Leer despacio

11/12/2016 - 12:05 am
Leer despacio es un culto y las millones de cosas que la humanidad produce por hora se me hacen demasiadas. Foto: Cuartoscuro
Leer despacio es un culto y las millones de cosas que la humanidad produce por hora se me hacen demasiadas. Foto: Cuartoscuro

Leo despacio y me gusta leer despacio; saborear las palabras, acompañar los ritmos, calar en los sentidos, entender y apreciar. Me gusta, incluso, releer. Cuando rezamos el Padre Nuestro a la noche –no siempre lo hacemos-, me gusta darle cuerpo al rezo, acompañar la Oración en su cadencia… y mis hijos me recriminan, porque me demoro con esas melosidades. Me lleva bastante tiempo cada página, como si la leyera en voz alta aunque la esté leyendo para mi. Se me hacen largos los libros cortos e interminables los de porte medio y grande. Cada vez soy más selectivo con lo que leo. Soy consciente de que algo en las proporciones de tiempos y tamaños atenta contra el modelo. ¿Pero cuál es el modelo, en realidad?

Sin embargo, he notado que cuando leo una prosa sin valor, mi velocidad se multiplica. Soy muy veloz con la prensa, por ejemplo; la sobrevuelo, literalmente. Hay textos que los descarto sin más, pero hay muchos otros que los leo como si no leyera; los leo para enterarme, apenas; pero en esos casos, enterarme de aquello me interesa. Leo muchas veces –entonces- como si no fuera leer. Así –por ejemplo- leo la biografía de Bezos o la de Elon Musk. No siento que esté ante el lenguaje; solo me conecto con la información que portan, y por eso todo va más rápido, porque va más superficial y mueve menos resortes semánticos en mis esquemas conceptuales. Así también es que hablo rápido y sin forma cuando lo que estoy diciendo en realidad me interesa muy poco. (Así suelo ser en las reuniones sociales, debo confesarlo.)

Siento que mi cerebro (o lo que sea que tenga que ser) detecta con claridad los diferentes niveles y dispara procesos hasta inversos. Cuando el discurso pesa y se impone, y lo escrito vale tanto como la escritura (así como el habla vale tanto como lo hablado), la velocidad se ralentiza y la experiencia se espesa y me captura. Cae la percepción de acabar con aquéllo y se impone la de permanecer en aquéllo. Cuando leo a Rulfo no voy a ninguna parte; no tengo ninguna prisa por entender qué le depara el destino a ese rarísimo clan Páramo; tengo ganas de quedarme por ahí, en medio de esas inflexiones impares y esos juegos que son epifanías. Lo mismo me pasa con Saer o con Onetti. Leo como si rezara y rezo como si estuviera aprendiendo a leer. El Padre Nuestro me lleva un rato y el “venga a nosotros tu Reino” me ocupa toda la boca. Modulo como si fuera locutor. Voy lento pero sin la menor distracción. Al contrario, me distrae la velocidad, fíjate tú. En lectura veloz salto, salteo, me voy al final, encabalgo como deduciendo lo que sigue… ando ansioso. Lo contrario me pasa cuando el discurso es denso y su peso específico lo siento en el paladar o en donde se sienten las cosas que valen la pena.

Por eso leerme es mi filtro más eficaz. Porque más de una vez me asalta con mis textos esa misma ansiedad que me viene cuando lo que estoy leyendo no hace más que enterarme de alguna que otra cosa. Entonces, o reescribo –si se puede, y las más de las veces no hay salvación- o borro. Si en cambio me dan ganas de quedarme, se me enfría la cena, me llaman y no escucho y vuelvo como si me acariciara a mí mismo, entonces el texto se consolida y lo publico para no exagerar en el onanismo narcisista. Y soy implacable conmigo mismo, como con lo que leo o no leo.

Lo mismo me pasa con el cine, a decir verdad. Y con la música. Allí no se trata de velocidades, pero sí de intensidades y de reiteraciones. Mis playlist en Spotify o

en Netflix no crecen; al contrario, se reconcentran en sí mismas y se adensan como si fueran siempre lo mismo. Su sofisticado recomendador me recomienda siempre lo mismo. Tal vez, solo miro Tarantino, por meses. Cuando la cosa vale la pena, el proceso es concéntrico y no progresivo; siempre. Vuelvo como en un loop a la primera vez. Adenso, espeso, crezco, ralentizo, intensifico, profundizo y cargo las tintas. Una y otra vez. Como si agujereara el suelo con un taladro.

Leer despacio es un culto y las millones de cosas que la humanidad produce por hora se me hacen demasiadas. Yo quiero preservar mis velocidades. No quiero apurarme con nada, porque nada que tenga sentido sale del apuro. Sí, en cambio, de lo profundo. No hay nada que acumular; todo el secreto es intensificar y profundizar. Google y el Kindle me parecen maravillosos para leer y consumir todo aquello que no sea hondamente importante, aunque nos sea oportuno. Son ambientes perfectos para ir leve y a toda velocidad; para usarlos en donde no se puede recitar y debes al mismo tiempo hacer otras cosas. Pero no consigo imaginarme ni una línea de Ciorán en el iPad, por ejemplo. Algo de la tecnología –o de esa tecnología al menos- empuja a la velocidad e incita a la superficialidad, como si leer fuese apenas un trámite para informarnos; como si el discurso siempre fuera frugal y como si más o menos diera lo mismo decirlo de una manera o de otra.

Pero no es así. Y nunca será así.

 

Pablo Emilio Doberti
Nací y me crié en Buenos Aires y llevo vividos mis últimos 13 años en Venezuela, México y Brasil, donde estoy hoy día. Me dedico a la educación y escribo por vocación. Lidero una organización llamada UNOi que integra 1000 escuelas en una red, entre México, Colombia y Brasil. Doy conferencias frecuentemente y publico de manera periódica en el Huffington Post de España y Brasil, en El Nacional de Venezuela, en Pijama & Surf y ahora en SinEmbargo. Abogo por una escuela nueva, porque la que tenemos no sirve.
en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas