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Jorge Javier Romero Vadillo

10/09/2020 - 12:04 am

El erial partidista

Mi irredento institucionalismo me hace así voltear a las reglas del juego como causales efectivas de la ausencia de partidos.

Si queremos que, por fin, existan partidos, hay mucho por reformar. Foto: Rogelio Morales, Cuartoscuro.

Esta semana, en su artículo de Reforma, Jesús Silva–Herzog Márquez se pregunta por qué murieron los partidos políticos en México. Se refiere al fracaso de los partidos que hicieron la transición del monopolio del PRI a una débil poliarquía, los que sellaron el pacto de 1996. Coincide la pregunta de Silva–Herzog con la polémica desatada por la negativa de registro que decretó el INE a México Libre, el intento de partido con el que Margarita Zavala y, detrás de ella, Felipe Calderón pretendían volver a la primera línea política, y por la votación dividida con la que logró la patente el partido abiertamente evangélico Encuentro Solidario, trasunto del anterior Encuentro Social, que no alcanzó el 3 por ciento para mantener el registro en la elección de 2018, pero que está ampliamente representado en la legislatura gracias a su alianza con López Obrador.

En efecto, como dice Silva–Herzog, los partidos en torno a los que giró la política entre la última década del siglo pasado y la pasada elección de 2018 fueron sepultados por el cataclismo electoral que llevó a López Obrador a la Presidencia y a su coalición al control de la mayoría en ambas cámaras del Congreso, aunque esto último haya sido logrado con malas artes y fraudes a la ley. Hoy solo los restos del PAN parecen tener algunos signos vitales, mientras el PRI y el PRD deambulan como zombis que se resisten a aceptar el hecho de su defunción. Pero la causa de ese deceso se debe, me parece, a que nunca en México han existido auténticos partidos políticos con arraigo social, proyecto de país y causas compartidas por la militancia.

La mayoría de las fuerzas políticas que han competido en las elecciones a lo largo de la historia de México han sido redes de clientelas articuladas en torno a la figura de un caudillo político, o la gran maquinaria articuladora de lealtades personales y corporaciones que fue el PRI en sus buenos tiempos. El PAN fue lo más cercano a un partido de ciudadanos que ha existido en la historia de México, pero en su origen no fue más que un grupo insignificante de intelectuales católicos que pactó con el régimen en las postrimerías del gobierno de Manuel Ávila Camacho para obtener su registro con las reglas proteccionistas de la legislación electoral de 1946, por lo que nunca fue realmente una organización independiente del arreglo corporativo de la época clásica del PRI. Cuando mucho fue una “leal oposición”, como la definió uno de sus líderes más preclaros, Adolfo Christlieb Ibarrola.

En el margen, a la izquierda, hubo partidos de militantes, sobre todo el Partido Comunista, condenados a la semiclandestinidad, de la que salieron con la reforma de 1977. El proceso de construcción de un auténtico partido de izquierda democrático en México se truncó, sin embargo, en 1988, con la escisión del PRI y la subordinación del intento partidista de izquierda, el Partido Mexicano Socialista, heredero del registro conseguido con los votos del PCM en 1979, al caudillismo de Cuauhtémoc Cárdenas, alrededor de quien nació el PRD.

La razón por la cual no existieron partidos en México fue la eficacia del arreglo electoral proteccionista que, por medio del sistema de registro basado en asambleas, dejaba en manos del Gobierno la decisión de cuáles organizaciones podían competir por las migajas de representación que el monopolio del PRI les concedía. Por otra parte, la capacidad de cooptación con la disidencia de la maquinaria corporativa, por medio del reparto de rentas estatales a los díscolos que rápidamente dejaban de serlo, y el abstencionismo político de las elites intelectuales, cómodas en el seno del régimen, pues aquí no hubo grandes purgas ni censura abierta y las subvenciones fluían generosamente, impidieron el surgimiento de fuerzas opositoras articuladas en partidos. Las movilizaciones de protesta significativa fueron eficazmente reprimidas y no se tradujeron en proyectos orgánicos.

Mi irredento institucionalismo me hace así voltear a las reglas del juego como causales efectivas de la ausencia de partidos. La reforma política de 1977 abrió un resquicio que fue pronto aprovechado, pues entonces comenzaron a eclosionar renuevos partidistas que, sin embargo, se marchitaron cuando se dio la fractura del PRI en 1988 y esta absorbió a sus simientes. Por su parte, el PAN se expandió cuando parte del empresariado canalizó su descontento por la vía electoral a través de la patente del viejo partido católico, pero se trató de una utilización pragmática, que destrozo el núcleo doctrinario original de la organización y lo llevó al desastre de postular a Vicente Fox como primer candidato triunfador en una elección presidencial, paradoja que mató a Acción Nacional de éxito.

No hubo partidos en México hasta antes de 1977 porque las reglas lo impedían y solo propiciaban la existencia de comparsas que vivían de las migajas de representación que el régimen les concedía. Y no surgieron partidos reales después del pacto de 1996 porque las organizaciones que pusieron entonces las reglas revivieron el proteccionismo –no querían competencia efectiva– y diseñaron un sistema que solo generaba incentivos para redes de clientelas, no para partidos construidos en torno a un programa, a una visión de país y a listas de candidatos que los representaran. Los simulacros de partidos con los que contamos son producto del arreglo institucional y han generado simbiosis con esas reglas del juego.

Las reglas de registro de partidos en México deben cambiar, si queremos que la democracia sobreviva. Sin partidos reales, que representen proyectos de país con los que la ciudadanía se sienta identificada y que estén abiertos a representar la diversidad de intereses de una sociedad plural, no puede haber democracia sustentable. Pero las reglas que deben cambiar son las que obligan a hacer asambleas multitudinarias y las que impiden que una fuerza que no obtiene el porcentaje de votos requerido por el umbral para entrar al Congreso pueda volver a competir.

Por el contrario, las reglas que garantizan la laicidad de las fuerzas políticas y las que obligan a la absoluta transparencia de sus recursos deben sostenerse y fortalecerse. Por ello estoy de acuerdo con la decisión del INE de negar el registro a la mayoría de las organizaciones sobre las que dictaminó la semana pasada. Un 8 por ciento de recursos opacos es suficiente para desacreditar a un intento de partido. El tema del financiamiento de los partidos es polémico en todo el mundo y solo con absoluta transparencia de la financiación, los partidos podrán recuperar la legitimidad perdida.

Por lo que toca a Encuentro Solidario, coincido con la minoría de consejeros que votó contra su registro y me sorprende el voto del consejero Jaime Rivera a favor. La intervención de ministros de culto es inaceptable en la política mexicana, si queremos garantizar la laicidad que el actual Presidente pone en riesgo cotidianamente, como bien lo subrayó Ciro Murayama en su intervención. Y que las demás organizaciones no hayan alcanzado los requisitos por anomalías clientelistas en sus asambleas es prueba de que tenemos que diseñar otro criterio de entrada a la competencia electoral, que abra las puertas sin que ello implique la captura de rentas a través del financiamiento para los recién llegados. Si queremos que, por fin, existan partidos, hay mucho por reformar.

 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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