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Jorge Javier Romero Vadillo

12/12/2019 - 12:04 am

Frente a la crisis del Estado, militarización

“Sin rendición de cuentas, bajo el pretexto de que se trata de temas de seguridad nacional, lo que veremos es cómo las fuerzas armadas acaban apropiándose del control estatal, mientras los civiles les sirven solo de fachada”.

Un buque de la Armada de México. Foto: Cuartoscuro

El Gobierno ha revivido un proyecto originalmente planteado durante la Presidencia de Enrique Peña Nieto para entregarle el control de los puertos y de la marina mercante, actualmente gestionados por la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, a la Secretaría de Marina, con lo cual sería la Armada de México –una de las instituciones militares permanentes que forman parte de las fuerzas armadas nacionales– la encargada de administrar la totalidad de asuntos marítimos, pues no solo estaría a cargo de la administración portuaria, sino también de la gestión de la flota de barcos utilizados para el comercio y el turismo y de la educación náutica, actividades que hasta ahora han sido de carácter civil, como ocurre en todas las democracias del mundo, con la excepción de Corea del Sur y Chile, países que heredaron de sus dictaduras militares el control de sus armadas militares de sus puertos y flotas mercantes.

La reforma revivida le daría también a la Marina las tareas de dragado de los ríos y puertos y pondría bajo su control el fideicomiso de formación y capacitación para el personal de la Marina Mercante Nacional (FIDENA), que involucran licitaciones y recursos millonarios. El argumento del presidente de la República para defender la iniciativa promovida en la Cámara de Diputados por su partido fue que se trata de un asunto de seguridad, que tiene el objetivo de controlar el tráfico de drogas y mercancías ilegales, pero la marina ya controla la seguridad portuaria, mientras que las facultades que adquiriría con la nueva ley son de carácter administrativo y financiero, por lo que con ella las fuerzas armadas avanzarían en la captura de la administración pública y su presupuesto, proceso que comenzó con el despliegue del ejército para combatir el tráfico de drogas y que no ha parado durante los últimos tres lustros.

La militarización de tareas fundamentales del Estado, que comenzó con el desmantelamiento de las antiguas redes locales de reducción de la violencia, basadas en la venta de protecciones particulares y en mecanismos de negociación de la desobediencia que caracterizaron al régimen del PRI, y su sustitución por el control territorial de las fuerzas armadas ha sido continua desde el Gobierno de Calderón, supuestamente para combatir la corrupción que generaba complicidades con la delincuencia. El campeón de aquella estrategia, Genaro García Luna, ha sido detenido en Estados Unidos acusado precisamente de darle protección particular al grupo más importante de la delincuencia a la que pretendía perseguir.

Por lo demás, la estrategia mostró pronto ser contraproducente cuando no solo ineficaz, pero, sorprendentemente, tanto el Gobierno de Peña Nieto como ahora el de López Obrador se empeñaron en continuar la sustitución del viejo aparato estatal, corrupto y carcomido, pero que mal que bien había logrado mantener la violencia en niveles aceptables, por el despliegue militar, con su estela de violencia incontrolable.

El Gobierno actual ha ido incluso más lejos que sus predecesores. El ejército y la marina han aumentado sustancialmente su poder durante lo que va de la gestión de López Obrador. Serán militares los que construyan el nuevo aeropuerto en Santa Lucía y se encarguen de otros proyectos de infraestructura. De prosperar la iniciativa de los puertos, el negocio estatal de la gestión marítima quedará en manos de la Armada.

El pretexto aducido por el presidente López Obrador es que la Marina Armada de México es una organización confiable, cosa que, por lo visto, no es la administración civil que hasta ahora ha gestionado los puertos y la marina mercante. No le merece respeto al presidente todo el cuerpo de funcionarios de las capitanías de puerto que históricamente han gestionado el tráfico marítimo de mercancías y pasajeros, ni el sistema educativo de marinos civiles. Todos ellos son, desde la perspectiva presidencial, una caterva de corruptos, mientras que los marinos militares son un dechado de virtud patriótica. ¿Cuál es la evidencia en la que sustenta esta percepción? No lo sabemos, porque si hay algún ámbito del Estado mexicano que ha sido históricamente opaco es precisamente el de las fuerzas armadas.

Desde el pacto de 1946, cuando los militares aceptaron dejar de ser actores políticos deliberantes en el proceso de sucesión presidencial, sobre las actuaciones del ejército y la marina se tendió un manto protector que los mantuvo a salvo de cualquier escrutinio público. Entre las reglas no escritas con las que operó el arreglo institucional priista estaba la de no permitir ninguna crítica al actuar de los militares. De ahí que la imagen de las fuerzas armadas fuera mejor que la del resto de la organización estatal, claramente percibida como corrupta por el conjunto de la sociedad. Sin embargo, no existe ningún elemento para considerar con seriedad que esa parte del Estado mexicano, fundamental en la construcción del régimen patrimonial y extractivo que surgió de la revolución, sea distinto al resto. Por el contrario, las fuerzas armadas fueron un elemento central del arreglo de venta de protección, característico del Estado mafioso del PRI que la democracia no transformó.

La ampliación de los ámbitos de influencia de los militares en la vida del país es una regresión importante en el proceso de evolución del Estado mexicano de un orden social de acceso limitado, controlado por una coalición estrecha de intereses, a un orden social de acceso abierto, característico de las democracias constitucionales avanzadas. Resulta paradójico que, mientras el régimen del PRI, de carácter arbitrario y con una supuesta legitimidad basada en su origen revolucionario, logró la limitación de la influencia castrense, los gobiernos elegidos democráticamente de las últimas décadas hayan renunciado a la creación gradual de un orden estatal civil sólido y profesional y, en cambio, le haya ido devolviendo espacio de influencia a quienes tienen la capacidad en última instancia de usar la ventaja estatal en la violencia.

En lugar de emprender una reforma del Estado que sustituyera la antigua maquinaria de venta de protecciones particulares, ineficiente y corrupta, con enormes problemas de agencia que implicaban el abuso privado de las parcelas de poder estatal, pero que garantizaba la reciprocidad clientelista, por una burocracia capacitada técnicamente, relativamente despolitizada, transparente y obligada a rendir cuentas de todos sus actos, se ha intentado tapar los boquetes que va dejando el desmoronamiento del antiguo Estado con los militares, bajo el supuesto de que su carácter disciplinado resolverá los problemas de agencia y de corrupción. No hay nada en la evidencia que pruebe esa suposición. Sin rendición de cuentas, bajo el pretexto de que se trata de temas de seguridad nacional, lo que veremos es cómo las fuerzas armadas acaban apropiándose del control estatal, mientras los civiles les sirven solo de fachada. Se trata de un riesgo muy alto.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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