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Melvin Cantarell Gamboa

12/07/2022 - 12:05 am

La guerra de la droga

Calderón insistió en más de una ocasión sobre la humillación sufrida por el Ejército cuando él es el culpable de que se viva hoy en México una guerra civil no reconocida (se considera a una Nación en guerra civil cuando se rebasan los 100 mil asesinatos).

Vehículos del Ejército mexicano llegan a Cerocahui, México, el miércoles 22 de junio de 2022. Dos sacerdotes jesuitas fueron asesinados dentro de la iglesia del poblado.
“La lucha del Estado contra el narco no es una confrontación en que estén comprometidos el prestigio, la gloria o la fama de nadie”. Foto: Christian Chávez, AP

I/IV

Barbarie o civilización

“Nosotros somos crueles. Ustedes tienen la manía del Humanismo”.  Marcola

Escribía este artículo cuando tuve la necesidad de viajar fuera de Mazatlán; después perdí el interés de terminarlo porque creí que lo que dijera resultaría extemporáneo, pero parece que no es así. Acontecimientos brutales, asesinatos en la Sierra Tarahumara, declaraciones, acusaciones y críticas, etc., sucedieron a los hechos ocurridos en Nueva Italia, Michoacán, el 10 de mayo pasado, cuando civiles desarmados expulsaron a un grupo de soldados en labores de patrullaje, sin que se disparara un tiro. Unos días después, ante la presión de la gente y civiles armados, se produjo otro retiro de los militares.

Este caso tuvo como antecedente el jueves 17 de octubre de 2019 en Culiacán, Sinaloa, cuando elementos de la Marina detuvieron a Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán; el acto desató una operación de rescate que produjo balaceras y quema de vehículos en distintos puntos de la ciudad, expuso a miles de ciudadanos indefensos a ser víctimas colaterales del fuego cruzado entre militares y hombres equipados con chalecos antibalas y armas pesadas de alto calibre. La población entera entró en pánico. El Presidente Andrés Manuel López Obrador, para evitar muertes inocentes, ordenó liberar al criminal y que los policías y militares volvieran a sus bases. Después de este episodio se han producido incidentes menores y, como el de Nueva Italia, Michoacán, en los que se ha aplicado la misma táctica. 

Los hechos fueron interpretados por políticos de oposición, principalmente el expresidente Calderón, los medios, algunos intelectuales y redes sociales como prueba de que el Presidente, con su decisión de liberar al detenido y retirar a los militares de las calles sin responder a la provocación, estaba protegiendo a los cárteles de la droga; esto, según los partidarios de la confrontación, violaba el código de honor del Ejército y humillaba a las Fuerzas Armadas. Al paso de los días se sumaron las voces del efectismo (un recurso utilizado por algunos personajes públicos para impresionar y llamar la atención sin aportar ningún elemento sólido de análisis, a no ser palabras, verbo, discursos, juicios valorativos y artificios retóricos): Porfirio Muñoz Ledo, Francisco Labastida Ochoa y uno que otro resentido periodista-historiador acusaron al Presidente de tener acuerdos y compromisos con el narcotráfico. Incluso el Servicio de Información del Congreso de los Estados Unidos acusó al Gobierno mexicano de haber evitado operaciones policiales a gran escala y de manera continuada contra los cárteles de la droga desde 2018.

Calderón insistió en más de una ocasión sobre la humillación sufrida por el Ejército cuando él es el culpable de que se viva hoy en México una guerra civil no reconocida (se considera a una Nación en guerra civil cuando se rebasan los 100 mil asesinatos). El expresidente debiera saber que la violencia legítima de Estado no responde a consideraciones de códigos de “sangre” o de “honor” ni siquiera por razones utilitarias, ideológicas o en función de la voluntad de un individuo; se decide en relación a lo que es conveniente a los interesas generales de la Nación y no a ningún grupo en especial. El cálculo de Calderón, como el de todos los conservadores, es criticar las decisiones de Gobierno sin considerar los contextos; piensan que la violencia es parte de la naturaleza humana y no desencadenada aquí y ahora por intereses materiales, ambiciones, egoísmos y avaricia de grupos específicos; la criminalidad es producto de un proceso histórico acumulativo cuya gestación tiene fecha de nacimiento, evolución, desarrollo y echa raíces en una sociedad después de un periodo de tiempo. Donde impera el honor, el prestigio y la autoestima se subordina lo conveniente a lo particular. En el salvajismo (código de sangre) y la barbarie (código de honor), por ejemplo, se sacrificó a lo largo de milenios la vida de la gente, sin importar las consecuencias, en interés del clan y el linaje. 

En la civilización esto no debiera suceder porque aquí y ahora lo que cuenta en el combate a la criminalidad es la Ley, los métodos, la estrategia, las tácticas y la superioridad moral de quienes luchan por la seguridad, la paz y la vida pacífica de los pueblos. Es cierto, la humillación y la afrenta son despreciables, pero dejarse llevar por la lógica de la venganza sin un plan perfectamente calculado que garantice la derrota del enemigo (como analizaremos más adelante) es estúpido, ingenuo e irracional y sólo agudizará el conflicto y multiplicará los episodios sangrientos. La lucha del Estado contra el narco no es una confrontación en que estén comprometidos el prestigio, la gloria o la fama de nadie. El Estado, como fuerza material legítima tiene la obligación de mantener el orden y el respeto de la Ley, imperativo ético que lo obliga también a respetar los derechos humanos y a no violentar la norma, así como ofrecer a los ciudadanos seguridad, confianza y paz para una vida convivencial.

Ahora bien, si consideramos que la guerra es la forma más intensa de destrucción jamás ideada por el hombre, que el 90 por ciento de las víctimas son civiles, que a lo largo de la historia de la humanidad se ha asesinado a más personas en afán de imponer justicia para defenderse la codicia criminal, que en una guerra convencional; entonces, nuestra actual situación es resultado de conjeturas mal elaboradas y, en consecuencia, alguien es culpable por negligencia o, lo que es más probable, porque obtendría algún beneficio, y el índice de nuestra historia inmediata apunta hacia la persona de Calderón como único responsable. 

La guerra contra los cárteles arranca en 2006 sin un fin claro ni objetivos precisos, a no ser como recurso para legitimar la elección del panista producto de un fraude electoral que le permitió apoderarse injustamente de su cargo. Sabía que llegaba al poder contra la voluntad del electorado, que sólo la descarada actitud de las autoridades electorales le era favorable, pues el descontento generalizado de las masas era evidente. ¿Fue el temor y el miedo a una insurrección lo que obligó al usurpador a inventarse como distractor la guerra contra la droga? Lo que consiguió fue destruir la vida de cientos de miles de mexicanos y acabar con la vida tranquila y pacífica de una nación por motivos personales francamente patológicos. 

Hoy estamos como estamos porque este personaje cayó en lo que se denomina “ la trampa hobbesiana” (Thomas Hobbes, 1588- 1679), de la que suele ser víctima el gobernante cuando ataca a un enemigo visible y amenazante con el calculado pretexto de que su castigo le atraerá el apoyo de un pueblo que lo repudia; entonces, sin importar costos ni consecuencias echa mano del poder material para simular que está aplicando la Ley llana y simple; desde su equivocada perspectiva, lo importante es mostrar dureza, determinación en cualquier circunstancia y comportarse más violento que el enemigo. Una vez atrapado en su propio artificio es muy difícil que pueda escapar de él, a no ser que en el corto plazo consiga una victoria rápida y definitiva sobre el contrincante; pues si éste resiste, resulta más fuerte que lo calculado y sobrevive a la ofensiva, la tesis hobbesiana se verá consumada; el ofensor no podrá salir de la trampa y, como en el ejemplo que nos ocupa, el precio que se paga suele ser alto. Es lo que le pasó a Calderón, declaró una guerra que no podía ganar con rapidez y contundencia y condujo al país a una crisis de seguridad cuyo círculo de fuego parece ser un callejón sin salida y para la que habrá que encontrar una solución inteligente y urgente. 

Recordemos que Calderón también hizo popular el concepto daño colateral, un término creado por el Ejército norteamericano para escapar de la responsabilidad ante la sociedad civil en las múltiples guerras de ocupación en que participa Estados Unidos. Entre nosotros se utilizó con profusión para descargar al Estado de culpas y al Presidente Calderón de su cargo de consciencia ante el elevado número de víctimas producto de los daños “colaterales” producidos por las acciones de las Fuerzas Armadas en el curso de “su guerra antinarco”. Sin embargo, desde cualquier perspectiva, los culpables de acciones que causen muerte de civiles, daño psicológico y material a las víctimas no pueden eludir su responsabilidad jurídica o moral; tampoco ser eximidos de castigo legal, pues el delito no prescribe, en especial cuando el daño recibido es padecido por una categoría de personas a quien de antemano se le niega todo derecho a ser resarcida de los perjuicios recibidos. Para cerrar esta idea, Thomas Hobbes fue uno de los filósofos que más contribuyeron al proceso civilizador de la moderna sociedad europea, la tesis a la que hacemos mención se encuentra en su libro Leviatan publicado en 1651. Doscientos un años después, en el siglo XVIII, en pleno desarrollo de la edad de la razón, conocida también como Ilustración, en 1852, el parlamentario inglés, William Blackstone establece el Principio de Inocencia procesal, que se sustenta en la idea de que “es mejor que diez personas culpables escapen a la justicia a que un inocente sufra” o lo que sería lo mismo, “que cien delincuentes escapen del ataque de las Fuerzas Armadas a que un ciudadano inocente pierda la vida en un enfrentamiento o se le exponga a morir en el fuego cruzado”. Yo lo vería así y sospecho que las decisiones del Presidente Andrés López Obrador respecto a su negativa de confrontar al narco en circunstancias específicas para proteger vidas humanas, de no responder a la violencia con más violencia se inspira en esta fórmula. Quienes abogan por el uso directo y violento al crimen no saben lo que piden.

Incluso la iglesia católica, a través de su semanario Desde la fe, que publica la Conferencia del Episcopado Mexicano, acusó al Gobierno de estar profundamente coludido con los criminales y, sin decirlo abiertamente, se pronunciaron por enfrentamiento directo con las bandas del narco (extraña manifestación de amor al prójimo); acusaron a las autoridades municipales, estatales y federales de estar rebasadas, que carecen de capacidad humana, logística, económica, técnica e incluso moral para enfrentar a la delincuencia, las raíces morales se han pervertido; el Estado tiene la obligación constitucional de proteger la vida, seguridad y salvaguardar los bienes de los gobernados.

Ahora bien, la paz no es el rechazo de la guerra si no el resultado de un proceso en el que los bárbaros deben ser civilizados mediante la educación y la cultura para convertirlos en hombres pacíficos por medio de la suavización de sus costumbres, es decir, porque resuelven sus disputas sin violencia, humanizan su conducta, rechazan sus pulsiones agresivas para optar por una lógica social con nuevos significados. Sólo cuando las relaciones interhumanas y la manera de conducirse socialmente contribuyen al Estado de Derecho y al imperio de la Ley el poderío del criminal será quebrado. El poder estatal no se mide por su capacidad de represión pues no es una fuerza bruta es una relación en equilibrio entre pueblo y gobernante; la Nación será más fuerte mientras mayores sean las capacidades estatales para ejercerlas en favor de la sociedad. De ahí la necesidad de saber manejar los momentos de crisis que no obedecen a una Ley natural, sino a la codicia, la ambición y la avidez humana; la violencia no está en el ser humano es producto de intereses de clase, de grupos de la desigualdad, no se debe a la pobreza, como analizaremos más adelante.     

Antes de continuar quiero dejar sentado que este texto no pretende ser una más de las múltiples opiniones vertidas sobre “la guerra contra las drogas”, responde a la necesidad personal de comprender un fenómeno cuya lógica, por su alto grado de complejidad y número de intereses implicados, es difícil dilucidar y esclarecer, pues incluye asuntos fundamentales del sistema capitalista a escala global, la economía, la política y, por tanto, de la vida social, de los incentivos que ésta ofrece y de la cotidianeidad dominante en la sociedad ultramoderna hiperconsumista. 

El número exagerado de muertes, de desaparecidos, la violencia y la barbarie con que actúan los criminales en México es consecuencia necesaria del fracaso de nuestro proceso civilizador y del abandono de lo que pudo ser un proyecto comunitario; esta indeseable condición humana complica entre nosotros todo intento de definir, con un mínimo de error, lo que es conveniente hacer para combatir la inseguridad y los factores que la producen; de ahí, pues, nuestra obligación de  resolver los conflictos con el menor costo posible de vidas y devolver a la sociedad la vida tranquila y pacífica que tanto anhelamos. 

La incertidumbre sobre lo que debiera hacerse en situaciones críticas como la presente ha de empezar por la construcción de un razonamiento recto que permita establecer un juicio recto destinado a la realización de acciones rectas y poner estas al servicio de un proyecto de existencia cívica, pues sólo de esta manera será posible unir el intereses público con los intereses privados, sin perdernos en el delirio verbal que se ha desatado en los medios y en las redes sociales que nos impiden llegar a acuerdos consensuados. Busquemos, pues, la verdad a través de la percepción y acercamiento al objeto de nuestra atención, si lo que se desea es tener una idea clara de lo que sucede y, de esta manera, explicarnos la realidad; de lo contrario no podremos esclarecer su sentido profundo y explorar nuevas vías para actuar, tomar decisiones, pero, fundamentalmente prevenir el enfrentamiento entre personas o grupos que afecten a terceros. (Continuará)

Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.

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