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Susan Crowley

11/09/2020 - 12:03 am

Un extravagante genio llamado Modigliani

En la era de oro de las vanguardias, Modigliani no se dejó seducir por ninguna de ellas. No fue impresionista, futurista ni cubista.

Obra de Amedeo Modigliani
“La obra del artista habita en las noches de un rebelde indomable, transgresor de espacios con notas de alcohol, ajenjo, opio y psicodelia”. Foto: Obra de Amedeo Modigliani

Al morir, Amedeo Modigliani había vendido apenas unas pocas obras. El dinero le servía para pagar las enormes cuentas de los bares y para adquirir las drogas que consumía con desesperación. Entrar a un estado de delirio le ayudaba a mitigar la desesperación del dolor físico secuela de la tuberculosis; así lograba serenar la angustia que se colaba por sus venas. Pulsión de muerte que lo acompañó desde muy pequeño, se volvió expansiva durante sus últimos años. Modi, como le decían sus amigos y sus amantes, soñaba con ser escultor, la falta de dinero no le permitió desarrollar cabalmente su anhelo. Por eso pintaba. En una increíble economía de recursos, creó obras que recuerdan algo del grafismo oriental. Con unas cuantas líneas, atrapó el alma de quienes le servían como modelo. Los retratos eran entregados a sus benefactores en agradecimiento por no abandonarlo a su suerte.

Siempre estuvo solo. Nunca encontró al alma gemela que todos buscamos. Imposible que existiera otro espíritu de su nivel. Sus amigos se limitaban a admirarlo, sus amantes a adorarlo. Modi vivió la vida loca y nunca opuso resistencia a su voluntad autodestructiva. Se dejó arrastrar más allá de los límites de la cordura. Sin embargo, sus desnudos sensuales y provocadores, sus cuellos alongados, sus ojos vacíos son un canto a la mesura, al equilibrio, a la proporción, a la belleza de un lenguaje único.

Existen varios Modiglianis. El de los terrores nocturnos, los amaneceres en vigilia, la humillación y resignación ante sus adicciones, la inseguridad y desesperanza de que algún día se comprendiera su obra. Otro, es el artista contundente, único, poderoso, que determinó el sentido de la pintura para todos los tiempos. Y es que su obra bien puede ser una metáfora del inicio del arte, de las huellas ancestrales pintadas en las cavernas, de las máscaras que desbordan pulsiones humanas, de las diosas que no necesitan rostro, de los sonidos percutivos, de los ritmos y compases de un tiempo mítico, de las líneas sinuosas que encierran la lubricidad de sus perversas amantes.

Otro Modigliani es aquel italiano afincado en el París de la ebullición en el que todo estaba por hacerse, donde los artistas se ofrecían cómodamente para ocupar un sitio en la vanguardia de última, en el ismo conveniente. Ese París de Montmartre y Montparnasse, hoy idealizado en las películas, en el que todos corrían al cabaré de moda a dejarse atrapar por la ebriedad y a moverse al ritmo de jazz; a saciar la sed de infinito tan sobrevalorada. Así se construía la vida diaria, dedicados a cultivar la personalidad de artista, a saberse parte del grupo de elegidos artistas, posar para salir en la fotografía de los artistas. Así Pablo Picasso, un vendedor de imagen como nadie, un pintor envidiable, un constructor de su propia leyenda, un audaz de las relaciones públicas. Un ser reprobable al que había que expulsar de los abismos en los que Modi navegaba. Para entrar al infierno se necesita haber retado a Dios. Modigliani lo hizo, Picasso se convirtió en un Dios.

Pero al paso de los años, la historia se sale con la suya y atrapa a los seres inclasificables. Hoy nos explicamos todo con la mediocre visión del progreso, una concatenación de hechos y circunstancias que se ordenan en nichos. Si no es impresionista entonces es surrealista, si no, ha de ser dadaísta y si no, que siga buscando su sitio en alguna vanguardia. Más fácil, los que no quepan en ninguna que se vayan al nicho “Escuela de París”, ¿qué quiere decir esto? Se trata de los que no caben pero que ahí están, que se notan porque son poderosos, porque exploran en los lienzos como ningún otro, porque hacen surgir lo inédito y lo vuelven una firma personal.

No está mal, todos vienen de fuera. Ahí están Chaim Soutine y Marc Chagall de Rusia, Constantin Brancusi de Rumania, el ucraniano Alexander Arjipenko, ¿por qué no colocar al joven de Livorno en este aparador de la Historia del Arte? Por lo demás la pobreza, la excentricidad, la manera de vestir le da una cierta personae, o lo que sería lo mismo, un rasgo definitorio de la personalidad. Una especie de estereotipo del parisino de principios de siglo XX. Hay tantos y todos quieren un lugar. Si no te adaptas a los catálogos de los merchantes y a las órdenes de los coleccionistas ignorantes y avaros, estás fuera. Poco caso hizo Modi de las pretensiones sociales. Él era algo más que un simple “ego”, era un genio cuyo destino era cambiar la historia de la pintura.

¿El artista elige su destino o es víctima de un destino que lo ha elegido?

Modigliani se ligó a su destino de artista. Asumió su naturaleza creadora como respirar, como estar vivo. En un acto de fe, pintó el misterio que subyace en cada mirada vacía en la que brota la carnalidad, la materia viva de la que abreva la emoción que nos conmueve. Un estado de cualidad pura que se manifiesta en los contornos que encierran la femineidad desnuda, sexualidad expuesta, escandalosa, incomprensible, ¿cómo explicar una obra tan ajena a los lugares comunes de la época, a lo políticamente correcto?

En la era de oro de las vanguardias, Modigliani no se dejó seducir por ninguna de ellas. No fue impresionista, futurista ni cubista. A contracorriente de los demás, creó un tiempo propio en el lienzo, en él instauró los silencios de un alma en permanente huida. Con su ebriedad tejió las delgadas, múltiples y diáfanas capas que conforman su obra. Sus cuerpos desnudos se dejaron trasminar del aliento de la noche, de la bohemia, de la pobreza. Modi nunca cedió a las convenciones del arte, prefirió morir solo, fuera de cualquier manifiesto, lejos del desenfrenado quién es quién de las tertulias parisinas.

Como los otros locos, su amigo Sutin que cargó una res desde el mercado y la dejó descomponerse en su estudio para poder pintar como Rembrandt, como Chagall que se fugó en escenas cargadas de sueños de su Rusia amada, de su Bella adorada, Modigliani tuvo a la locura como fiel compañera, cercana siempre. La nombró muerte, se entregó a ella como se nos entrega a cada uno de nosotros en su obra, expuesto, transparente, frágil.

La obra del artista habita en las noches de un rebelde indomable, transgresor de espacios con notas de alcohol, ajenjo, opio y psicodelia. Así teje su destino mientras espera a la muerte en su estudio, como un funámbulo, camina en la delgada línea de la ebriedad hacia el vacío. En 1920, apenas con 35 años, Amedeo Clemente Modigliani murió de una meningitis tuberculosa. La muerte lo acogió y, no satisfecha de llevarse a ese genio, arrastró por el balcón a su fiel amante.

Compañera de los últimos momentos de Modi, Jeanne Hébuterne se entregó sin oponer resistencia. A los 21 años se arrojó desde el balcón de su casa. El mismo balcón en el que alcanzó a escuchar los gritos apasionados de su amante tantas veces. No la detuvo su embarazo de ocho meses ni la pequeña hija que les sobrevivió y a quien habían entregado a un hospicio. En las condiciones de vida de la pareja era imposible hacerse cargo de ella. Eran dos locos, dos almas perdidas, nómadas insatisfechos, cuya única ambición era tocar el absoluto. Ese es el destino del otro Modigliani, saberse artista y porfiar en ello.

Pero aún nos queda otro Modigliani. El de los precios absurdos, el del mercado enloquecido, el falsificado hasta el cansancio y cuya obra aun sigue en litigio. En 2015, el coleccionista chino Liu Yiqian pagó 170 millones de dólares por “Desnudo acostado” lo que convirtió al cuadro en el segundo más caro en la historia de las subastas. Al morir, Modi dejó su legado disperso. La intensa labor de catalogar y autentificar su cuerpo de obra, la tomó el crítico italiano Ambrogio Ceroni. 337 piezas fueron identificadas pero se teme que entre ellas existan falsificaciones. El especialista Christian Parisot contribuyó a aumentar la leyenda. Muy cercano a Jean, la hija del artista, recibió los derechos sobre su obra y los archivos con más de seis mil documentos. Curiosamente, hasta el día de hoy, nadie los ha visto y Parisot terminó encarcelado por fraude al demostrarse que tenía en su haber 59 obras falsificadas.

La leyenda nos conduce a Marc Rastellini que, desde 2001, ha puesto en orden si es que esto es posible, el catálogo del artista. Son famosas las llamadas amenazantes de dueños de falsos Modiglianis dispuestos a todo con tal de no ser denunciados. Es increíble cómo, un pintor único cuya personalidad es imposible de reproducir en toda la historia del arte por su fuerza y originalidad, es uno de los artistas más reproducidos a precios increíbles. Aún hoy, coleccionistas voraces caen en trampas de una obviedad vergonzosa. Se dice fácil pero ¿dos catálogos que duplican obras, que abogan por su autenticidad?

Cuando asistamos a la exposición en Bellas Artes será interesante pensar lo lejos que está el gran artista de las banalidades y la mediocridad humanas. Ante su obra, recordemos a ese joven artista con su aspecto extravagante, su sombrero de ala ancha, su foulard de seda y su enorme e irrepetible talento, mientras camina por las salas de los museos del mundo.

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@Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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