Por Jesús Peña
Saltillo, 12 julio (Vanguardia).- Candelario abre el crematorio.
Dentro, hay una atmósfera gris y un vaho caliente y pegajoso que envuelven. A pesar de que ya han pasado muchas horas, es mediodía, desde el último que Candelario trajo aquí.
Era un sospechoso de COVID.
Hombre.
Candelario no lo vio.
A él se lo entregaron amortajado dentro de una de esas bolsas especiales en las que, desde que empezó la pandemia, entregan a todos los que mueren por coronavirus.
“Así se tiene que hacer la cremación por seguridad de uno.
Si abres la bolsa ahí mismo te vas a infectar”, dirá Candelario.
Candelario andaba de turno cuando en la funeraria donde trabaja le avisaron de un cuerpo.
Que había que ir a recogerlo a una clínica, le ordenaron.
Candelario se puso su equipo de seguridad: su overol, su gorro, guantes, mascarilla tipo careta con filtro, cubrebocas, sus botas quirúrgicas y salió volando para el hospital en su ambulancia.
No hubo familiares.
No hubo lágrimas.
No despedidas.
El ritual fue: de la morgue del hospital directo al crematorio.
Era entrada la noche cuando Candelario llegó al panteón de San Ignacio en Ramos Arizpe, donde la Funeraria Villanueva Fernández, en la que trabaja Candelario como incinerador, tiene su crematorio, el primero de los dos que hubo, que hay, en Saltillo.
Candelario bajó de la ambulancia la camilla con aquel cuerpo, abrió la puerta acristalada del crematorio, encendió la luz, colocó el cuerpo en la plancha, y lo metió por la boca del horno.
Cerró la puerta del crematorio, apretó un botón y
Casi de inmediato se despojó de su equipo de seguridad y lo depositó en una bolsa especial que iría a un confinamiento.
BAJO EN CALOR INTENSO
Mientas aquel cuerpo se consumía a mil 100 grados de calor, Candelario se retiró a descansar un poco a una cripta vacía, como mausoleo, que está frente al crematorio.
“Esa tumba es mi refugio, cuando llueve, hace frio o cuando estoy cansado, ahí voy y me duermo”, dirá Candelario.
De vez en vez regresaba al horno para verificar cómo iba la cremación.
Era una noche fresca, lunar.
Candelario nunca ha tenido miedo a nada. Ni a los muertos, mucho menos al trabajo, dice.
Al cabo de una hora y 45 minutos, que es el tiempo aproximado en que tarde en incinerarse un cadáver, Candelario, abrió el horno, extrajo en un recipiente los huesos carbonizados, los metió en un triturador, los machacó, luego extrajo las cenizas y las puso en una urna lustrosa de madera, que luego llevó a la funeraria para que la entregaran a los familiares.
Candelario dice que los últimos tres meses, desde que en Saltillo cayó la pandemia, ha cremado unos 25 cuerpos entre positivos y sospechosos al virus que tiene al mundo de cabeza.
A VECES PLATICA CON LOS MUERTOS
“Me he puesto a platicar con ellos, les pregunto, ¿cuál fue el motivo de su deceso?, ‘¿cuánto tiempo sufriste?’”, cuenta Candelario.
Al crematorio nadie llega por equivocación.
En el crematorio solo están Candelario y sus muertos.
Sin familiares.
Sin flores.
Sin llantos.
Sin mariachis.
Sin nada.
Candelario dice que a él le gustaría que cuando muera, sus familiares lo despidieran en un velorio, lo llevaran a la iglesia y luego a cremar.
“La gente viene al panteón a sepultar a su familiar, llora, le dice que lo quería mucho, ahí lo deja y ya no hay quién vaya a verlo otra vez, hasta cuando se acuerda, que les da ganas, va y lo ve y ya”.
Por eso Candelario dice que ya ha pensado construir su nicho en su hogar.
“Estando ahí, el que me quiera ver, ahí estoy y el que no me quiera ver, que se dé la media vuelta”, concluyó este esforzado trabajador.
El incinerador de Saltillo lleva a los muertos por COVID-19 a su última morada
Si los griegos tenían un barquero que cruzaba los muertos por el río Aqueronte, los saltillenses tienen a un diligente conductor que los traslada a su morada final
Pero hace cinco años Candelario no estaba acá. Candelario era el chofer de un camión de transportes de carga, y operador de maquinaria en la misma compañía.
Cuenta Candelario Hernández Sandoval, 46 años, mientras conduce el compacto de la funeraria rumbo al cementerio de San Ignacio.
Es martes como a las 12:00, el día de descanso de Candelario, que en realidad trabaja sin descanso. A Candelario le gusta trabajar a día y noche.
Con el movimiento del auto se bambolean dos atrapasueños multicolor que Candelario colgó del retrovisor, a Candelario le fascinan los atrapasueños, no sabe por qué.
Candelario es así. Medio chaparrito, aperlado, llenito, bigote ralo, usa el pelo corto y tiene la voz paciente, como la de un monje.
Candelario relata que todo iba bien con su trabajo de chofer. Casi toda su vida la había pasado trabajando en las carretera.
Se ganaba su buen dinero: 18 mil pesos a la quincena, solo de horas extras de trabajo acumuladas.
“Prácticamente no dormía. Perdí mucho tiempo de estar con mis hijos a causa del trabajo”, se lamenta.
EL TRABAJO LE DIO TODO
“Logré parte de lo que, desde niño, pensé tener. En mi infancia mis padres no pudieron darme lo que yo quería. En las navidades no recibía regalos, ropa nueva, era muy difícil para ellos”.
Candelario es de la colonia Minita. Hijo de una familia de 12 hermanos. Su padre el trabajador de una empresa de grúas y candelario con él para todos lados.
“Siempre me cargaba con él desde muy chico”. No bien hubo terminado la primaria Candelario ya se ganaba la vida. Cuando salió de la escuela decidió que no estudiaría más.
El mismo día que se graduó de la primaria, Candelario se fue a trabajar a Nuevo Laredo como ayudante de albañil en unas tratadoras de agua. Quería trabajar para ayudar a sus padres.
“Decía ‘no quiero estudiar, prefiero trabajar para, todo lo que pueda, apoyar a mi padre’”.
Hasta que llegó a aquella empresa de camiones de carga. Y todo fue trabajar, trabajar, trabajar.
Aquí, Candelario hace una pausa y adelanta su vida hasta el momento en que ya está casado y es padre de cuatro hijos.
Un día su esposa enfermó gravemente. Candelario se gastó todos sus ahorros pagando malos diagnósticos de malos médicos.
Con lo poco que le quedó llevó a su mujer donde un doctor naturista que alguien le había recomendado. El galeno dictaminó cálculos renales y recetó un curioso remedio a base de piña y cerveza.
Con los días la esposa de Candelario sanó por completo. Pero Candelario quedó sin trabajo y sin un centavo.
Un conocido le contó de un empleo de chofer en unas oficinas ubicadas en la esquina de la calles Ramos e Hidalgo, en el centro, y Candelario, que no le hace asco al trabajo, se presentó.
Lo recibió un hombre alto y espigado, vestido de impecable camisa blanca y corbata. Se llamaba Luis Benjamín Villanueva Fernández, le dijo, y era el dueño del negocio.
Sí, Candelario sabía manejar.
Sí, claro que tenía licencia.
Sí, su licencia estaba vigente.
Y si, conocía para Torreón
Bien, el puesto de chofer era suyo, le dijo Benjamín.
EL PRIMER MUERTO NO SE OLVIDA
Y le anunció que afuera lo aguardaba una persona en una unidad para que la llevara a Torreón.
Cuando Candelario salió miró una carroza y dentro un féretro. “Yo no sabía de qué se trataba. Voy saliendo de la oficina a checar la unidad y resulta que era una carroza”.
Dice Candelario a la sombra de un árbol en la entrada del cementerio de San Ignacio, frente al crematorio que es un cuarto mínimo con una chimenea larga, larga
Candelario no se asustó, pero se sintió extraño, incómodo. Cuando comprendió que aquello era una funeraria, ya era demasiado tarde.
Y se fue manejando hasta Torreón, llevando de acompañante un cadáver. Candelario debía llegar a una funeraria y entregar el féretro con el cuerpo bien colocado.
El cadáver tenía que estar con la cara al cielo, las cortinas del cajón cubriendo la mitad del cuerpo.
“Cuando llegas a tu destino, antes de entregar el cuerpo, tienes que abrir la ventana del féretro, si el cuerpo está bien no hay necesidad de abrir la caja, si el cuerpo llega movido, hay que abrir la caja y acomodar el cuerpo”.
Que era su primer día de trabajo y jamás había visto tan de cerca un cadáver, dijo Candelario al encargado de aquella funeraria. Que no se preocupara, le dijo el empleado, que él acomodaría el cuerpo.
SUPERAR LOS MIEDOS
No, respondió Candelario, que le enseñara cómo, él quería aprender.
“Me dio algo de miedo, pero porque no sabía yo cómo tratar un cuerpo. ‘Con decirte que yo no sé ni cómo se abre el féretro’, le dije, pero le dije ‘permítame hacerlo yo, si no lo hago bien, ya usted me corrige’”.
Cuando abrió la tapa de la caja, Candelario se encontró con el rostro inerte de una mujer, joven, bonita.
Era una maestra que había fallecido durante una cirugía, debido a problemas en el corazón. Candelario acomodo temblando el cuerpo en la caja. Al tiempo que lo hacía, se acordó de su esposa que había estado grave y lloró.
“Me acordaba de cuando los doctores me decían que mi esposa no iba a aguantar. Dije ‘a lo mejor esto hubiera pasado conmigo’ y me le quedaba mirando a la señora”.
De vuelta a Saltillo, Candelario se incorporó de lleno a su trabajo.
“Llegué a donde tenía que llegar, dejé el cuerpo, cobré, vine, dejé el dinero, el licenciado Benjamín, me dio mi comisión, me dijo ‘¿le interesa trabajar aquí?’, le dije ‘no tengo experiencia, pero si me da la oportunidad, con mucho gusto’”.
Comenzó barriendo, trapeando, lavando las carrozas. Después aprendió a hacer servicios de carroza, cortejos fúnebres, recolección de cuerpo en domicilio, recolección de cuerpo en clínica pública y privada, aseo y maquillaje de cuerpos.
“A todo me enseñé. Más que el gusto era mi necesidad. Aprendí de todo
A mis compañeros choferes de transportes de carga que tuve en aquel entonces les causaba admiración y me decían ‘y qué te dio por irte a trabajar ahí’, les digo ‘principalmente la necesidad’”.
APRENDER EL OFICIO
Candelario había visto mil veces a sus compañeros de trabajo hacer la cremación de un cuerpo.
Que si quería aprender a incinerar cuerpos, le preguntó su jefe. Y él dijo que sí. Aprendí a hacer las cremaciones y ahorita a cómo protegerme con esta pandemia”.
“Ahorita con esto a veces en un día son cinco cuerpos infectados, a veces dos, a veces uno o de plano ninguno, como ahorita que estamos muy a gusto aquí”.
– ¿Tiene miedo de contagiarse?
– Lo más difícil para mí, es saber cuánto tiempo iré a aguantar, estoy hablando de vida. Nadie sabe.
Muchas veces podemos cometer un error con un cuerpo que venga infectado y no nos lo hagan saber.
Estamos en riesgo de que uno mismo puede cometer el error de infectarse por un descuido.
El hombre que trajo la cremación a la ciudad
Muchas veces, en su calidad de chofer, Candelario había trasladado cuerpos al horno crematorio de la compañía, famoso por ser el primero que el empresario Benjamín Villanueva trajo a Saltillo en 2006, importado de Gómez Palacio, Durango.
Entonces la costumbre de incinerar a los muertos no estaba arraigada en la ciudad y al licenciado Benjamín, el patrón de Candelario, lo llamaron loco.
“Yo fui el primero en instalar en Saltillo los servicios de cremación, me juzgaron loco, ‘no, eso no se va a usar’, decían, les dije ‘se van a acordar de mí’.
Yo nunca pensaba en la pandemia, pensaba en una cosa: que los panteones se van llenando”, contará en su oficina, el escritorio atiborrado de papales, Luis Benjamín Villanueva Fernández, el propietario y director de esta funeraria.
Primero era una cremación cada dos meses, después una cada 15 días, luego una cada ocho días…
“No, hay veces que ahorita, el viernes tuvimos seis, el lunes cuatro”, cuenta el empresario.