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Sandra Lorenzano

10/03/2019 - 12:00 am

El 8 de marzo y la edad de mi abuela

1. Me gustaría haber escrito este artículo después del 8 de marzo. Aunque ustedes estén leyéndolo el 10 –o como diría el querido Manuel Rodríguez Rivero, Mr. “Sillón de orejas”, en su columna semanal de Babelia, “si es que tengo algún lector o lectora”-, lo cierto es que lo estoy escribiendo el jueves 7, porque […]

“El congreso del estado de Nuevo León acaba de votar la penalización del aborto, ¡aún cuando esté en riesgo la vida de la madre!”. Foto: Cuartoscuro

1.
Me gustaría haber escrito este artículo después del 8 de marzo. Aunque ustedes estén leyéndolo el 10 –o como diría el querido Manuel Rodríguez Rivero, Mr. “Sillón de orejas”, en su columna semanal de Babelia, “si es que tengo algún lector o lectora”-, lo cierto es que lo estoy escribiendo el jueves 7, porque debo entregarlo por lo menos 48 horas antes de su publicación. Fecha intrascendente en el calendario de la humanidad, pero muy trascendente para mí porque un 7 de marzo de hace 59 años me asomaba al mundo por primera vez; abandonaba el tibio cuerpo de mi madre y comenzaba la aventura de la vida, para decirlo un poco cursimente (si no es en mi cumpleaños, ¿cuándo podré ponerme cursi?).

¡¡59 años!! Lo digo y me da vértigo. No tanto seguramente como me dará el próximo año cuando llegue al sexto piso. Aunque conozco maravillosas mujeres de mi edad y mayores –brillantes, creativas, irónicas, comprometidas, solidarias-, cuando digo el número 60 pienso en mi abuela. Lo siento pero es así. Y no es que mi abuela, mis abuelas, no fueran geniales, eh?

Por otra parte sólo me acuerdo que estoy cumpliendo 59 años cuando me miro al espejo. No tengo con los espejos una relación metafísica como Borges, ni una relación frívola o explorativa como adolescente en su primera noche de copas con amigas. Ni profunda ni superficial: la mía es una relación de sorpresa, como si cada noche el rompecabezas de mí misma (de mi cara, de mi cuerpo) se desarmara y yo tuviera que volver a armarlo en “el breve espacio” (Pablo Milanés dixit) en que me paro frente a mi reflejo.

Entonces hoy me desperté, me miré y me dije “Así que esto es cumplir 59: sentirme infinitamente más joven que mi cuerpo, infinitamente menos arrugada que mi cara y mis manos, y sorprendidísima de no estar cumpliendo 39 o 40 sino la edad de mi abuela”.

Pero decía que me gustaría estar escribiendo este artículo después del 8 de marzo para contarles la emoción enorme que me entra en las marchas de pañuelos verdes y corazones morados: en la ciudad de México, en Madrid, en Buenos Aires. Con mi hija, con sus amigas, con las mías, con nuestros amores, a veces cada una en una ciudad diferente, pero unidas por esa sensación maravillosa de lucha compartida, mezcla de fiesta y furia, de alegría y angustia. De urgencia siempre. Porque salimos a la calle y hemos salido ya a lo largo de muchos años, pero la realidad sigue siendo brutal: en México –país que ocupa el primer lugar en feminicidios en América Latina-, el congreso del estado de Nuevo León acaba de votar la penalización del aborto ¡aún cuando esté en riesgo la vida de la madre!! En Argentina, en los últimos diez años, una mujer ha sido asesinada cada treinta horas. En España, entre otras “lindezas”, la brecha salarial entre trabajadoras y trabajadores alcanza el 37 por ciento.

La derecha avanza a pasos agigantados: Vox, Macri, Bolsonaro, Trump, Salvini. También sobre eso hablaremos las mujeres el 8 de marzo. Sobre la violencia intrafamiliar y la violencia social. Feminismo no es mujerismo, ni debe serlo, tampoco puritanismo ¡attenti! Marta Lamas lo ha dicho durante años. Pero hay que reconocer que en la calle codo a codo, somos muchísimas más que dos. Me emocionan las más chicas, casi adolescentes, y las muy pequeñitas que llevan sus carteles; me emocionan las que se besan, las que se desnudan, las que están en su primera marcha y miran con fascinación, las punks, las darks, las trans… porque aquí, señoras, cabemos todas, y a las que crean que no es así difícilmente yo las llamaría feministas. ¿Tanta lucha contra el patriarcado para volvernos más excluyentes y prejuiciosas, y no más solidarias e incluyentes? De ninguna manera, compañeras: sumemos. Por eso me gusta la convocatoria al Paro Internacional Feminista y Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans.

El género, la clase, la raza, la etnia, son los vectores que marcan las exclusiones y marginaciones propiciadas por el neoliberalismo. Dice el colectivo Ni una menos: “Frente al fascismo neoliberal y colonial que quiere redoblar sus violencias, nosotras y nosotres paramos. Paramos porque nos mueve el deseo de revolucionar nuestras vidas. Paramos porque sabemos que se va a caer. Al patriarcado lo estamos derrumbando desde abajo”.

2.
Ay, querida Leila Guerriero, tienes razón: las mujeres no tenemos que aceptar encerrarnos en un corral para vivir sin violencia.  “¿La solución a las violaciones, los manoseos, los maltratos y el miedo es que aceptemos vivir en un corral?”, escribes. Y no, no lo es. Estoy de acuerdo contigo: hacen falta leyes y educación para cambiar las cosas, no corrales, pero los procesos legislativos y educativos son larguísimos. Y mientras tanto: ¿qué hacemos? ¿Nos dejamos violar, manosear, maltratar, atemorizar? ¿O aprendemos a cuidarnos? No es broma. Es cierto que también hay mujeres violentas y maltratadoras, pero las estadísticas muestran claramente que los vicitmarios suelen ser hombres. Hablando de taxis de mujeres para mujeres, escribes: “Esas aplicaciones y esos taxis dicen que las mujeres solo estamos seguras entre nosotras; acentúan la irritante idea de que todas las mujeres somos buenas (yo, de hecho, no lo soy…)”. El comentario “personal” que subrayo, lo tomo como una boutade. Porque no creo que ignores que cuando hablamos de este “no ser bueno” estamos hablando de violadores, maltratadores, asesinos, pederastas. Frente a eso, quédate tranquila: eres buena. Como ves, me enganché con tu artículo, porque basta subirse todos los días al metro de la ciudad de México en hora pico como lo he hecho durante largo tiempo, para agradecer que a alguien se le haya ocurrido crear vagones para mujeres. O haber vivido en una ciudad donde los secuestros en las calles se han incrementado de manera feroz y nos han obligado a crear estrategias de emergencia, como pasarnos secretamente este mensaje: “Grítame: ‘Hola Ana’ cuando alguien te esté llevando. No me llamo Ana, pero sabré que tengo que hacer algo por ti”; o donde no puedo ir de la mano en la calle con quien amo a riesgo de recibir comentarios ofensivos, o donde mi hija no puede salir con shorts o minifalda, o volver con sus amigas en la madrugada, porque serían declaradas culpables y linchadas socialmente si algo les sucediera. Donde las niñas de diez o doce años son obligadas a tener el hijo producto de una violación, como ha sucedido en la Argentina, en el último mes. Etcétera, etcétera. Los ejemplos y los datos los conocemos todas.
Y ojo que no pienso que eso tenga que detener la lucha por los cambios legales, educativos y sociales. Al contrario. Aunque también sepamos que, como lo ha dicho Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “El feminicidio es la expresión más extrema de la violencia contra las mujeres. Ni la tipificación del delito ni su visibilización estadística han sido suficientes para erradicar este flagelo que nos alarma y horroriza cada día”.

3.
Me enganché con la discusión que deja abierta el artículo de Leila Guerriero al mismo tiempo que leía Monstruas y centauras. Nuevos lenguajes del feminismo. Un libro de Marta Sanz que adoré. Estoy hablando de dos lecturas que hice entre anteayer y hoy. El artículo es del 6 de marzo, y el libro, publicado en octubre de 2018, va ya por la tercera edición; yo lo compré el 5 y lo devoré en unas horas.
“…estas páginas se componen del jugo gástrico con el que he digerido el Me Too, la carta de las intelectuales francesas y la huelga feminista de 2018. Son reflexiones dispersas y posibles vías de trabajo. Balizas. Puntos que se señalan en el mapa del tesoro”, aclara Marta Sanz en la primera página. Y va construyendo a partir de ahí un libro agudo, inteligente, irreverente y crítico, mezcla de memorias personales posfranquistas y análisis de la historia de las mujeres y de la situación actual. ¿Quién recuerda que antes de 1975 las españolas no podían abrir una cuenta bancaria por sí mismas? ¿O que hay zonas de México en que las mujeres no pueden heredar? Como ella, voy a las manifestaciones desde hace ya varias décadas, de manera indisciplinada: sin contingente fijo, bajo ninguna bandera específica, mirando a todas, entrando y saliendo, recorriendo, gritando con unas y brincando con otras, cuestionando siempre, mirando a las más chicas con esperanza. Qué fuertes se las ve, qué decididas, qué alegría y qué energía ponen en la lucha; qué ganas de que sigamos juntas muchos años y de que sean ellas quienes puedan terminar de abrir los caminos que nosotras iniciamos. Nuestras hijas, nuestras nietas y las que sigan.
Sin censura, sin puritanismos. No necesitamos que nos “corrijan” Caperucita Roja, pero sí necesitamos que las niñas sepan, por ejemplo, que pueden ser grandes especialistas en ciencia y tecnología. ¿Sabían ustedes que en los programas académicos relacionados con tecnologías de la información la participación de las mujeres es sólo del 3 por ciento, mientras en ciencias naturales, matemáticas y estadísticas del 5 por ciento? Las educamos para que interioricen que “eso” no puede ser lo suyo, que no les corresponde, que no podrán desarrollarse tan bien como los varoncitos. A pesar de saber ya que los índices de titulación son mayores en mujeres que en hombres, entre otros datos que hay que tener presentes.

4. Y cierro…
Me gustaría haber escrito este artículo después del 8 de marzo, les decía. Pero estoy ya saboreando los abrazos, los cantos y los encuentros que viviré mañana, con mi camiseta morada en honor a las mujeres que por primera vez marcharon exigiendo sus derechos, con mi pañuelo verde clamando por el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, y mis pancartas que dirán “Vivas nos queremos” y “Ni una menos” por las que han sido asesinadas. Caminaré por las calles de la ciudad en que me encuentre –sintiendo alrededor a mi hija, a mi madre, a mis amigas, a mis mujeres queridas- y orgullosa de estar cumpliendo hoy la edad de mi abuela de la que aprendí que las mujeres podemos y debemos ser libres, autosuficientes y solidarias. Enormemente solidarias. Vamos, salgamos con todas -y con quienes quieran sumarse- que todavía hay mucho por hacer.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).

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