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Guía para principiantes: 10 razones para amar a Philip K. Dick

16/04/2016 - 12:04 am
La mente más paradójica de la ciencia ficción. Foto: Especial
La mente más paradójica de la ciencia ficción. Foto: Especial

Te ofrecemos un cómodo método en 10 pasos para iniciarte en la obra de la mente más paradójica de la ciencia-ficción, sin que te vuelvas loco en el proceso. Consulta el manual de instrucciones, y no excedas la dosis recomendada.

Por Yago García, CaninoMag

Ciudad de México, 16 de abril (SinEmbargo/ElDiario.es).- Hay que reconocerlo: de primeras, intimida. No sólo por su fama de loco (aunque también) ni por lo prolífico de su producción, sino también porque el nombre de Philip K. Dick (‘PKD’ para los amigos y los fans) ha pasado en los últimos años de corresponder a un escritor de ciencia-ficción muy respetado dentro del género a un lugar común, en el mejor de los casos, y a una vaca sagrada, en el peor.

El autor californiano (su nacimiento en Chicago -1928- queda como un accidente biográfico) se repite hasta la extenuación en artículos de la prensa generalista, créditos de películas e incluso tesis universitarias, algo que amenaza con sepultar bajo capas de verborrea una verdad que, por una vez, es (casi) obvia.

Verbigracia: que, cuando hablamos de Dick, hablamos de una mente tan imprevisible como paradójicamente lúcida, dispuesta a analizar las fragilidades de la psique humana en un mundo bombardeado por imágenes contradictorias… y también de un autor endemoniadamente divertido, que nunca perdió de vista su compromiso de entretener (e iluminar, en lo posible) a sus lectores.

Tras habernos adentrado en las viscosidades de David Cronenberg, en CANINO no queremos perder la ocasión de guiar a nuestros lectores por la obra de otro maestro. Así pues, haciendo caso de ese principio según el cual “la realidad es todo lo que no desaparece cuando dejas de creer que es cierto”, hemos desempolvado nuestros medidores de empatía Voight-Kampff para ofrecer una guía de su obra en diez cómodos pasos.

Consúltala con atención, respeta las indicaciones del manual (un poco mal traducido, es cierto, pero los aparatos sofisticados es lo que tienen) y prepárate para recibir una dosis de revelaciones que abrasarán tu cerebro cual rayo de luz rosa procedente de otro sistema solar. Recordando siempre las sabias palabras del maestro: “Si crees que este mundo apesta, espérate a ver los otros”.

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Repasa Blade Runner como aperitivo

Blade Runner, la obra popular de PKD. Foto: Especial
Blade Runner, la obra popular de PKD. Foto: Especial

Los puristas dickianos suelen tenerle algo de tirria a Blade Runner. Según ellos, la película de Ridley Scott adapta la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de forma muy superficial, renunciando a sus aspectos más delirantes a favor de los efectos especiales y de ese Harrison Ford con gabardina. Dichos puristas olvidan, no obstante, que el genio visitó el rodaje del filme, dándole su visto bueno a la ambientación y que el visionado de una copia inacabada de la película lo movió a las lágrimas: “Habían captado mi mundo interior perfectamente”, aseguró Dick, y eso que el guion de Hampton Fancher y David Peoples no sólo esquiva las conclusiones de su novela, sino que en buena parte las da la vuelta.

Ridley Scott y Philip K.Dick. Foto: Especial
Ridley Scott y Philip K.Dick. Foto: Especial

Así pues, no dejes que los árboles (y Prometheus) te impidan ver el bosque:Blade Runner resulta un amuse bouche perfecto antes de lanzarse a por la obra de Philip K. Dick. No sólo porque, como película, aguante muy bien el tipo, sino también porque prepara el cerebro para elementos tan propios del autor como la caducidad de las cosas humanas, la importancia de la empatía y la compasión como paliativos ante el Apocalipsis y, sobre todo, la cosa noir: en muchas de sus grandes obras el escritor revela que dentro de él hay un autor de novela policíaca pugnando por salir. Por otra parte, toda la controversia sobre si Rick Deckard es o no un replicante (surgida con los años a partir de los caprichos de Scott y sus tiras y aflojas con los ‘montajes del director’) expone involuntariamente otra constante tan dickiana como lo es la obsesión por las múltiples variantes y posibilidades de la realidad…

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Lánzate a leer Ojo en el cielo

Una vez hecho el calentamiento de rigor en el Los Ángeles de 2019, ¿cuál es la primera obra literaria de Dick a la que conviene hincar el diente? Pues nosotros no tenemos dudas: Ojo en el cielo. Y no sólo porque el propio Philip incluyese su novela de 1957 en una lista con lo mejor de su producción, sino también porque es un trabajo divertidísimo, breve y muy cachondo. Que se lee en un gozoso suspiro, vamos, y eso que su trama es algo difícil de resumir. Digamos que, tras un incidente desencadenante que es puritito pulp, varios personajes van saltando entre lo que parecen ser dimensiones alternativas, pero que resultan ser realidades alteradas por los prejuicios, las ideologías y las patologías de cada uno de ellos. ¿Encontrarán la salida nuestros intrépidos héroes? Y, lo más importante, ¿puede uno encontrar la salida de su propia subjetividad?

Así, mediante el misterio y las aventuras tronadas, Ojo en el cielo le sirve al joven Dick (29 añitos tenía cuando escribió esta joya) para darle un primer a temas tan ‘suyos’ como la religión, la Guerra Fría y la enfermedad mental, en poquitas páginas y regalando por el camino imágenes memorables, bien por lo disparatadas (el ojo en cuestión), bien por lo pesadillescas (ay, ese gato…). Acompañar la lectura del libro con el tema homónimo de The Alan Parsons Project es opcional: aunque es bien bonita, la canción no tiene nada que ver con la novela. O casi nada…

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Picotea entre sus cuentos

Este paso puede sorprender: no en vano los Cuentos completos de Dick ocupan cinco volúmenes como cinco guías telefónicas, conteniendo nada menos que 121 piezas de ficción breve. Pero no nos engañemos: como autor que escribía para poner el pan sobre la mesa familiar, en lugar de para darle gustito a su ego, Dick curtió muy pronto sus habilidades para el formato reducido, ese donde uno se juega el todo por el todo en unas pocas páginas.

Y, aunque una producción tan vasta resulta forzosamente irregular, contiene gemas llenas de suspense (El hombre dorado), de terror(Los reptadores, Sobre la desolada Tierra), de ácido comentario social y político (Foster, estás muerto), de drogas y tristeza (Los días de Perky Pat) o de innovación pura y dura, como La segunda variedad, un pedazo de relato bélico del cual James Cameron tomó buena nota para concebir Terminatory que profetiza, en muchos aspectos, el futuro auge de la literaturacyberpunk. Además, la cuentística de Dick también da grandes sorpresas: ¿quién hubiese dicho que nuestro hombre sería capaz de bordar un relato de fantasía tan redondo y tan enternecedor como El rey de los elfos, por ejemplo?

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¡Rocíate con Ubik!

¿Es la novela más extraña de Dick? No necesariamente: trabajos anteriores y posteriores del autor le dan sopas con ondas en lo que a aridez y metafísica chunga se refiere. Además, se trata de un trabajo lleno de acción y episodios humorísticos, que en muchos aspectos puede parecer una frenética comedia policíaca llena de enredos. Siempre que asuntos como la vida después de la muerte, la finitud de la existencia y la búsqueda de la trascendencia en un mundo corrupto le sean naturales a dicho género, claro.

En fin, no vamos a engañar a nadie: Ubik (1969) es un libro raro con ganas. Pero también es un trabajo divertidísimo en el que nuestro autor domina como un titán sus diversas facetas: el divagador metafísico está ahí, y cómo, pero también están el constructor de tramas retorcidas y sorprendentes, el genio del absurdo inquietante y, por supuesto, el fino parodista con ojo para el gag bien colocado, capaz de hacer que nos revolquemos por el suelo entre carcajadas merced a una discusión entre el antihéroe Joe Chip y la puerta de su casa (“Nunca me ha demandado una puerta: me lo tomaré con filosofía”). Todo ello disponible en cómodo aerosol, y capaz de arreglarle la tarde a cualquiera siempre que no exceda la dosis recomendada. Sin ir más lejos, Alejandro Amenábar parece conocer a fondo este libro, como prueban los, digamos, ‘préstamos creativos’ que tomó de él en el guión de Abre los ojosSólo que, con esa película, uno no se ríe tanto.

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Ahora sí: ¡a por las ovejas!

¿Por qué hemos empezado esta guía recomendando una revisión de Blade Runner, y no de la novela que inspiró el filme? Pues, sencillamente, porqueSueñan los androides con ovejas eléctricas es la trampa en la que ha caído más de un dickiano en ciernes, para luego no volver a salir de ella. Para empezar, hablamos de un libro lo bastante similar su adaptación como para resultarnos familiar, pero también lo bastante árido, pesimista y lleno de conceptos locos como para echar para atrás al lector que se aproxima al genio por primera vez. Ah, y también es una de las mejores novelas de Dick: su detalladísima adaptación al cómic, obra de Tony Parker, prueba lo inabarcable que puede ser si se la aborda exhaustivamente.

En realidad, la lectura sucesiva de Ubik y Sueñan los androides… debe ejercer como prueba de fuego y rito iniciático: salvada esta dupla (y disfrutada: no olvidemos lo de disfrutar), el lector ya puede pasearse sin miedo por entre ese jardín de escombros que es la obra novelada de Dick durante los 60. Mundos de pura demencia, como Los clanes de la luna alfana (1964, sobre un planeta poblado por enfermos mentales), de realidades retorcidas hasta el paroxismo (La penúltima verdad, 1964), de escenarios postapocalípticos retratados, no desde la épica, sino desde lo cotidiano (Dr. Bloodmoney, de 1965 y elocuentemente subtitulada “Cómo nos las apañamos después de la Bomba”) y de vértigo alucinógeno (Los tres estigmas de Palmer Eldritch, 1965) se abren ante uno, revelando tanto los horrores íntimos del autor como sus tesoros de humor y de ternura. La última etapa de este viaje, si nos permiten la sugerencia, puede ser El hombre en el castillo (1962). Sí, es esa ucronía con nazis merced a la cual nuestro autor ganó el Premio Hugo. También es un libro en el que hay muy poca acción, aunque resulta fascinante de la primera a la última página, y cuya sobriedad conceptual puede servirnos de sesudo prólogo a la siguiente etapa de nuestro trayecto. Agárrate, que ahora vienen curvas…

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Profundiza en su biografía

A lo largo de su carrera, Philip K. Dick pergeñó muchas historias inquietantes, sorprendentes e inclasificables. Y, podría decirse, una de ellas las supera a casi todas en su capacidad para dejar al lector a cuadros: su propia vida. La lectura de una biografía, como la muy interesante (pero no siempre fiable) Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, de Emmanuel Carrere, revela datos tales como que nació junto a una hermana gemela, Jane Dick, que murió seis semanas después de nacer y que le acompañó, cual amiga imaginaria, a lo largo de toda su vida.

Uno aprende, también, que comenzó a gustar de las anfetaminas ‘gracias’ al ejemplo de una madre tan dominante como aficionada a las pastillitas, y que éstas fueron tomando un papel cada vez más crucial en su dieta diaria cuando decidió emprender una carrera como escritor. Carrera ésta que, por evolucionar dentro de los ámbitos de la ciencia-ficción, no le deparó más que estipendios miserables que le obligaban a escribir día y noche, sin descanso. Un autor tan alejado de él en lo ideológico y lo vital como Robert A. Heinlein le salvó de la inanición, y de Hacienda, más de una vez.

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En febrero de 1972, al borde de su cuarto (y penúltimo) divorcio, Dick dio una de las campanadas más sonoras jamás ofrecidas por un escritor de género fantástico: invitado a dar una charla durante una convención en Vancouver, nuestro héroe se pasó la conferencia perorando sobre un presunto registro del FBI en su casa, durante el cual (afirmaba) le habían sido robados documentos personales de gran importancia. Poco después, tras un desengaño amoroso, intentaba suicidarse.

En 1974, el encuentro con una jovenzuela hippie en un estado de gran turbación tóxica (debida, en este caso, a su dentista, que se había pasado con la anestesia al quitarle una muela del juicio) supuso su contacto con el poder superior que habría de acompañarle durante sus últimos años: un rayo de luz rosa, tirando a magenta, compuesto de pura información y que podría ser el mismísimo Dios. Poco después, un mensaje de dicho ser le permitió salvar la vida de Christopher Dick, su hijo menor, avisándole de que el crío sufría de una hernia congénita. Analizando sus contactos con la entidad (una historia recogida por Robert Crumb en el cómic La experiencia religiosa de Philip K. Dick) y diseccionándolos con ese celo del que sólo los neuróticos son capaces, PKD bautizó a esta como ‘Zebra’… y también como ‘VALIS’.

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VALIS: La última frontera

A veces, los lectores veteranos de Dick se refieren al libro que éste publicó en 1980 como ‘Sivainvi’. Así se titularon sus primeras ediciones en castellano, y ese es el acrónimo en nuestro idioma de “Sistema de Vasta Inteligencia Viva”, el poder superior con el que el autor creyó haber contactado (o con el que contactó) en 1974. Pero, hoy en día, la novela está disponible aquí con el título de Valis, así que nos referiremos a ella con ese título. Poco importan las denominaciones, eso sí, porque estamos hablando de uno de los mejores trabajos que nuestro hombre dio jamás a la imprenta.

Formalmente atrevida, escrita con la mesura del veterano y bañada en una melancolía a veces triste, a veces jocosa, la odisea del infeliz Amacaballo Fat (es decir, de Philip K. Dick, ¿o no?) funciona a la vez como novela de género y como obra mainstream, dotada con una penetración psicológica y un ojo para la observación de lo cotidiano que ya quisiera más de un novelista con derecho a reseña en Babelia. El autor no sólo se permite en ella un retrato agridulce de sus propias condiciones de vida, ya más o menos desenganchado de las anfetas pero con las meninges muy castigadas por la adicción, sino que también retrata a sus amigos como una panda de majaras y tirados digna de los hermanos Coen. Y, para colmo, se permite el lujo de emplear como villanos de la historia a David Bowie (perdón, “Eric Lampton”) y Brian Eno (perdón, “Brent Mini”). Toma castaña. El resultado de tanto cebollón mental es un trabajo a corazón abierto, como reza el tópico, cuyo autor se despelota emocionalmente ante el público, y que resulta, para variar, una lectura de lo más amena.

¿Qué debe hacer el lector si Valis le satisface? Pues tirarse en plancha a las dos novelas anteriores de Dick, lo que se dice “obras de madurez” en el más elevado sentido del término: Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974) y Una mirada a la oscuridad (1977) son dos thrillers extremadamente oscuros, extremadamente amargos, escritos a la sombra de las drogas y en cuyas páginas, una vez más, encontramos la anticipación del cyberpunk mediante ambientaciones cercanas a lo contemporáneo (eso que los anglosajones llaman “quince minutos en el futuro”) y miradas escépticas a la resaca de la contracultura, la influencia de los mass media y esa guerra contra las drogas en la que su odiado Richard Nixon había basado buena parte de su política interior. Este estupendo período creativo podría haberse prolongado unos años más, pero la vida disipada se cobró su precio: en 1982, Philip K. Dick falleció a resultas de un derrame cerebral. Dejaba dos últimas novelas (La invasión divina La transmigración de Timothy Archer, profundizando en sus obsesiones místicas), otra inédita (Radio libre Albemut, en realidad un borrador descartado de Valis) y una última, The Owl in Daylight, que quedaría para siempre inacabada. Adiós para siempre, maestro.

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Toma las películas con pinzas

Una de las mayores ironías de la vida de Philip K. Dick (y mira que las tuvo) fue que el escritor falleció poco antes del estreno de Blade Runner. Un filme éste que apenas se comió un colín durante su trayectoria en las carteleras, pero cuya obvia calidad y estatus de culto convencieron a Hollywood de que en la obra del californiano majara podía ser una mina de oro. Una fiebre ésta que ha dado unas cuantas películas dignas de mención. Y también, como suele ser habitual, una aplastante colección de truños. Puestos a empezar por lo bueno, digamos que Desafío total (1990) se atiene bastante al espíritu del original, ya que no a su letra, en gran parte debido a que el cafre de Paul Verhoeven entiende bastante bien tanto la pasión de Dick por las paradojas como sus visiones intencionadamente cutre del futuro y, sobre todo, su cachondeo. Denostada hasta decir basta, Asesinos cibernéticos (1992) resulta una adaptación bastante entretenida de La segunda variedad. Y, finalmente, Next (2002) tiene su gracia… pese a no parecerse a El hombre dorado, relato que presuntamente adapta, ni en el blanco de los desorbitados ojos de Nicolas Cage.

Ahora toca seguir con lo menos bueno, y ahí digamos que nos sobran los ejemplos: tenemos altos, o más bien medianos, como Minority Report (2002), un Spielberg correctito que hace lo que puede pordickizarse, y el esfuerzo literal y cultureta de Richard Linklater en A Scanner Darkly (2006, a partir de Una mirada a la oscuridad), hasta trabajos de gran estudio tan desnortados como Paycheck (John Woo, 2003) y Destino oculto (George Nolfi, 2011). Demostraciones prácticas de que, si bien en el mundo de Dick caben muchas cosas, Ben Affleck y Matt Damon no están entre ellas.

Por ello, si se buscan películas cien por cien dickianas, acosejamos no remitirse a las adaptaciones directas, sino buscar cintas inspiradas en la obra de nuestro hombre. Sin Dick, por ejemplo, nuestro viejo conocido David Cronenberg (quien, por cierto, estuvo a un tris de firmar Desafío total) no hubiese podido dotar a Videodrome y, sobre todo,eXistenZ (1999) con esa demencia tan suya. Y, por su parte, Vincenzo Natali supo captar en Cypher (2002) el tono de thriller que caracteriza los trabajos más livianos del escritor. ¿Otras películas imprescindibles con el sello PKD? Pues, a bote pronto, Brazil (Terry Gilliam, 1985), Dark City (Alex Proyas, 1998) y los dos primeros trabajos de Richard Kelly: Donnie Darko (2001) y la muy incomprendida Southland Tales (2006). Será por pedir…

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Cabalga la Nueva Ola

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Como Dick gustaba de recordarnos, siempre hay dobleces y sorpresas ocultos tras cualquier ángulo de la realidad. Algo que no sólo se aplica a sus novelas, sino también al lugar de su propia obra dentro del género de ciencia-ficción. Una de las virtudes más estimulantes de la obra de nuestro escritor es que, a través de ella, muchos se han iniciado en esa literatura de anticipación tan increíblemente extraña que germinó entre los 60 y los 70. Aléjense por un momento de Dune, y empleen su tiempo lector en descubrir a majaras como Roger Zelazny (amigo de PKD, con quien escribió al alimón Deus Irae), el siempre poliédrico Michael Moorcock (especialmente las novelas del ciclo Jerry Cornelius, como El programa final), Norman Spinrad (El sueño de hierro es, seguramente, la mejor visión de la cosa nazi que jamás ha dado la ci-fi tras El hombre en el castillo), el inevitable J. G. Ballard, Samuel R. Delany, Harlan Ellison, Thomas Disch (En alas de la canción), Joanna Russ (El hombre hembra) y otros escritores de la época que, sin coincidir necesariamente con el genio en el tiempo o en el espacio, sí participaron de ese espíritu de liberación destrozona que éste ayudó a crear.

Mención aparte nos merece la simpar Ursula K. LeGuin: resulta que, al conocerse en una convención, la autora de La mano izquierda de la oscuridad y nuestro insigne barbudo descubrieron que habían asistido al mismo instituto, durante los mismos cursos, y seguramente cruzándose todos los días en los pasillos… sin llegar a conocerse nunca. Como gesto de cariño a su colega, LeGuin le dedicó en 1971 una de sus novelas más arriesgadas, titulada La rueda celeste y cuya lectura recomendamos mucho.

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Y si te sientes preparado para todo…

Como hemos dicho antes, Philip K. Dick armó la gorda durante una convención canadiense, en 1974, perorando sobre sus manías persecutorias ante un público que esperaba oírle dar una conferencia. En realidad, aquel fue el primero de los dos happenings protagonizados por nuestro hombre en encuentros para aficionados: el segundo (que, para empezar, le costó su quinto y último matrimonio) tuvo lugar en la ciudad francesa de Metz en 1977, con un Dick extremadamente serio confesando su creencia de vivir en una realidad paralela generada artificialmente. “Tal vez esté hablando de algo que no existe, así que tengo el derecho de decirlo todo y no decir nada”, confesó el genio al comenzar una alocución que, además de ponerles en bandeja el argumento de Matrix a los Wachowski (y el de Los invisibles a Grant Morrison, ya que estamos), dejaba entrever una tarea titánica que habría de mantenerle ocupado durante los últimos ocho años de su vida…

Porque tal vez Philip K. Dick estuviese convencido de ser la reencarnación de un cristiano del siglo I, y de vivir en un mundo donde el poder de Roma seguía vigente (“¡El imperio nunca terminó!” es el angustiado eslogan que recorre Valis). Pero también había leído textos de psiquiatría y filosofía con fervor de autodidacta  y sabía que, por reales que le pareciesen sus intuiciones, éstas podían ser explicadas sencillamente como productos de una mente enferma. Aquí, una vez más, entra en juego la genialidad. Donde otros habrían cedido ante sus delirios o solicitado admisión en el manicomio más cercano, nuestro hombre reaccionó haciendo lo que mejor se le daba: escribir.

Guiándose por los principios del gnoticismo (un movimiento herético según el cual Dios es un maldito bastardo que ha creado la realidad para encerrar a sus criaturas), Dick trabajó febrilmente en un manuscrito titulado Exégesis, que suma una extensión de cerca de 7 mil páginas y que llegó a las librerías en 2011, editado por el novelista y crítico Jonathan Lethem. Laberíntico cuanto menos, esta mezcla de texto filosófico, diario íntimo y registro de alucinaciones está pendiente de publicación en España (aunque se ha hablado de un probable lanzamiento con el sello Minotauro) y constituye el desafío definitivo para todo fan.

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