RAQUEL Y LA REBELIÓN DEL COCODRILO

16/01/2014 - 12:00 am

Existen guerras silenciosas, libradas por los otros habitantes de la Ciudad de México: los ignorados, los pedigüeños, los franeleros, los ladrones desesperados por una botella de alcohol. En esos mundos existen silenciosos reinos tan vastos como el ancho de un camellón y sublevaciones que terminan con el asesinato de un gran tirano de cuya existencia casi nadie supo.

La Martina asesino a uno de ellos, un hombre obstinado con golpear una y otra vez al único de sus hijos que aceptó a quedarse con ella en la calle. “Me lo iba a matar, pero se la ganamos”, cuenta ella desde prisión…

MATAR O MORIR | CUARTA PARTE
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Santa Martha Acatitla. Foto: Cuartoscuro

Ciudad de México, 16 de enero (SinEmbargo).– Al verla sentada en la sala de espera de los consultorios psicológicos de la cárcel de mujeres de Santa Martha, es imposible dejar de pensar en el boxeador Humberto La Chiquita González.

Acaso es una versión ligeramente reducida: una minimosca de 48 kilos cerrados y metro y medio exacto de estatura. Todo lo demás es igual: la espalda cuadrada; los brazos nervudos rematados en manos pequeñas y compactas, la derecha con los dedos tatuados con la palabra “TORO”, y la total ausencia de cadera.

También por la sospecha de que no existe grasa debajo de esa piel gruesa y resistente a cualquier ataque. Y las quijadas anchas, apretadas; los ojos diminutos y la nariz aplastada por un golpe recto. Posee dos fulgurantes cicatrices en la frente y una más sobre la mandíbula.

Tal vez por todo eso resulta tan irreal ver cómo se quiebra en llanto.

Raquel nació en la Navidad de 1972. Su padre fue un cubano de nombre Habacuc y su madre una jalapeña llamada Valentina. Tras el nacimiento de sus cuatro hijos en Veracruz, llegaron a vivir a la ciudad de México.

Los niños quedaron huérfanos de padre cuando Raquel tenía tres años de edad y de madre al año siguiente. Entonces, los hermanos de Valentina convinieron en repartirse el cuidado de los sobrinos, lo que llevó a Raquel y a uno de sus hermanos, Germán, de regreso a Jalapa.

Llegaron a la casa de un familiar, un hombre envejecido y amargado que pronto entendió que lo mejor era abstenerse de maltratarlos y los dejó al cuidado de una de sus hijas mayores, Rosario.

Sin embargo, Rosario apenas sabía qué hacer con sus propios niños. Una noche, en una boda a la que llevó a sus pequeños primos, presentó a Raquel con unos compadres, Jorge y Lucía.

–Es ella –dijo dirigiéndose a la pareja y mirando a la pequeña.

La comadre cargó a la niña de mirada arisca y la sentó sobre sus rodillas. Raquel se sintió en un lugar extraño y quiso bajar, correr hacia su tía, pero Rosario la rechazó y la empujó hacia la otra mujer. Raquel tenía cinco años, suficientes para entender que la regalaban e intentó rebelarse. Saltó hacia la tía, quien la recibió con pellizcos.

–Ella es tu mamá ahora –alzó la voz en medio del golpeteo de la marimba. Y desapareció con Germán de la mano entre las parejas que bailaban.

* * *

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Imagen: Especial

En realidad, Raquel fue la primera beneficiada de ser entregada a desconocidos.

Jorge y Lucía no tenían hijos, así que se hizo dueña de toda su atención. Fue inscrita en la escuela al cumplir seis años y, con más dificultades para su madre adoptiva que para ella, llegó al cuarto grado.

Siempre insatisfecha, la niña reflexionó que si sus tíos la habían obsequiado, sus padres bien podrían estar vivos en el Distrito Federal y si no, prefería acomodarse con otros familiares que con unos extraños.

Raquel cometió su primer robo abriendo la bolsa de Lucía y subió a un camión que la dejó en la entonces nueva Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente. Preguntó cómo llegar al centro y subió a un camión. Hasta que se encontró en el Zócalo cayó en cuenta de que en realidad no sabía a dónde ir. Todo era igual y ajeno.

Averiguó cómo volver a la central de camiones con la idea de regresar a Veracruz. Ya era de noche y la central había cambiado por fuera y por dentro.

Entró sin darse cuenta de que estaba en la Terminal del Norte. La cabeza no le dio para aclarar el error. Peor aún, no tenía dinero ni para comer. Buscó dónde acurrucarse y se quedó dormida debajo de unas bancas de la sala tres.

* * *

 La niña alcanzó éxito en su primer día de limosna.

Contaba la historia de cómo la habían regalado y luego abandonado. Pronto comprendió las conveniencias de inventar historias sobre sí misma, de decir en voz alta sus fantasías de maltrato, de subrayar las vejaciones verdaderas y estirar la mano.

Se unió a un grupo de niños de la calle de distintas edades, entre ellos Teófilo La Changa, hijo de una prostituta conocida como La Chabela que de vez en cuando le daba de comer. Se llenaba las bolsas con monedas de un peso con el perfil de Morelos. Concluyó que no había razón para retornar a Jalapa y decidió quedarse a vivir en la central camionera.

Fue catalogada como una niña indigente y, de inmediato, hostigada por los guardias que, al encontrarla, la llevaban, en medio de sus pataletas, hasta la Avenida de los Cien Metros. Apenas le daban la espalda, Raquel encontraba la manera de meterse nuevamente y aquéllos, de sacarla. Desde entonces se le quedó el modo hosco y un sentido del humor tan agradable como un animal disecado.

La protegió una indigente llamada Martina, con quien a veces simulaba el papel de niña enferma en sus brazos, hasta el día en que fue la mujer quien enfermó y murió. Los demás pordioseros no supieron cómo llamar a Raquel, así que convinieron en decirle La Martina.

Por esos días conoció a Jonás, un dulcero de banqueta y 51 años de edad que decidió protegerla y la empleó como su ayudante. Era 1982 y Raquel aún no cumplía diez años. El hombre vivía con una mujer en Cuautitlán Izcalli, cuando esa parte de la ciudad era un llano de milpas y ladrilleras. No tenía hijos.

Jonás miró bien a Raquel y decidió que no la llevaría a vivir a su casa, sino que le pagaría la pensión en alguno de los hoteles del rumbo de la central camionera. Primero fue en el Defensores y luego en el Acuario. Raquel empezaba a vender a las 6 de la mañana y Jonás llegaba algunas horas después. Terminaban en la tarde, recogían el negocio y se encerraban en el cuarto del hotel. Si había necesidad, se presentaba como su padre o como un tío, pero raras veces se vio en el compromiso de ofrecer explicaciones.

Con Jonás de la mano, Raquel conoció el cine y el Zócalo en donde se descubriera perdida y, por supuesto, Chapultepec. Fueron los mejores días de Raquel. También fueron los en que comenzó a beber alcohol y, poco después, a fumar mariguana.

Con la construcción de la línea 5 del Metro, Jonás amplió el negocio a un puesto de peines, espejos, relojes y muñecos en las escaleras y dentro de la estación Autobuses del Norte, inaugurada en agosto de ese mismo año.

Cuando Raquel cumplió 14, Jonás decidió dejar a su mujer e irse a vivir a los hoteles con Raquel.

“Siempre me protegió de todo. Me dio de comer, de vestir, dónde vivir y zapatos para no andar descalza. Primero sentí agradecimiento y supe que lo quería. Una define con el tiempo qué es amar y qué es querer. Ahora me doy cuenta que a ese señor sólo lo quise. Fue puro agradecimiento. Fue cariñoso conmigo: nunca me madreó”, platicará Raquel.

En realidad, el vendedor nunca abandonó del todo a su esposa, convertida en amante, y la veía de vez en cuando. Raquel se daba cuenta, pero lo entendía como un hecho natural que no le inquietaba, como a él no debía inquietarlo la relación que, por su lado, iniciaba con un policía.

Hasta una mañana en que Jonás despertó en la habitación en que vivió con la muchacha la última temporada. Aún acostado vio decenas de colillas de cigarro apagadas en el buró. Quiso contar los envases de alcohol potable de 96 grados, pero lo consideró inútil. Sintió temor y extrañó a su mujer, la de Cuautitlán. Puso una mano sobre la espalda de Raquel. La despertó y le dio el dinero que le quedaba y se fue.

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Imagen: Especial

Raquel buscó a Genaro, un policía del Estado de México, también varios años mayor que ella.

El hombre aceptó pagar los mismos hoteles baratos. Raquel sintió alivio. Todo eso era mucho mejor que las noches de agua fría que llueve en la Ciudad de México. Quedó embarazada en pocas semanas y se lo dijo a Genaro.

El policía respiró hondo y le dijo que no se preocupara, que ahí estaba él. Pasó la noche y no llegó. Raquel supuso que estaba de turno y que regresaría a la siguiente. Se asomó al pasillo, pero sólo estaba el olor a insecticida. A las pocas mañanas tocaron a la puerta. Caminó con más angustia que fastidio y le abrió al encargado del hotel.

Con desgano, recargó el hombro en la puerta para que la mujer ya no la cerrara y gesticuló hacia la calle.

La Martina tomó las pocas cosas que tenía y regresó a la central camionera. Entendió que sus posibilidades de salir adelante con un embarazo encima eran mínimas, así que aceptó la propuesta de Simón. Lo conocía de tiempo atrás, desde los días en que llegó a la Terminal del Norte con la idea de que por ahí regresaría a Veracruz.

Simón, pocos años mayor que ella, era lustrador de zapatos. Poco tiempo después se ganó el apodo del Toro y se dedicó de tiempo completo a robar, lo que no representaba problema alguno para La Martina. Menos si la aceptaba encinta de otro.

Cuando nació René Ramón, La Martina ya bebía casi todos los días. Siempre tuvo reticencias con la cocaína. Le causaba pánico, le desataba una gota de sudor helado que le resbalaba por la espalda y el presagio de que sería llevada a rastras por la policía. Por eso prefería viajar hacia abajo, con pastillas sicotrópicas o tíner. Y despertaba con el esófago cocinado y veía al Toro masticándose las muelas por tanta coca y calculaba cuántas horas llevaba el niño sin comer y suponía si el chamaco del que estaba nuevamente embarazada nacería sin cabeza o con dos.

El 23 de febrero de 1991, Román Jesús desafió los conocimientos embrionarios existentes y nació bien.

Raquel ya casi no trabajaba y la falta de dinero agudizaba los momentos de abstinencia a la coca en que Simón sentía que vomitaría el corazón, enfurecía de la nada y golpeaba a su compañera hasta reparar en la posibilidad de que la mataría.

Ella lo quería profundamente y como muestra de esto se tatuó en el dorso de los dedos las letras TORO.

En una medianoche de febrero de 1994, La Martina, La Julia –un tipo con apodo de mujer– y El Toro asaltaron a una mujer en la esquina de Avenida Central y Poniente 112. Raquel y Julio la sujetaron, mientras Simón manoseaba la bolsa. Sacó 400 pesos. Unos patrulleros observaron el asalto y prendieron las sirenas. Los ladrones corrieron, pero sólo El Toro logró escapar.

En el Ministerio Público, la mujer asaltada señaló de inmediato a las ladronas. Los conocía bien. Esa mujer, al igual que Raquel, vendía dulces en el metro.

La Julia ya conocía la cárcel. Lo detuvieron una vez con una pistola sin permiso y otra por abuso sexual a un menor. No era el caso de Raquel que, con 21 años, nunca había estado presa. Fue condenada a ocho meses y un día de prisión, tiempo que no cumplió, al obtener su libertad anticipada gracias a no tener antecedentes penales y a la ausencia de armas durante el atraco.

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Imagen: Especial

El cuarto de hotel en que vivía con sus hijos y Simón ya estaba desocupado cuando regreso.

El encargado del hostal le informó que el hombre llevó a los niños con unos compadres, padrinos de su primer hijo y vendedores de periódicos en la central.

El Toro había desaparecido. Regresaría, pero ya no a vivir con ella.

La Martina consiguió trabajo en una carpintería, que dejó después de ser internada en una granja para alcohólicos después de una borrachera de 30 días y 30 noches. Halló el insospechado empleo de guardia privada de una empresa del Estado de México y alquiló un departamento en Tlalnepantla, cerca de Indios Verdes. Pronto volvió al centro de rehabilitación.

Ahí conoció a Saúl, un mecánico divorciado. Cuando salieron del anexo, el hombre llevó a La Martina y a sus hijos a una vecindad de la colonia Pro Hogar, cerca de Vallejo, en Azcapotzalco. Por primera vez desde que salió de Jalapa, Raquel tuvo un techo fijo. Entusiasmados, comenzaron una borrachera de la que Raquel pudo salir casi un mes después. Pero Saúl no. Trató de jalarlo a la sobriedad, pero no lo logró.

Sacó a sus niños a la calle y, como siempre, caminó a la Central de Autobuses del Norte. Cuidaba autos y limpiaba parabrisas. Sus hijos vendían dulces a una edad menor de la que ella tenía cuando llegó a la Ciudad de México. El ingreso conjunto les resultaba suficiente.

La Martina salió a robar acompañada de otro franelero, dueño de dos misteriosos apodos, El Beethoven y El Cherokee.

Como si la experiencia anterior no existiera, caminaron a Eje Central y Poniente 112 y abrieron una vieja camioneta Rambler Wagoner con un cuchillo de cocina. Desarmaron el estéreo, tomaron casetes de música y herramienta que la Martina se guardó entre las ropas. El dueño del vehículo apareció antes de que los ladrones terminaran. Quiso reclamar, pero El Cherokee avanzó y lo amagó con el cuchillo.

Ni siquiera vieron cuando unos policías judiciales se acercaron y los encañonaron.

–Es por pobre, hijos de la chingada, es para darle de comer a mis hijos –suplicó.

El 22 de junio de 1996 entró al Reclusorio Preventivo Femenil Norte. Salió dos años, un mes y 17 días después con el hombro izquierdo tatuado con el nombre de Gaby y un corazón al lado; el demonio Taz de los dibujos animados en el antebrazo derecho y al lado una flor; en el izquierdo, un gato.

La Martina no tuvo más opción que regresar a la central camionera.

Fue por sus hijos a la casa de los compadres con quienes se quedaban cuando estaba presa o anexada en un centro para alcohólicos.

Sólo Román Jesús la siguió; no volvería a ver a René Ramón. Se instaló en una de las calles traseras de la terminal y con su hijo durmió debajo de unas lonas con otros franeleros y limpiaparabrisas.

Raquel quedó encinta una vez más de un niño al que regaló.

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Imagen: Especial

A Teófilo le decían La Changa. Siempre le dijeron así por la frente diminuta delimitada por una firme línea de cabellos negros, erizados, y unas cejas pobladas montadas sobre unos huesos de hombre prehistórico. Tenía los ojos redondos y juntos. Los labios gruesos y oscuros apenas escondían la ausencia de los dientes frontales de arriba, perdidos quién sabe en qué pelea. Chimuelo de esa forma, se realzaban los caninos, lo que potenciaba su rostro de mono a uno de mandril en los momentos de furia, y estos eran frecuentes.

Decía que él mismo –en alguna de las cárceles que pisó– se había tatuado en el antebrazo derecho una calavera con un sombrero, con la idea de que pareciera un vaquero de ultratumba. También tenía dibujado un corazón verde atravesado por una rosa y el nombre de Uriel abajo. Y una telaraña en el codo derecho que se abría y cerraba cuando flexionaba y extendía el brazo para presumirlo. Una cicatriz le atravesaba todo el lado izquierdo de la cara, desde la sien hasta el mentón, distrayendo la mirada de otras viejas heridas, muestras de sus antiguas batallas. Pero también de que a La Changa se le podía partir la cabeza y se le podía romper la boca.

Alcanzaba los 35 años de edad y la mayor parte del tiempo era limpiaparabrisas. Tenía por cuartel general un lugar llamado La Casita, una tienda hecha con lonas de costal amarillas y azules, sujetas con una cuerda a un árbol del camellón de la Avenida de los Cien Metros, casi frente a la Central Camionera.

En esos cuatro metros cuadrados vivía con un vagabundo llamado Eugenio, mejor conocido como El Cholo, con Eunice La Pelona y con una niña que nadie sabe cómo se llama y si todavía vive.

La Changa gobernaba las mejores esquinas para limpiar vidrios y era el regente de las calles en las que valía la pena cobrar el estacionamiento en vía pública. Hacia 2004 pretendía ampliar su poder hasta el interior de la Central Camionera. Quería atribuirse la facultad de autorizar la venta de chicles y la petición de limosnas.

Cualquier rebelión se sometía de inmediato. La Changa golpeaba personalmente a quien se opusiera a pagar una cuota diaria que él mismo establecía en función de su amistad, edad y la capacidad de venta que supusiera del chiclero o el pedigüeño.

Cuando entendía que él sólo no podría someter la inconformidad o que era indispensable mostrar fuerza, organizaba un escuadrón de franeleros y limpiavidrios y se lanzaba al ataque, fuera de la central o dentro, con fugaces incursiones en salas y pasillos. La Changa se hacía de algunos otros pesos cuando, perseguido por el hambre de cocaína, abandonaba su reino y buscaba algún caminante solitario. Le acercaba una vieja navaja con empuñadura en forma de cocodrilo y le vaciaba los bolsillos.

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La Martina y La Changa caminaron por las mismas calles, aunque la amistad no fue tanto con él sino con la madre de éste, La Chabela, una mujer que se prostituyó durante décadas en Tacuba, la Basílica de Guadalupe y la Central del Norte. También transitó por algunos hoteles y murió en la calle pidiendo dinero cuando sus viejos clientes fallecieron y los jóvenes dejaron de comprarle compañía.

La primera mujer a quien golpeó La Changa fue La Chabela, su madre. Así aprendió de los sucesivos padrotes que desaparecieron cuando a esa mujer ya no se le podía vender.

Raquel veía con desagrado el trato, pero desde años atrás comprendió que no debía meterse en la vida de los demás, particularmente cuando estaban en desgracia. Además, La Changa trataba con el respeto de un viejo compañero de batalla a La Martina, quien podía cuidar autos en la calle y vender dulces sin pagarle renta.

De vez en cuando coincidían. Él compraba activo en abundancia y ella las botellas de alcohol necesarias para perderse algunos días, hasta que el sol les picaba la cara en el camellón de los Cien Metros.

El asunto con Román Jesús era diferente. El muchacho comenzó a trabajar a los cuatro años y a los 13 conocía la central mejor que su madre. Se llevaba bien con choferes, taquilleras y policías. Se decía que andaba en asuntos de drogas y apuestas, pero nada lo suficientemente grave como para no caber.

Con el carácter de la madre y toda la infancia en la calle, no estaba dispuesto a pagar un solo peso por trabajar. Era altanero y presuntuoso. Cuidaba demasiado su aspecto y La Changa lo odiaba. Cada que lo veía, le reclamaba una deuda que Román Jesús desconocía a lo que el otro respondía con una golpiza que cada vez le era más difícil propinar. El Jesús también sabía pelear.

La Martina observaba el asunto como parte del crecimiento de su hijo. Tenía la idea de que lo ayudaba más si lo dejaba aprender solo. La Changa comprendió que abusar de Román Jesús no tendría ninguna consecuencia, así que escaló el mal trato.

“Cuando todavía vivía, yo le decía a La Chabela: tu hijo es un pasado de lanza con el mío y mi hijo está chico. Me lo encuera y me lo arrastra encuerado por el agua. Habla con él, porque un día va a suceder otra cosa”, recordará La Martina años después. “Nadie podía con La Changa. Tres no podían con él. Era bien abusivo y yo se lo decía. Le pedía que le bajara. Pero nunca entendió”.

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Imagen: Especial

La tarde del 5 de agosto de 2004 comenzó a morir con La Martina ebria y La Changa convertido en vapor de solvente.

Estaban sentados en la banqueta de la calle trasera de la central de camiones. Vieron caminar hacia ellos a dos choferes y un muchacho con cervezas en la mano. La Changa se levantó y sacó su navaja para asaltarlos, pero prefirió arrebatar la cerveza al joven. Enfocó su cara y detrás de la neblina amarilla reconoció a Román Jesús. Levantó el envase para estrellarlo en su cabeza, pero La Martina lo empujó y cayó al suelo.

Madre, hijo y conductores lo sometieron con a golpes y, antes de dejarlo, La Martina robó su navaja.

La Changa descansó y cuando sintió que podía correr, fue a La Casita. En el camino encontró al Cholo y luego a La Pelona. Fueron a buscar más franeleros leales en la sala tres de la terminal. Sólo hallaron a La Martina, que trataba de dormir en una de las bancas.

No avisaron: sólo llegaron y la tundieron. Alguno utilizó un palo, pero debieron salir a la carrera cuando vieron a los vigilantes correr hacia ellos.

El Jesús encontró a su madre mallugada y pidió ayuda a unos diableros igual de vejados que él para escarmentar a La Changa. Raquel se les unió y fueron a su caza. La guerra comenzó

El siguiente round ocurrió a las tres de la mañana del día siguiente. Lo toparon sólo y sentado en la banqueta, confiado en que la lección a La Martina había sido definitiva. Pero cuando los vio caminar hacia él, entendió que la insurrección no estaba sofocada y corrió. Fueron detrás de él. Quiso dar vuelta en una esquina agarrándose de un tubo para no perder velocidad, pero lo soltó y cayó. Los demás no desaceleraron y antes de pararse lo empezaron a patear

La Martina llegó al final, cojeando. Vieron la luz de una patrulla. Insatisfechos, los rebeldes decidieron replegarse. La Changa se levantó y renqueó hasta La Casita. Entró con el torso desnudo, los ojos medio cerrados y la nariz sangrante. Bramó que La Martina, El Jesús y tres cargadores lo habían entrampado y golpeado. Clamaba nueva venganza y ayuda de su banda. El Cholo salió de entre los trapos humedecidos en tíner.

Lo calmó: después, por la mañana, reunirían las fuerzas necesarias para apagar la sublevación de La Martina. Pero después, a las ocho de la mañana, Raquel, Román Jesús y los diableros tomaron por asalto el cuartel enemigo.

“¡Sal, pinche Changa, te vamos a poner en tu madreeeeeeee!”, chilló la Martina hasta quedar sin aliento. En realidad, no esperaron a que la Changa saliera y levantaron las lonas.

Los diableros se lanzaron contra El Cholo, mientras que hijo y madre patearon a La Changa, aún dormido. Cuando despertó, cayó en cuenta que las mismas personas lo tundían por tercera vez en menos de un día.

Era, simplemente, inaceptable. Intentó levantarse, defenderse, apagar esa insurrección que había llegado hasta su casa. Pero apenas se arrodillaba, ese monstruo de cuatro brazos y cuatro piernas lo regresaban al suelo.

La Changa era un hombre fuerte y curtido. Se incorporó y apretó los puños. La Martina mostró un fierro que La Changa reconoció de inmediato, porque era el suyo, su querida navaja con empuñadura de cocodrilo. Román Jesús se lanzó con un cuchillo cebollero. La Changa retrocedió un paso atrás y sintió la punta resbalando por el pecho.

Vino el segundo golpe, pero La Changa lo atajó con la mano. Más certera, Raquel hincó el puñal en el muslo izquierdo y cuando sintió al hombre doblarse, sacó el metal para lanzar, literalmente, un gancho al hígado, cortando además una parte del estómago y del intestino. Román Jesús se lanzó a la cabeza y golpeó con filo en la sien izquierda y regresó buscando el pecho.

La Changa levantó la guardia por última vez y el cuchillo dio en uno de los brazos, a la altura del codo.

La Changa sentía estar parado sobre unas piernas de lodo seco. Estaba mareado: la golpiza de horas antes le había provocado una pequeña fractura de cráneo y un ligero derrame cerebral, determinarían los forenses

El Cholo logró huir, pero La Pelona y ella describiría la última parte del combate: Raquel acomodó la navaja con el filo saliendo del meñique para golpear de arriba hacia abajo y se lanzó. Los seis centímetros afilados del cocodrilo entraron hasta un pulmón de La Changa y, al salir, rasgaron el corazón.

* * *

El Cholo corría por el Eje Central buscando ayuda. No encontró a nadie y, cuando regresó, madre e hijo escapaban.

La Changa aullaba que se moría y tenía razón. El Cholo, La Pelona y otra muchacha lo levantaron de manos y pies. Lo cargaron hasta el otro lado de la avenida y lo dejaron recargado junto a un poste del trolebús, en la esquina en donde siempre iniciaron las prisiones de Raquel, la avenida de los Cien Metros y Poniente 112.

Un patrullero pidió auxilio por radio, pero la ambulancia tardó casi una hora en llegar. La Changa murió en la cama número uno de la sala de urgencias del Hospital General La Villa.

Los policías quisieron entrar a La Casita, pero una parte de las tropas leales a La Changa ya la tenían resguardada y no permitieron ninguna invasión más. A un lado, los policías Ricardo Hernández y Raymundo Guerrero encontraron la navaja. No tuvieron mucho que investigar. El Cholo detalló las batallas de las últimas horas. Lo subieron junto a La Pelona a la patrulla y salieron a buscar a Raquel. La reconocieron caminando frente al foro cultural de la Calzada Fortuna. La Martina iba con su andar de pasos rápidos y flexionando las rodillas de más.

–Ella es –apuntó El Cholo.

Los hombres la detuvieron sin problema. “Vas a ver, hija de la chingada matona”, le dijeron y la acomodaron en el asiento de atrás. A Román Jesús lo detuvieron unas cuantas horas después.

* * *

Hay quienes creen que en la cárcel se puede vivir mejor que en la calle. Hay quien dice que es el caso de Raquel, que tiene atención médica, alimentación y una cama segura.

Ha pasado su encierro en Santa Martha Acatitla, excepto por los tres meses que estuvo internada en el Reclusorio Norte. Es difícil para ella. Quizá también para La Pelona, El Cholo y El Toro, presos en distintas cárceles por asaltos en que cada uno se involucró por separado.

La Martina arrastra los viejos robos en su expediente y, leal a su historia, no deja pasar la oportunidad para apretar los puños e iniciar una pelea más. Tiene mínimos avances en la escuela y no muestra interés en la capacitación.

Vive en el dormitorio E, celda 214, compartida con otras tres presas por robo, secuestro y tráfico menor de drogas. Trabajó dos años y medio en la tortillería.

Ahora es canastera: lleva y trae mujeres de los dormitorios al cuarto de visita íntima, al que ella nunca ha entrado.

Cada vez le dan diez, 15 pesos. No más. Gana algo más limpiando pisos de su nivel y con eso sobrevive.

En sus años de prisión, Raquel no ha recibido ninguna visita, ni siquiera en el patio de la cárcel, ni siquiera de René Ramón, su primer hijo. El Jesús salió abandonó la correccional en 2009.

Tal vez no se vuelvan a encontrar en la calle. El pronóstico en la prisión apunta a que la Martina deberá cumplir su condena por completo, con lo que saldría libre el 6 de febrero de 2032.

Será viernes, como el día que mató a la Changa. *

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