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Óscar de la Borbolla

10/06/2019 - 12:04 am

Han muerto la vanidad y la grandeza

“Nos sigue importando ser reconocidos como en el Siglo XIX, que fue el siglo donde vivió y pensó Nietzsche”.

“El filósofo de hoy debería vencer la vanidad con su primera reflexión”. Foto: Especial

Decía Nietzsche que lo último que conquista el filósofo es la vanidad, ese deseo de ser reconocido por la valía de los propios méritos y ufanarse por ello. Y creo que esa sentencia sigue siendo acertada pese al derrumbe de muchos de los factores que antes cimentaban ese orgullo de uno mismo. Hoy, por ejemplo, la originalidad ha pasado a la historia: al ciudadano posmoderno no le importa que su obra sea original, más bien luce con orgullo su Frankenstein ecléctico o su pastiche retacado de deudas en el que se ensamblan sin pudor las aportaciones de otros; tampoco nadie se avergüenza del trabajo en equipo, pues, so pretexto de la complejidad de los asuntos, las creaciones de toda índole resultan trabajos colectivos de la industria de la invención donde el individuo se disuelve, y más aún ¿quien busca la perfección en nuestros días?, ¿quién se toma la molestia de pulir sin cesar, de corregir una y mil veces y de extender su tarea hasta construir un mundo completo con su obra?

Hacer algo por uno mismo -solito como decimos los mexicanos- y que ese algo no sólo sea valioso, sino distinto, original y, además, perfecto -que serían los pilares básicos de la vanidad- son atributos que hoy parecen no tener relevancia y, sin embargo, ahí sigue, como siempre, el pavoneo de los vanidosos. Nos sigue importando ser reconocidos como en el Siglo XIX, que fue el siglo donde vivió y pensó Nietzsche.

Habría que preguntarnos para acabar de una vez por todas con la vanidad: ¿de qué méritos propios, exclusivamente propios, nos envanecemos? Y ¿el reconocimiento de quién buscamos para colmarnos de orgullo por nuestras obras?, ¿quién o quienes son los que están del otro lado de nuestros magros esfuerzos? Y, finalmente, ¿por qué hacemos las cosas si no “al ahi se va”, sí “a lo mejor que queden”, pero no perfectas, no para sentirnos del todo orgullosos?

Creo que en ninguna actividad, a estas alturas de la historia, y de hecho en toda la historia, salvo en los primeros pasos, podemos emprender en ningún derrotero un proyecto que no esté ya manoseado, visitado, sembrado, adelantado de alguna manera: la originalidad absoluta queda excluida por el simple hecho de que somos seres sociales.

Creo, además, que el otro, ese alguien cuyo reconocimiento buscamos, no merece que nos tomemos demasiadas molestias, pues el “reconocimiento social” tan deseado, debería revisarse a partir de la idea de que la sociedad no es mayor que la suma de sus partes, y que la sociedad está compuesta por individuos, por personas de carne y hueso con tantas o más deficiencias que uno y que, en consecuencia, su reconocimiento vale exactamente muy poco. Porque nos hemos imaginado que la sociedad y el llamado Juicio Histórico son un tribunal supremo que sabe, que conoce y reconoce, cuando, la verdad, no son más que personas deficientes como las de hoy y las de ayer. En pocas palabras, todos son como mis vecinos.

Y finalmente, para lograr la perfección habría que poder escapar del tiempo, de ese ponzoñoso factor que con su sólo paso corroe y destartala cuanto está en el flujo de su cauce.

¿De qué podríamos envanecernos si nuestras hazañas más altas son frutos comenzados por otros y en las cuales nuestro yo se diluye en el trabajo grupal y sólo logramos, si nos va bien, lo mejor posible? El filósofo de hoy debería vencer la vanidad con su primera reflexión. Hoy ha expirado la grandeza. La grandeza de un Hegel capaz de decir: “He descubierto las leyes desde las cuales Dios piensa, desde su eternidad inmutable, el devenir de las cosas”.

Twitter:
@oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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