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Melvin Cantarell Gamboa

15/03/2022 - 12:05 am

Educar

Dado que históricamente no existe un modelo educativo único ni definitivo, cada cultura debe desarrollar uno propio, según su realidad y conveniencia.

Regreso a clases presenciales en escuela de Veracruz.
“En principio, los planes de estudio han de corresponder al contexto, al medio y a la realidad que se vive e iniciar con los niños un proyecto de existencia despierta y una sabiduría de vida”. Foto: Victoria Razo, Cuartoscuro

Para qué educar en México

(parte final)

Recapitulemos, la educación se ha identificado tradicionalmente con aquello que las sociedades humanas hacen con cada nueva generación para conservar su cultura, civilización, conocimientos y costumbres con la finalidad de permanecer y preservarse; incluye también aquellas modificaciones y ajustes que son necesarios para la perfección de sus pretensiones y la corrección de los errores.

Dado que históricamente no existe un modelo educativo único ni definitivo, cada cultura debe desarrollar uno propio, según su realidad y conveniencia.

En México, desafortunadamente, los diseños adoptados nunca han cumplido su función porque a lo largo de nuestra existencia como Nación no han guardado correspondencia con el movimiento histórico del pueblo.

Es irrebatible la vigencia de vicios heredados de nuestro pasado colonial y la asunción acrítica de modelos externos que están de moda y al gusto de los gobiernos en turno, sin que en ningún momento se emprendiera seriamente la construcción de un proyecto derivado de la realidad y la idiosincrasia de los mexicanos, es decir, de sus sentimientos, carácter, factores y circunstancias internas.

Durante el siglo XIX, el método lancasteriano protegió los intereses eclesiásticos y de los sectores privilegiados de la naciente República; con el triunfo del liberalismo Gabino Barreda introdujo el positivismo, que durante el porfirismo tuvo en Justo Sierra su más importante impulsor. Ninguna de estas pedagogías estaba hecha para las necesidades nacionales.

Mención aparte merece el periodo que va de 1921 a los años cuarenta del siglo pasado: en los primeros dos años, José Vasconcelos emprendió la alfabetización de los adultos y creó las Misiones Culturales que difundieron por todo el país los logros de la civilización, la cultura y el derecho de los mexicanos a la educación. Lázaro Cárdenas (1936-40), desde la perspectiva de una educación socialista, priorizó la educación rural, fundó escuelas y normales rurales, internados de educación media para hijos de trabajadores, el Instituto Politécnico Nacional (con internado), la Universidad Obrera, el Instituto Nacional de Antropología, la Escuela Nacional de Educación Física; a la vez, el proyecto cardenista radicalizó la secularización de la enseñanza. El intento de laicizar la formación escolar arrancó con la vigilancia de las escuelas privadas y la propuesta de un proyecto de reforma que legitimara estas innovaciones, lo que desató la ofensiva de los conservadores de entonces; muchos maestros fueron asesinados (doscientos maestros rurales). Durante el Gobierno de Adolfo Ruiz Cortines se cerraron los internados para hijos de trabajadores, el del IPN y de algunas escuelas normales. Sin lugar a equivocarnos podemos asegurar que en ese sexenio se gestó la involución cívico-ética de la educación en México.

Con Luis Echeverría se acopló la educación media superior a la relación escuela-fábrica; en el periodo neoliberal se amplió sin control la privatización de las escuelas y se adecuó la enseñanza a la intensión de elevar la productividad industrial al poner énfasis en la eficiencia de los trabajadores y profesionistas en beneficio de las empresas, pues se adiestró en función de una mayor competencia y se empujó a la competencia entre los aspirantes a incorporarse al mercado laboral. Con los resultados que, como vimos, tan acertadamente describe Byung-Chul Han.

Ahora bien, si partimos de la idea de que toda situación social es susceptible de modificación, entonces, las condiciones actuales de empoderamiento de la ciudadanía pueden generar en la sociedad la disposición suficiente para impulsar a fondo una real reforma educativa y espiritual, con la inclusión y participación de los interesados, para no dejar el asunto únicamente en manos de burócratas, tecnócratas e intelectuales, hasta ahora fallidos.

Existen abundantes razones que pueden invocarse para justificar debatir el para qué de la educación en México; unas son opciones de futuro, difíciles de superar en el corto plazo, otras, desafíos impostergables. Por lo tanto, los “para qué” de la educación en México han de deducirse de nuestra presente situación: Durante los últimos 36 años se aceleró un proceso descivilizador; ya no nos reconocemos como comunidad, nuestras relaciones con el otro carecen de solidaridad, cooperación y comprensión; conductas como el respeto mutuo, cortesía, deferencia y consideración prácticamente no existen. Un ejemplo sencillo: ¿Qué impide que alguien robe nuestra casa? No lo evitan las cerraduras más sofisticadas, las alarmas o las cámaras de video, quizá ni la policía, sin embargo, si puede impedirlo el ethos de cada persona (la conducta que se deriva de circunstancias específicas que tienen que ver con el comportamiento personal) y si esta conducta individual se extiende hasta alcanzar dimensiones sociales, la ética operará como el más eficaz instrumento para disfrutar una vida segura, tranquila y pacífica.

Además, a nadie llama la atención los daños que el sistema causa a nuestro mundo común; nos agredimos unos a otros, generamos relaciones cargadas de odio, resentimiento y conflicto, principalmente en la actual coyuntura en que los dueños del dinero, los poderes fácticos y sus agentes mantienen una confrontación irracional en los medios contra el Gobierno por no serle incondicional.

¿Qué hacer, por lo pronto, en las actuales circunstancias? Desarrollar un habitus que nos permita construir una manera de obrar, pensar y sentir hasta hacer nuestro entorno vivible (Pierre Bourdieu). Esto es posible sólo cuando los miembros de una sociedad son capaces de elucidar y esclarecer mediante la experiencia y la sabiduría acumulada históricamente, las razones por las cuales debemos actuar y reflexionar de determinada manera sobre la forma más conveniente de coexistir, es decir, de ser real y verdaderamente una comunidad. A partir de ahí, precisar la parte que corresponde a la educación en esta búsqueda de la mejora de nuestro mundo.

En principio, los planes de estudio han de corresponder al contexto, al medio y a la realidad que se vive e iniciar con los niños un proyecto de existencia despierta y una sabiduría de vida. No abandonar, como se hizo en México, la enseñanza media, media superior y universitaria a teorías abstractas o con fines meramente utilitarios e instrumentales; por lo contrario, es necesario que la juventud aprenda desde la escuela un modo humano de ser reflexionando sobre la propia manera de vivir y, a partir de ese conocimiento, planear otras formas posibles de proceder con el otro y enseñar a quienes han vivido en la necesidad y la desesperación que el saber vivir puede llegar a ser el camino para experimentar una existencia más conveniente y preferible.

La actual educación escolar basada en datos, algoritmos, información y el conocimiento de teorías científicas no desarrolla el sentido común, no es aprendizaje de vida, no es saber, no da honestidad, rectitud, criterio, imaginación ni alegría; la educación, desde su inicio ha de preparar la inteligencia y el carácter de los niños para comprender al otro, a convivir en sociedad, a abstenerse a voluntad de cometer ninguna injusticia o de hacérsela cometer a otros. Por lo tanto, han de afrontarse aquellas situaciones más urgentes; la primera: restituir el proceso civilizatorio, es decir, recuperar la enseñanza del civismo, la filosofía, la ética y las humanidades que los gobiernos, al servicio de la oligarquía, abandonaron al optar por lo funcional, lo utilitario, instrumental y pragmático, pues apostaron por el crecimiento económico en perjuicio de lo social, lo convivencial y comunitario.

El proceso de civilización, que se inició en Europa con la Ilustración, por ejemplo, tuvo un efecto pacificador que llevó al descenso de las conductas violentas y redujo la intervención del Estado (a quien se le ha conferido el monopolio del ejercicio legítimo de la fuerza y la imposición del imperio de la ley) para alcanzar espacios pacificados, hábitos de autocontrol, así como comprensión y preocupación por el otro. Las personas viven civilizadamente cuando cumplen con sus deberes de ciudadano, respetan las leyes, contribuyen al buen funcionamiento de la sociedad y al bienestar de la comunidad, pues esto contribuye a la convivencia; hacerlo es responsabilidad de la colectividad entera y un fin común.

La segunda cuestión que nos debe ocupar tiene que ver con circunstancias y situaciones específicas. La educación brinda la ocasión de ejercitarnos en sentimientos vinculados al entendimiento y la convivencia (amor, bondad, comprensión, generosidad, nobleza y rectitud); esa es su función: transformar seres humanos.

La formación del niño mexicano debe incluir la adquisición de habilidades y destrezas que le permitan pensar su mundo desde una perspectiva práctica, guiado por el sentido común para entender su relación con los otros, la sociedad, la naturaleza y el planeta entero para llegar a percibir responsablemente esta asombrosa relación consigo mismo y con sus semejantes. Civilizar desde la escuela disminuiría, paulatinamente, la agresividad, la violencia y la criminalidad.

Además, formar en el niño un espíritu predispuesto a la comprensión del bien, la justicia, la cooperación y la solidaridad inclinará su conciencia y razón para pensar, reflexionar y autocorregirse desde la perspectiva de una subjetividad liberada, capaz de ofrecer resistencia al acoso de una realidad inaceptable por las insatisfacciones e inequidades que acumula y le permitirá eliminar en su comportamiento las sutiles formas de sumisión a las que se somete la  subjetividad infantil, cuando lo que sería deseable es construirle una personalidad libre, autónoma, independiente y soberana, pues la dependencia cierra toda posibilidad de una agradable existencia.

Todo lo anterior se obtiene, como hemos apuntado arriba, desarrollando programas neuronales adecuados mediante ejercicios éticos practicados en el ámbito familiar y escolar hasta convertirlos en hábito en su actividad cotidiana. Ejemplo: el mejor medio para ejercitarse en la bondad y conducirse noblemente, dice Nietzsche, es comenzar el día favoreciendo por lo menos a un hombre.

Por último, si saber vivir es enseñable, el maestro en el aula, como mediador pedagógico, está en condiciones de impulsar la práctica de una vida buena, no sólo entre sus alumnos, también en la familia e, incluso, difundir esta experiencia al ámbito social.

Saber vivir es una cuestión práctica, más que teórica, por estar vinculada a los sentimientos y a la conducta; su aprendizaje ha de incluir el desaprendizaje y el abandono de ideas inservibles para la vida cotidiana, así como aquellos valores incompatibles con una sociedad solidaria, armónica, cooperativa, equitativa y justa. El bien, es necesario subrayarlo, es de una fragilidad increíble pues no depende de códigos morales ni de valores supuestamente trascendentes, se cimienta en saber vivir, requiere de un ethos personal, de una ética social y exige que cada uno sea capaz de construirse una sabiduría autosuficiente. “El ser es lo que exige de nosotros creación para que tengamos experiencia de él” (Merleau-Ponty).

Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.

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