bienes cuando no debemos, los vendemos en el peor momento, y viceversa. El gran neurobiólogo Oliver Sacks5 decía que nuestro cerebro está cableado para engañarnos y llevarnos a hacer cosas que, racionalmente, con calma, quizás no haríamos. ¿Cómo entonces un producto tan humano como la economía va a ser un ejercicio de laboratorio, una aproximación de cálculos y no una obra nacida de la cultura de una sociedad?

Por eso no se pueden aplicar recetas at large. En la Universidad de Oxford dicen que variables críticas para el crecimiento de una economía son la tasa de interés, la confianza del consumidor, el precio de los activos, los salarios y el tipo de cambio, el sector bancario, los niveles de infraestructura, el desarrollo de tecnología y la, digo yo, extremadamente laxa categoría de “capital humano”. Finalmente, el Banco Mundial tiene un catálogo de variables con incidencia sobre el crecimiento económico que es aún más extenso que las precedentes. En su “Informe sobre el crecimiento. Estrategias para el crecimiento sostenido y el desarrollo incluyente” cita 15 variables posibles y ninguna de ellas incluye la cultura como un factor decisivo.

Desde mi punto de vista, la idea de que una receta funciona en un país y puede hacerlo en otros, porque fue correcta una vez, es errónea. Por ejemplo, muchos economistas reiteran el discurso de que las naciones deben consumir para apuntalar el crecimiento. Sin embargo, no todas las naciones actúan del mismo modo frente al consumo pues no están relacionadas culturalmente con él de la misma manera. Un ciudadano estadounidense, criado en una cultura de satisfacción inmediata, puede tener un clóset entero de ropa que no se ha puesto ni se pondrá jamás, pero que adquiere porque puede, porque tiene incentivos (bajos costos, mucha rotación de moda, acceso a crédito barato que lo hace vivir permanentemente endeudado) a adquirir bienes en una sociedad que privilegia la acumulación. Un ciudadano japonés, en cambio, no reacciona del mismo modo. En Japón, que ha sufrido periodos cíclicos de recesión, se redujeron las tasas de interés a niveles ridículos para fomentar el consumo, y la sociedad sigue sin comportarse como la estadounidense. No consume mucho más. ¿Por qué? Porque el ciudadano japonés privilegia el largo plazo mientras el estadounidense es cortoplacista.

Por ende, siempre es mejor que los países cocinen el caldo de la prosperidad viendo qué poseen en sus propias alacenas. Un ejemplo claro de cómo se puede crecer con recetas propias es China. Mientras las naciones occidentales siguieron al detalle los dogmas del neoliberalismo expresados por el Consenso de Washington, China manejó su crecimiento exponencial tomando de Occidente lo que le servía y adaptándolo a su circunstancia.

China mira el mundo con óptica propia, y nos cuesta entender eso. El tiempo chino no es lineal sino circular; su ética es situacional, adaptada a la circunstancia y no aferrada a un conjunto de principios inamovibles; hay una variedad de edictos, posiciones y códigos legales antiquísimos que se aplican aún hoy, en ausencia de un sistema judicial al estilo del occidental. China tiene cerca de 1 400 millones de habitantes, más que la población entera del continente americano y Europa occidental sumadas, y una cultura que, junto a la judía, ha sobrevivido más de 5 mil años de guerras, masacres, plagas e historia. ¿Cómo Occidente puede dictar las normas a una cultura capaz de sobrevivir a todos los imperios (a todos) sin considerar sus peculiaridades? A la luz de la experiencia actual, no es China quien está siguiendo a Occidente en cada paso sino Occidente viendo qué elige China tomar de Occidente para sí.

A mediados de 2016 tuvimos otro ejemplo de cómo la cultura incide en la política y, definitivamente, en la economía de una nación cuando el mundo entero fue testigo del Brexit, el voto por el que Gran Bretaña puso fin a su participación en la Unión Europea. Las causas del Brexit son, antes que nada, profundamente culturales. Los votantes que definieron la elección tuvieron una triple combinación: muchos británicos tenían una mala situación económica comparada con la de muchos de sus conciudadanos; demasiadas personas estaban resentidas con el rumbo de la nación asociada a la EU, y, finalmente, una gran proporción de los votantes más viejos, temerosos de los cambios que tenía el país por delante, eligieron salirse del acuerdo continental.

Muchos otros, como quienes la pasaban mal económicamente, se apoderaron del sentimiento antimigratorio y se convencieron de que los nuevos vecinos que llegaban al país —principalmente de Europa del Este— eran quienes los dejaban a ellos sin trabajo. Esa enorme masa de votantes sentía que los logros de Gran Bretaña estaban siendo usurpados por personas sin lazos con su nación. Es el mismo sentimiento que inflamó a muchos seguidores de Donald Trump durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016.

Y es un sentimiento nocivo, pero también es realista y envía un mensaje a la clase política. Hay enormes franjas de la población dispuestas a aislarse del mundo si de ese modo creen que pueden retener o controlar lo que creen que son, se llame eso economía, nación o estilo de vida. Las sociedades se benefician de los intercambios, pero millones de británicos (como millones de seguidores de Trump o de la dirigente de ultraderecha francesa Marine Le Pen) le han dicho y siguen diciendo al mundo que prefieren renunciar a ellos para consolidar una cultura resistente a cualquier influjo extranjero. Las poblaciones, al parecer, están dispuestas a ceder parte de lo que los economistas llaman con pompa “posibilidades de crecimiento económico”, si con eso mantienen la idea de que son culturalmente autónomos.

Pero volvamos al inicio, a Redzepi y Chang en la cocina; ambos son chefs reconocidos, ambos trabajan con técnicas de base similares, ambos emplean el fuego y los cuchillos, la sal y el agua, pero ambos también llegan a resultados distintos empleando lo mismo. ¿Cómo que la cultura no incide? Veamos esto: en un momento del show, cuando comparten la cocina del restaurante, Redzepi presenta un sartén repleto de caracoles que había recogido en los jardines. Chang, deleitado, le cuenta que él no podría hacer eso en un restaurante de su país: ningún cocinero en Estados Unidos puede poner en un plato un ingrediente alimenticio cuya seguridad no haya sido verificada por el Departamento de Agricultura. Redzepi lo mira sin creer tal tontería. Chang se muestra avergonzado, como si él fuera el responsable de la norma, pero es así: los consumidores estadounidenses están acostumbrados, culturalmente, a que el Estado determine qué tipo de comidas pueden llevarse a la boca y cuál no.

Sobre el cierre de The Mind of a Chef, Redzepi y Chang tomaron revancha de aquel absurdo y eligieron cocinar escalopas. El tramo final del episodio fue la validación de que una receta o un ingrediente no son lo mismo manejados por manos distintas, de modo que mientras Redzepi preparó el molusco con fresas amarillas y delicados toques de hierbas, Chang empleó el mismo tipo de escalopa pero en un plato suculento y chispeante. Cada chef probó la receta de su colega y ambos celebraron la validez de sus diferencias culturales, un ejercicio que siempre resulta apetecible para los buenos paladares intelectuales.

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