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Tomás Calvillo Unna

10/10/2018 - 12:00 am

El destierro de la Presencia

Estamos ante una imposición sistémica que erosiona nuestra consistencia y aceptamos sin mayores reparos, proviene de la barbarie filtrada por la tecnología como realidad comunicativa avasallante.

Paisaje. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

Náufragos de la intermitencia
nos adelantamos al futuro;
en la evocación del pasado
extraviamos el presente y
restamos nuestra edad.

 

Estamos ante una imposición sistémica que erosiona nuestra consistencia y aceptamos sin mayores reparos, proviene de la barbarie filtrada por la tecnología como realidad comunicativa avasallante.

La encarnación como concepto no sólo ha quedado desfasada sino incluso invertida. El espíritu mismo está amenazado. La batalla civilizatoria por erigir una conciencia social sobre el ser y su destino está perdiéndose.

La hegemonía tecnológica que ha suprimido cualquier pensamiento crítico sobre su dominación y sus propios dilemas, es capaz de apropiarse del tiempo y el espacio; las dimensiones que tejen la experiencia humana. Estamos aproximándonos a una asfixia cultural con pocos márgenes para sobrevivir. La violencia que comienza a expandirse de manera viral es una de sus expresiones.

Las tensiones psíquicas colectivas que intensifica el ciberlenguaje, repercuten no sólo en la ansiedad que se ha apropiado de los ritmos de la cotidianidad en las diferentes esferas públicas y privadas, laborales y de esparcimiento, sino también en nuestra propia dinámica estrujada, que impide a la misma imaginación y voluntad reconocer los pasajes físicos que nos permitan reencontrarnos sin necesidad de ninguna mediación tecnológica y más allá de la lógica de la mismas.

En estas condiciones necesitamos diseñar un atajo civilizatorio que nos permita, inmersos en esta condición, recuperar la respiración ontológica que restablezca el sentido profundo de las cosas. Si no comenzamos a reponer y balancear la pérdida del espacio, que la virtualidad ha enajenado, será difícil incluso hacer patente el lugar de la memoria como faro único de un devenir, que pareciera estar más cerca de su fin que del umbral de una nueva era.

El paisaje desaparece, no habrá herencia, ni siquiera huellas; solo el cascajo de interfaces rotas y el polvo de la industria mineral como ceniza.

En los ojos, en nuestra mirada, arderán las hogueras interminables de imágenes sin contenido: una asepsia cruel para salvar el unívoco camino del capital enrarecido; la crudeza de la carne en la honda orfandad perene al haber confundido la fuente y el origen de la imagen y la semejanza.

Desde esta perspectiva se puede advertir que lo sagrado está extraviado, la crisis de las iglesias y en particular de la católica, más allá de sus conflictos que en los últimos años han dañado profundamente su credibilidad, la hace perder incluso su poder de “intermediación” con el mundo de lo sacro.

La efervescencia del uso masivo de los gadgets, que produce un empoderamiento del concepto mismo de la creación; y la virtualidad como experiencia de representación que define una suerte de exilio de la incesante teatralidad en su mutación contemporánea; conforman este velocímetro cultural que no es ajeno a la desaparición de la Presencia.

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