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María Rivera

12/06/2019 - 12:03 am

Las palabras

Y es que, si el Presidente pudo decretar “el fin del neoliberalismo”, supongo que ellos pueden decretar novedosos significados de las palabras “igualdad”, “inclusión”, “cultura” ¿Importa? ¿Sirven de algo las palabras? ¿sirve de algo la literatura? ¿sirven, a quién sirven? Ah, las palabras.

Los cuerpos de los burócratas se convierten mensajes: “somos mexicanos”, dicen; se apropian, para vender una idea “de Nación”, de las culturas originarias y pueblos indígenas que, por otro lado, libran una lucha histórica para no ser asimilados. Foto: Pilar Aguilar, Cuartoscuro.

Vivimos tiempos turbulentos. No es que antes viviéramos en tiempos pacíficos, se sabe. La violencia se apoderó del país, la corrupción se volvió la seña escandalosa del último sexenio. Aún así, el elefante camina, mejor de algunas patas, que de otras, enfermo, ciertamente ¿hacia dónde? Los pueblos tienen ilusiones: los pueblos creen en la autodeterminación, pero es el cuerpo el que decide: el cuerpo enfermo. Son sus laceraciones, sus ampollas, sus venas colapsadas. No importa a dónde quiera ir ¿puede? Sí, somos un cuerpo enfermo. México camina, a pesar de sí mismo, del dolor de sus miembros. Algo así nos ha sucedido a lo largo de nuestra historia. Nuestra pluralidad nos salva: no somos la caricatura gringa del nopal, el indio, el sombrero y, tampoco, la imagen del poder vestido con hermosos huipiles y bordados. El poder escribe: dicta. A veces, burdamente. Es siervo de las ideas transformadas en imágenes porque para el poder todo es símbolo: mensaje: el arte de la propaganda. Los cuerpos de los burócratas se convierten mensajes: “somos mexicanos”, dicen; se apropian, para vender una idea “de Nación”, de las culturas originarias y pueblos indígenas que, por otro lado, libran una lucha histórica para no ser asimilados: no las funcionarias públicas que usan huipiles y bordados; sino quienes los producen, lejos de sus oficinas en San Ángel o el Senado. El poder, ya lo decía, usa, incluso, cuerpos como símbolos, personas como anuncios ambulantes, “somos incluyentes” seguramente se repiten, a sí mismos, inflamados de orgullo, apaciguando su mala conciencia  ¿no es este un capítulo más de una vieja política nacionalista del siglo pasado?

Nuevamente, el Gobierno mexicano quiere explotarlos, hacerse de su carga simbólica, oficializarlos, convertirse en su portavoz: desactivarlos en la esfera de lo real: lo real e insurgente en territorios autónomos que se oponen a sus políticas de expropiación ¿tendrán conciencia de que hacen lo mismo que las marcas internacionales al explotar los diseños de los bordados indígenas? La única diferencia es la etiqueta: en lugar de “Zara”,  “.gob.mx” La Gran Nación Mexicana que ve en la “cultura y el arte” un campo para la doctrina ideológica: no un espacio para la difusión y apoyo a las diversas expresiones culturales que México tiene: esa conversación plural, contradictoria y hasta ríspida. La explicación es sencilla, en realidad. Quienes diseñan la política cultural del Gobierno están convencidos de que “las expresiones culturales y artísticas” no existen. Están convencidos de que son ellos quienes las “inventan” y deben dotarlas de significación; no las pasiones, intereses, mundos personales, posiciones estéticas y políticas de artistas de las distintas culturas que conviven en el país, no: ellos. Es su enorme responsabilidad “no dejar a nadie atrás” y “trabajar con justicia, amor, felicidad”: como en el mundo orwelliano, el autoritarismo usa al lenguaje de la propaganda para esconderse. Por eso, tomados por “la justicia, el amor, la felicidad” y, sobre todo, “la inclusión”, decretan la exclusión de artistas y de todo un campo cultural desarrollado durante décadas de profesionalización: si hay grupos especializados de teatro para niños, por ejemplo, ellos no los contratarán, echarán mano de aficionados que son parte “de la comunidad” (y es que para las autoridades, los artistas no son parte de ella y tampoco su producción cultural), que no estén maleados por “el privilegio” (privilegio: artistas que esperan cobrar por su trabajo) porque no están pagando por “obras” artísticas, sino para instrumentalizar una política social. Un arte dirigido, un arte que no es arte, es entretenimiento, luce bonito, es caritativo, no es exigente, no es subversivo, no es polémico, no cuestiona: no es arte ¿quiere saber lo que un Gobierno piensa de sus ciudadanos? Revise las actividades culturales que patrocina, los libros que edita, los programas que subvenciona.

En el fondo (y en la superficie) lo que subyace en la política cultural es una mezcla de arrogante ignorancia e ideología, una confusión sobre la función del arte y la cultura: un deprecio por las manifestaciones artísticas como legado cultural, leído en clave ideológica “el arte debe tener una función social”. Y la tiene, ciertamente, pero la función social del arte no puede ser determinada desde el poder, porque el arte que no es libre no es, tampoco, arte, sino propaganda. No importa qué tan buenas intenciones se tengan, ni con cuánto “amor” se produzca. Ni ayer, ni hoy, ni mañana.

No exagero al decir que se puede desvanecer en el aire el patrimonio cultural, que ha sido producido en muchos años, por quienes no son, aunque así lo crean, un grupo de privilegiados (esa retórica propagandística) y que es de todos. O debiera serlo. Sí, de todos. Porque, además, ha sido pagado por todos a través de la política cultural estatal de las últimas décadas que expandió y democratizó enormemente el radio de la actividad cultural. En lugar de abrir las puertas del museo, sacarlo: lo cierran. En lugar de poner a disposición de todos lo mejor (aunque el concepto ofenda al concepto de igualdad) del arte (si es que el arte se sigue produciendo y la pobreza franciscana no extingue a sus productores) lo restringen a ellos; sí, los mismos, mismos, mismos: esa clase social que tiene recursos para ir al teatro, conciertos, museos, exposiciones, festivales, ferias de libros, en suma, para pagarlo; los lugares preferidos de la burocracia cultural para sacarse fotos. Ah, ese destino manifiesto: el arte y la cultura son, sexenio tras sexenio, para una minoría determinada por sus capacidades económicas. Y hay que decirlo con claridad: sus productores suelen vivir perseguidos por la pobreza, sin seguridad social alguna, entregando sus vidas a la creación artística, enfermándose y falleciendo en condiciones indignas.  Mientras, a “los Invisibles”, como llama sorprendentemente la Secretaría de Cultura en uno de sus programas, a niños y jóvenes indígenas, albañiles –y quién sabe a quiénes más-, les ofrece migajas “culturales”: “talleres infantiles”, “círculos regionales de pensamiento indígena” (desde el poder estatal, lo subrayo), “intercambios musicales y culturales entre noveles agrupaciones” y “charlas de sensibilización y actividades artísticas”. Extraña, muy extraña idea, de pensar la “igualdad” y de lo que significa “inclusión”, ciertamente. O tal vez sea que unos cuantos se merecen cultura de primera y los  “Invisibles”, de tercera. Y es que, si el Presidente pudo decretar “el fin del neoliberalismo”, supongo que ellos pueden decretar novedosos significados de las palabras “igualdad”, “inclusión”, “cultura” ¿Importa? ¿Sirven de algo las palabras? ¿sirve de algo la literatura? ¿sirven, a quién sirven? Ah, las palabras.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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