Ego y olvido VI

09/11/2013 - 12:00 am

A veces, cuando uno vuelve a leer un texto que escribió veinte años atrás, no recuerda las circunstancias en que fue elaborado. Inclusive, el escrito le parece ajeno, como si lo hubiera elaborado otro. Es el destino de la mayoría de mis libros: el olvido. Entiendo que es un proceso en el que el texto cada vez más va siendo del otro, del lector, y que, por lo mismo, va dejando de ser mío.

Esto mismo me sucede con varios libros que he leído; es más, ni siquiera recuerdo haberlos leído y luego olvidado. Me ha enriquecido, o tal vez empobrecido; las relecturas las disfruto con mayor placer y, en ocasiones, me resulta tortuosas. Muchas veces me ha sucedido que al releer (recordar) algunos autores, no me había dado cuenta de la influencia que habían tenido en mi literatura e incluso en mi vida. Esto me ha permitido, modificar conductas y formas de pensamiento, reafirmarlas. Fue lo que me sucedió con Roberto Arlt, cuya literatura es melancólica y entonces supe de donde me venía esa melancolía de ver los días como un desastre. Es evidente, pues, el deterioro de mi ego.

El olvido, según van pasando los años, opera como una forma de mandar a alguna parte del cuerpo los archivos muertos. Gente que uno conoció muchos años atrás, experiencias lejanas que se tuvieron, se van a la zona oscura. Cuando esos archivos se esconden, al despertar al nuevo día como que el mundo es nuevo: el agua, las calles, las montañas distantes, la familia, la amada. Es la oportunidad de desinflar el ego, reducirlo.

El pintor Bram van Velde decía que él iba de olvido en olvido y que era la única manera de disfrutar el mundo, pero sobre todo de no pintar siempre lo mismo; ante cada tela en blanco, parecía como si hubiera olvidado cómo se pintaba. Decía: “No existe más que el presente. La tela es un instante que escapa a la perdición…No se puede saber nada. El saber no es de ninguna utilidad”. Desde luego que esto hacía de Velde un hombre vulnerable, en permanente inocencia, reconociendo a cada paso lo que era vivir. Es un riesgo que tal vez valga la pena correr, en especial en una sociedad de un nuevo ilustrismo, dominado por la ciencia y los opinadores, donde se valora más a los que saben, no a los que sienten ni a los que renacen a cada instante, los que desprecian al Ser que es inamovible… Por su lado, Beckett arribó a un momento en que las palabras ya no le decían nada, se topó con el silencio y se volvió aliado del olvido. Claro que Beckett no fue vulnerable, pues sabía que los zorros del mundo intelectual siempre estaban al acecho y se volvió huraño. Es obvio que el olvido lo lleva a uno a caminos semejantes y que puede volver a pisar las huellas de los mismos errores, pero nunca un equívoco es igual.

La filósofa española María Zambrano plantea que la historia de la humanidad ha ido de olvido en olvido en olvido en la medida de que las civilizaciones han ido desapareciendo. Según ella, estas hondonadas de oscuridad cultural es lo que fue conformando el inconsciente occidental, a diferencia de culturas milenarias, tal vez como la china o la musulmana. Habla de que no hay que verlo por lo negativo, que son momentos históricos necesarios para reinventar nuevas culturas y que el hombre vuelva a reconocerse. Pero estos olvidos sólo han creado nuevas decadencias, como la actual.

Entiendo que el olvido personal puede venir de una resistencia al intelectualismo, a las permanentes teorías que se van re-inventando, de no desear ver el mundo a través de metodologías. No en vano el zen y otras disciplinas de meditación buscan, en última instancia, el olvido de sí mismo hasta encontrar la blancura, la nada, un punto luminoso donde el espíritu reposa del recuerdo y de los saberes. El olvido puede otorgar la preservación de lo que el sentido común llama “capacidad de asombro”. En el mundo actual ya nada nos asombra, ni las guerras, ni los asesinatos, ni los fantasmas, ni la extinción de minerales y especies animales. El olvido podría ser una buena medicina para reencontrarse con uno mismo y su entorno.

Esto indica que sólo necesitamos una brizna de ego. Un poco de saber no le da poderío a nadie. Ser uno más entre los otros, asumirse como homo non sapiens, cómplice inevitable de las carencias de las generaciones futuras, impotentes en la crisis que se alargará en este siglo, en la decadencia de no haber sido “seres humanos”. ¡Lástima!

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