La ganadora del premio Nobel de la Paz, Nadia Murad, relata su extraordinaria travesía, de esclava del Estado Islámico a activista por los derechos humanos. “A lo largo de la historia, siempre se ha utilizado la violación como un arma de guerra. Nunca pensé que yo tendría algo en común con mujeres de Ruanda (antes de todo esto, ni siquiera sabía que existía un país llamado Ruanda) y ahora me une a ellas la experiencia más horrorosa, el ser víctima de un crimen de guerra del que es tan difícil hablar que hasta 16 años antes de que ISIS llegara a Sinjar no se había condenado a nadie en el mundo por cometerlo”.
Por Nadia Murad
Traducido por Lucía Balducci
Madrid/Ciudad de México (ElDiario.es/SinEmbargo).- El mercado de esclavas abría por la noche. Podíamos oír el bullicio de los combatientes que estaban en la planta de abajo organizando todo, y cuando el primer hombre entró a la habitación, todas comenzamos a gritar. Fue como una explosión. Gritábamos como si estuviéramos heridas, algunas se retorcían y vomitaban en el suelo, pero nada de eso detuvo a los combatientes.
Comenzaron a pasearse por la habitación, mirándonos, mientras nosotras gritábamos y les pedías compasión. Rodeaban a las jóvenes más bonitas y les preguntaban “¿Cuántos años tienes?”. Les miraban la boca y el pelo. “¿Son todas vírgenes, verdad?” le preguntaron al guardia, que asintió y dijo “¡Por supuesto!”, como un comerciante orgulloso de sus productos. Luego los combatientes comenzaron a tocarnos donde les daba la gana, nos pasaban las manos por los pechos y las piernas, como si fuéramos animales.
Mientras los combatientes recorrían la habitación, revisando a las chicas y haciendo preguntas en árabe o en turcomano, todo fue un caos.
“¡Tranquilas!”, nos gritaban los combatientes. “¡Calladas!”. Pero sus órdenes solo nos hacían gritar aún más. Si era inevitable que un combatiente me llevase, no se lo pondría fácil. Grité y aullé, abofeteando las manos que me tocaban el cuerpo. Otras chicas hacían lo mismo, enrollándose como si fueran una bola en el suelo, o lanzándose sobre sus hermanas o amigas para intentar protegerlas.
En un momento, un hombre se detuvo frente a nosotras. Era un combatiente de alto rango llamado Salwan, que había venido con otra muchacha, una joven yazidí de Hardan que pensaba dejar allí luego de comprar a su reemplazante. “Ponte de pie”, me dijo. Como no le obedecí, me pateó. “¡Tú! ¡La chica con la chaqueta rosa! ¡Te he dicho que te pongas de pie!”
Tenía los ojos hundidos en la carne de su amplio rostro, que parecía estar casi completamente cubierto por pelo. No parecía un hombre. Parecía un monstruo.
Atacar Sinjar [en el norte de Irak] y llevarse chicas para utilizarlas como esclavas sexuales no era la decisión espontánea de un soldado codicioso. ISIS lo tenía todo planeado: cómo entrarían en nuestras casa, qué chicas tenían más o menos valor, qué combatientes se merecían tener una sabaya [esclava sexual] como premio y cuáles deberían pagar por una. Incluso hablaban de sabayas en su revista propagandística, Dabiq, en un intento por atraer nuevos reclutas. Pero ISIS no es tan original como sus miembros piensan.
A lo largo de la historia, siempre se ha utilizado la violación como un arma de guerra. Nunca pensé que yo tendría algo en común con mujeres de Ruanda (antes de todo esto, ni siquiera sabía que existía un país llamado Ruanda) y ahora me une a ellas la experiencia más horrorosa, el ser víctima de un crimen de guerra del que es tan difícil hablar que hasta 16 años antes de que ISIS llegara a Sinjar no se había condenado a nadie en el mundo por cometerlo.
En la planta de abajo, un hombre apuntaba las transacciones en un libro, escribía nuestros nombres y los nombres de los combatientes que nos escogían. Me puse a pensar en lo que significaba que me llevara Salwan, en lo fuerte que parecía y lo fácil que sería para él machacarme simplemente con las manos. Sin importar lo que él hiciera, y sin importar con cuanta fuerza yo me resistiese, nunca sería capaz de defenderme. Él tenía olor a huevos podridos y colonia.
Yo miraba al suelo, a los pies y tobillos de los combatientes y las chicas que pasaban a mi lado. En medio de la multitud, vi un par de sandalias de hombre con unos tobillos delgados, casi como de mujer, y antes de pensar en lo que estaba haciendo, me arrojé sobre esos pies. Comencé a implorarle: “Por favor, llévame contigo”, le dije. “Haz lo que quieras, pero no dejes que me lleve este gigante”. No sé por qué el hombre delgado aceptó.
Me miró de arriba a abajo, se giró hacia Salwan y dijo “Es mía”. Salwan no discutió. El hombre delgado era un juez de Mosul y nadie lo contradecía. Seguí al hombre delgado hasta el escritorio. “¿Cómo te llamas?”, me preguntó. Hablaba con una voz suave pero desagradable.”Nadia,” respondí, y él se giró hacia el hombre que llevaba el registro. El hombre pareció reconocer en seguida al combatiente y comenzó a apuntar nuestra información. Pronunció nuestros nombres en voz alta mientras los escribía. “Nadia, Hajji Salman”, y cuando pronunció el nombre de mi captor, me pareció que la voz le temblaba un poco, como si le diera miedo, y entonces me pregunté si no había cometido un grave error.
Finalmente, Nadia Murad logró escapar de sus captores del ISIS. Logró salir de Irak y a principios de 2015 llegó como refugiada a Alemania. Ese mismo año comenzó su activismo para despertar conciencia sobre la trata de personas.
En noviembre de 2015, un año y tres meses después de que el ISIS entrara a mi aldea llamada Kojo, viajé desde Alemania hacia Suiza para hablar en una conferencia de la ONU sobre problemas de las minorías étnicas. Era la primera vez que iba a relatar mi experiencia delante de una audiencia tan grande. Quería hablar de todo: de los niños que murieron deshidratados intentando huir del ISIS, de las familias que quedaron perdidas en las montañas, de los miles de mujeres y niños que seguían en cautiverio, de lo que mis hermanos vieron en el lugar de la masacre.
Yo era solo una de los cientos de miles de víctimas yazidíes. Mi pueblo se dispersó, muchos vivían como refugiados dentro y fuera de Irak, y Kojo seguía ocupado por ISIS. El mundo necesitaba saber muchas cosas de lo que le estaba sucediendo al pueblo yazidí.
Quería decirles que había mucho por hacer. Era necesario establecer una zona segura para las minorías religiosas en Irak, juzgar a los combatientes de ISIS –desde los líderes hasta los ciudadanos que habían apoyado sus atrocidades– por genocidio y crímenes de lesa humanidad, y era necesario liberar Sinjar. Tendría que hablar frente a la audiencia de Hajji Salman y todas las veces que me violó y todo el abuso del que fui testigo. Hablar con sinceridad fue una de las decisiones más difíciles que tuve que tomar, y también la más importante.
Mientras leía mi discurso, temblaba. Hablé lo más calmadamente posible sobre cómo tomaron Kojo y se llevaron a las chicas como yo para convertirlas en sabayas. Les hablé de cómo me habían violado y golpeado una y otra vez, y de cómo finalmente logré escapar. Les hablé de mis hermanos que fueron asesinados. Nunca es fácil contar nuestra propia historia. Cada vez que hablas, lo vuelves a vivir. Cuando explico cómo me violaban en cada puesto de control, o la sensación del látigo de Hajji Salman sobre la manta que me cubría, o cómo se oscurecía el cielo de Mosul mientras yo buscaba ayuda, revivo esos momentos y el terror que sentí. Otros yazidíes también son arrastrados por estos recuerdos.
Mi historia, contada de forma honesta y directa, es la mejor arma que tengo contra el terrorismo, y pienso seguir utilizándola hasta que los terroristas sean juzgados. Todavía queda mucho por hacer. Los líderes mundiales, y especialmente los líderes musulmanes, deben ponerse de pie y proteger a los oprimidos.
Di mi discurso. Cuando terminé de contar mi historia, seguí hablando. Les dije que no me habían criado para dar discursos. Les dije que todo el pueblo yazidí quiere que el ISIS sea juzgado por genocidio y que ellos tenían el poder de ayudar a proteger a las personas vulnerables del mundo entero. Les dije que quería mirar a los hombres que me habían violado a los ojos y verlos en el banquillo de los acusados. Pero sobre todo, les dije, quiero ser la última chica del mundo con una historia como la mía.
Nadia Murad fue secuestrada junto a otras mujeres yazidíes en agosto de 2014 cuando Kojo, su aldea en Sinjar, en el norte de Irak, fue atacada por el Estado Islámico. Atrapada junto a sus hermanas, perdió a seis hermanos y a su madre. En 2018 le dieron el Premio Nobel de la Paz junto al ginecólogo congolés Denis Mukwege. Este es un extracto de su autobiografía, Yo seré la última: historia de mi cautiverio y mi lucha contra el Estado Islámico, publicada por Virago.