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Peniley Ramírez Fernández

14/09/2016 - 12:00 am

Los nuevos mexicanos

Del otro lado, una turba adoctrinada avanzaba hacia él, con la creencia de que presionar a la opinión pública para que los legisladores den marcha atrás a una iniciativa a favor del matrimonio igualitario -inicialmente promovida por la presidencia y luego retomada por el Partido de la Revolución Democrática- era lo correcto.

Foto: Manuel Rodríguez
Foto: Manuel Rodríguez

La fotografía de sus manos extendidas y su pose firme se convirtió rápidamente en una imagen viral. El niño intentaba frenar una marcha en contra del matrimonio igualitario en Celaya, Guanajuato. La causa, contó en su cuenta de Facebook el autor de la foto, era que el tío del chico era homosexual y no quería que le odiaran.

Del otro lado, una turba adoctrinada avanzaba hacia él, con la creencia de que presionar a la opinión pública para que los legisladores den marcha atrás a una iniciativa a favor del matrimonio igualitario -inicialmente promovida por la presidencia y luego retomada por el Partido de la Revolución Democrática- era lo correcto.

Unos meses antes, en la Ciudad de México, la casa blanca, con una discreta puerta azul, era una más en el ir y venir de la colonia Roma. Desde la tienda contigua, ni desde el restaurante de pizzas ubicado a unos pasos de allí, nadie hurgaba, ni siquiera discretamente, en la expresión de las parejas que de vez en cuando entraban allí.

Ahora ya no pasa desapercibida. La pintura blanca fue cubierta con un enorme mural de colores, con símbolos de libertad. Montaron afuera un módulo informativo, sobre las formas de interrupción legal del embarazo.

Todo después de que un grupo de católicos se instaló allí durante 40 días y 40 noches para rezar, ataviados con imágenes de la Virgen de Guadalupe, en contra del aborto.

Ya las parejas que entran a la casa no gozan de la discreción a la que tiene derecho cualquier persona que se enfrenta a una decisión tan dura y trascendental como interrumpir un embarazo. El sitio quedó marcado como un símbolo local de la polarización que marca a la sociedad mexicana.

Lejos de este uso de la Virgen de Guadalupe como bandera en contra de las libertades civiles, otros niños forman simultáneamente su propio concepto sobre uno de los símbolos culturales más importantes de México, más allá de la connotación religiosa.

– Mamá, ¿cuándo es el cumpleaños de Guadalupe? –inquirió Matías a su madre, una profesionista que se va a trabajar en las mañanas, mientras su esposo se hace cargo de arreglar y llevar a la escuela a sus hijos.

El niño se refería a la fiesta anual que ocurre cerca de su casa, a la que asiste con sus padres. En su mente, la festividad a la patrona de México es un momento gozoso, de armonía. Una feria. No caben allí los rezos afuera de la casa blanca, que ahora tiene un mural.

Tampoco caben en la mente de otra niña, que marchaba junto a su madre esta primavera en contra de la violencia de género. En su cuerpo de cinco años llevaba un cartel, anunciando su postura.

En México crece una generación con una actitud, aún incipiente pero firme, en favor de la inclusión y la diversidad. Pero también otros niños, cuya formación primaria incluye el desprecio al otro, a cualquiera que sea distinto.

Lo más triste es que muchos de quienes promueven estos sentimientos de odio y discriminación en sus hijos, creen que están haciéndoles un bien. Aquí el debate es aún más difícil, porque incluye una pregunta: ¿Desde afuera alguien tiene derecho a cuestionar la educación familiar de un niño, en un sentido u otro?

En este punto una posición firme del Estado, para la cual existen amplios antecedentes sobre los derechos de la niñez en los tratados internacionales, ayudaría a los niños, que tienen derecho a una educación informada, a la semilla de un criterio propio y crítico.

Claro que en México ya hay otros casos de niños que no dudan en mostrar su opinión, como Frida López, la pequeña de cinco años, habitante de San Luis Potosí, cuyo discurso a favor de los derechos de las mujeres, divulgado por su tía en Facebook, suma ya más de ocho millones y medio de vistas.

“Yo te invito, mujer, a que hagas realidad tus ideales. Mujer piensa en grande, sueña en grande y vive en grande”, decía la voz firme y elocuente de Frida.

Lluvia tiene la misma edad de Frida. Lejos del discurso de mujeres súper heroínas, sus días transcurren en una casa de paredes grises en Piedras Negras, Coahuila. En su nombre lleva el destino de su hermana mayor, desaparecida en 2012.

Ella sonríe a los extraños y sobrevive entre el terror de sus familiares, a quienes la violencia del narcotráfico les ha pegado en el corazón de su familia. En su pequeño mundo, las libertades democráticas y el derecho a la opinión propia están en un segundo plano, porque hay cuestiones mucho más urgentes y graves por resolver.

En México, una nueva generación de niños crece entre la lucha por las libertades, la normalidad democrática del desorden y el sinsentido de las guerras, la que sucede entre los narcos y la que según el gobierno libra contra los narcos.

Pero también, en medio de explicaciones imposibles.

– ¿Y Carmen? –preguntó Jorge al tercer día en que sus padres comenzaron a escuchar otro noticiero de radio en la mañana, luego de la salida del aire de Carmen Aristegui.

– Ya no está –le contestaron.

– ¿Pero por qué ya no está? Insistió, poniendo a su interlocutor en el difícil empeño de explicar lo inexplicable.

El complicado ejercicio de formar ciudadanos en un país en que los niños crecen escuchando cómo los militares torturan a los civiles, como otros pequeños, de su misma edad, lideran bandas de sicarios, con niños que caminan diariamente entre puestos ambulantes que están allí sin permiso, o entre campamentos de maestros cuyas protestas tampoco sus padres entienden a cabalidad, está quedando a criterio individual, ante la falta de una política pública.

Esta infancia también está delimitada por amplios paisajes urbanos de desigualdad, en sitios donde la opulencia y la miseria están separadas por unos metros o por otros de terror manifiesto, como muchos pueblos y ciudades donde la noche impone el encierro, como regla no escrita.

La experiencia de ser padres en esta generación incluye preguntas para las que no hay una respuesta única, como le sucedió a su madre cuando Julia le preguntó por qué habían desaparecido 43 estudiantes en Iguala.

¿Cuánto de esto es responsabilidad del Estado? Una sociedad que convive con la intolerancia, la corrupción, la barbarie como parte de la vida cotidiana, mal hace en no detenerse a reflexionar cuántos de sus habitantes tienen en esto, como lo tienen en otros países con escenarios aún más terribles, como Siria, su única experiencia vital.

Creo firmemente que a una sociedad que no se ocupa de la salud intelectual y emocional de su niñez, no le augura demasiada esperanza en el futuro. Sin embargo y tristemente, no veo en el Estado mexicano una urgencia por diseñar ni por implementar políticas y programas que atiendan este problema no solo grave, sino urgente.

 

Peniley Ramírez Fernández
Peniley Ramírez Fernández es periodista. Trabaja como corresponsal en México de Univisión Investiga.

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