LECTURAS | La mayor dinastía rusa queda al desnudo en “Los Románov”

16/09/2017 - 12:04 am

Un recorrido de 300 años a través del poder brutal, la sexualidad y los excesos. Una historia real de monarcas, de sus familias y sus cortesanos, se convierte también en un retrato del absolutismo en Rusia; de un país que, más allá de lo que cada uno pueda pensar, tiene una enorme riqueza cultural, un elevado espíritu y la fuerza que le ha permitido salir adelante, transformarse y permanecer como un líder en la geopolítica mundial.

Ciudad de México, 16 de septiembre (SinEmbargo).- En Los Románov (1613-1918), el historiador inglés Simon Sebag Montefiore plasma con rigor histórico e interesante narrativa la esencia de la dinastía que logró dominar una sexta parte de la superficie de la tierra, instalada en un explosivo coctel, donde la rivalidad familiar, la ambición imperial, el esplendor escandaloso, los excesos sexuales y el sadismo depravado son notables ingredientes que podrían explicar su fin.

Esta novela publicada por editorial Crítica, reflexiona sobre las profundas raíces históricas que permiten comprender cómo la mayoría de los zares pensaba que no había división alguna entre su vida pública y la privada, y que al final el destino de la dinastía, extraordinariamente cruel, podría haberse evitado.

“La matanza marca el final de la dinastía y de nuestro relato, pero no el final de la historia”, escribe el autor. “La Rusia actual se estremece con las reverberaciones de su historia. Los huesos de los Románov son objeto de una intensa controversia política y religiosa, mientras que sus intereses imperiales -desde Ucrania hasta los Países Bálticos, desde el Cáucaso hasta Crimea, desde Siria y Jerusalén hasta el Extremo Oriente- continúan definiendo a Rusia y al mundo tal y como lo conocemos”.

“Pero también es un imperio construido por conquistadores de corazón de piedra que se adueñaron de Siberia y de Ucrania, que tomaron Berlín y París, un imperio que produjo a Pushkin, a Tolstói, a Tchaikovski y a Dostoyevski; una civilización de una cultura eminente y una belleza exquisita.”, escribe el autor.

Un libro apasionante. Foto: Especial

Fragmento del libro Los Románov 1613-1918 (Ediciones Culturales Paidós bajo el sello Crítica), © 2016, Simon Sebag Montefiore.  © 2016, Juan Rabasseda, de la traducción. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Miguel no tenía ninguna prisa por desplazarse a Moscú, pero Moscú estaba ansiosa por verlo llegar. En la guerra civil, los contendientes por la supremacía —magnates de familia aristocrática, reyes extranjeros, caudillos cosacos, impostores y aventureros— habían intentado abrirse paso violentamente hacia la capital, ansiosos por hacerse con la corona. Pero Miguel Románov y Sor Marta no mostraban demasiado entusiasmo. No ha habido nunca un cortejo más triste, lloroso y melancólico que emprendiera la marcha en busca de un trono. Pero la situación de Rusia a comienzos de 1613 era terrible y el trauma por el que estaba pasando era durísimo. El territorio comprendido entre Kostromá y Moscú era muy peligroso; Miguel tendría que atravesar aldeas en las que los cadáveres yacían tirados por las calles. Rusia era mucho más pequeña que la actual Federación Rusa; al norte, su frontera con Suecia estaba cerca de Nóvgorod, la de Polonia-Lituania estaba situada cerca de Smolensk; por el este, buena parte de Siberia estaba todavía por conquistar y la mayor parte del sur seguía siendo el territorio del kanato de los tártaros. No obstante, era un país vastísimo, habitado por cerca de 14 millones de individuos, frente a los apenas 4 millones de la Inglaterra de la época. Pero Rusia casi se había desintegrado; el hambre y la guerra habían diezmado a su población; los polacos seguían persiguiendo al zar niño; Suecia y la Confederación de Polonia-Lituania reunían ejércitos para avanzar hacia el interior de Rusia; los señores de la guerra cosacos dominaban grandes extensiones de terreno por el sur y daban refugio a los pretendientes al trono; no había dinero; las joyas de la corona habían sido robadas; los palacios del Kremlin estaban en ruinas.

La transformación de la vida de Miguel debió de sufrir graves convulsiones: fue preciso reconstruir la corte del zar, cortesano a cortesano, cuchara de plata tras cuchara de plata, diamante a diamante. Indudablemente su madre y él tuvieron que sentirse aterrorizados ante la perspectiva de lo que los aguardaba en la capital y tenían buenos motivos para estar angustiados. Pero a aquel adolescente de una familia noble sin título, cuyo padre se encontraba ausente, encerrado en una prisión extranjera, la grandeza se le vino encima sin buscarla; y esa grandeza se la debía, sobre todo, al primer patrono de la familia, Iván el Terrible.

Treinta años después de su muerte, Iván seguía proyectando su tremenda sombra sobre Rusia y sobre el joven Miguel. Por un lado Iván había expandido el Imperio Ruso, y por otro casi lo había destruido internamente. Primero había fomentado su esplendor y luego lo había emponzoñado: el suyo había sido un reinado de cincuenta años de triunfos y de locura. Pero su primera esposa, y también su favorita, la madre de su primera camada de hijos varones, había sido una Románov; y de paso se había convertido en fundadora de la fortuna de la familia.

El propio Iván era vástago de una familia real descendiente de Rúrik, un príncipe escandinavo cuasi-mítico, que en 862 había sido invitado por los eslavos y otras tribus locales a convertirse en su rey, convirtiéndose así en el fundador de la primera dinastía rusa. En 988, un descendiente de Rúrik, Vladímir, gran príncipe de Rus, se convirtió a la fe ortodoxa en Crimea, bajo la autoridad del emperador y el patriarca de Bizancio. Su confusa confederación de principados, la Rus de Kiev, mantenida unida por la dinastía Rúrika, acabaría extendiéndose casi desde el Báltico hasta el mar Negro. Pero entre 1238 y 1240 fue hecha añicos por los ejércitos mongoles de Gengis Kan y su familia, que durante sus dos siglos de dominación de Rusia permitieron a los príncipes rurí- kidas gobernar algunos pequeños principados en calidad de vasallos. La idea que tenían los mongoles de un solo emperador universal por debajo de Dios y sus decisiones judiciales de una arbitrariedad brutal, quizá contribuyeran a generar la noción rusa de autocracia. Hubo mucha mezcla de sangre y muchos matrimonios mixtos con los mongoles: numerosas familias rusas célebres descendían de ellos. Paulatinamente los príncipes rusos empezaron a desafiar la autoridad mongola: Iván III el Grande, gran príncipe de Moscú, había unido a muchas ciudades de Rusia, en particular la república de Veliki («Gran») Nóvgorod, al norte, y Rostov, al sur, bajo la corona moscovita, y en 1480 tuvo un enfrentamiento decisivo con los kanes mongoles. Tras la caída de Bizancio en poder de los otomanos musulmanes, Iván reclamó el manto de adalid de la fe ortodoxa. Se casó además con la sobrina del último emperador bizantino, Sofía Paleóloga, lo que le permitió presentarse como heredero de los emperadores. Iván el Grande fue el primero en titularse «césar», término que fue rusificado como «zar», y su nuevo rango imperial permitió a los monjes encargados de hacerle propaganda afirmar que había empezado a reunir de nuevo los territorios de Rus.* Su hijo, Basilio III, continuó su labor, pero el hijo de Basilio murió antes que él, de modo que fue su nieto, Iván IV, Iván el Terrible, como llegaría a ser llamado, el que lo sucediera en el trono cuando todavía era una criatura. Probablemente su madre muriera envenenada, de modo que el niño debió de quedar traumatizado cuando las rivalidades de los cortesanos estallaron de forma violenta, hasta convertirse en un joven tan carismático, dinámico e imaginativo como volátil e imprevisible. En el momento de su coronación en 1547, cuando solo tenía dieciséis años, Iván fue el primer gran príncipe en ser coronado zar. El joven autócrata ya había emprendido la búsqueda ritual de esposa. Siguiendo una tradición que derivaba de los dos precursores del zarato —los kanes mongoles y los emperadores de Bizancio— convocó un concurso de novias. La elección de una esposa real significaba la ascensión al poder de nuevos clanes y la destrucción de otros. El concurso de novias tenía como finalidad reducir tanta turbulencia mediante la elección deliberada por parte del zar de una muchacha perteneciente a la pequeña nobleza. Fueron convocadas quinientas doncellas procedentes de todos los rincones del reino a aquel certamen de belleza renacentista, y la ganadora fue una joven llamada Anastasia Románovna Zakharina-Yúrieva, la tía abuela del joven Miguel. Hija de una rama menor de un clan que estaba ya en la corte, Anastasia resultaba la candidata ideal, pues en su persona se combinaban una prudente distancia de los potentados más influyentes y una reconfortante familiaridad. Iván la conocía ya, pues un tío de la joven había sido uno de sus tutores. Era descendiente de Andréi Kobila, ascendido por el gran príncipe al rango de boyardo en 1346-1347, pero su rama de la familia procedía del cuarto hijo de Andréi, el boyardo Fiódor, llamado Koshka, “el Gato”. Cada generación era conocida por el nombre del varón de la generación anterior, de modo que los hijos del Gato fueron apodados Koshkin, denominación sumamente apropiada si tenemos en cuenta el talento felino de la familia Románov para la supervivencia. El bisabuelo de Anastasia, Zakhar, y su abuelo, Yuri, fueron boyardos, pero su padre, Román, murió joven. No obstante, legó su nombre a los Románovich, que pasarían a ser llamados Románov.

Poco después de su coronación, el 2 de febrero de 1547, Iván se casó con Anastasia. La boda fue todo un éxito. Anastasia le dio seis hijos, de los que sobrevivieron dos herederos varones, Iván y Fiódor, y por si fuera poco tenía el don de calmar su temperamento de lunático. Pero los imprevisibles ataques de delirio y los constantes viajes del monarca acabaron con ella. Al principio su reinado fue un gran éxito: Iván avanzó hacia el sureste al frente de una cruzada de cristianos ortodoxos cuyo objetivo era derrotar a los tártaros musulmanes, descendientes de Gengis Kan, que se habían dividido en múltiples kanatos menores. Primero conquistó los kanatos de Kazán y Astracán, triunfos que celebró con la construcción de la catedral de San Basilio, en la Plaza Roja. Envió a algunos mercaderes aventureros y a unos bucaneros cosacos para que comenzaran la conquista de las inmensas y ricas tierras de Siberia; llevó a Rusia a mercaderes y expertos europeos para que modernizaran Moscovia y se enfrentó a la Confederación de Polonia-Lituania para controlar las opulentas ciudades del Báltico. Pero aquella se convertiría en una larga guerra que minaría la sensatez del zar y la lealtad de sus poderosos magnates, muchos de los cuales mantenían sus propios vínculos personales con los polacos. Al mismo tiempo a menudo estuvo en guerra con la otra potencia de la región, el kanato de los tártaros de Crimea,† al sur.

En 1553 Iván cayó enfermo. El hermano de su esposa, Nikita Románovich, intentó convencer a los cortesanos de que juraran lealtad al hijo del zar que todavía era un niño, pero los nobles se negaron porque favorecían a su primo, ya adulto, el príncipe Vladímir de Stáritsa. El zar se recuperó, pero siguió obsesionado con la traición de sus nobles y la actitud independiente del príncipe Vladímir y de los otros grandes próceres. En 1560, Anastasia falleció a los veintinueve años. Iván quedó consternado, pues tenía el convencimiento de que había sido envenenada por sus nobles hostiles.* Puede que efectivamente fuera envenenada, pero también es posible que muriera de enfermedad o que fuera víctima de una medicina administrada con buenas intenciones. En cualquier caso, lo cierto es que la defección y las intrigas de sus magnates impulsaron a Iván a entrar en una espantosa espiral de violencia: de repente se retiró de Moscú a una fortaleza de provincias, desde la que dividió el reino entre su feudo privado, la Opríchnina —”Excepcional”—, y el resto del país. Dio rienda suelta a un grupo de fachendosos esbirros vestidos de negro, los opríchniki, que, montados en caballos negros adornados con una escoba y una cabeza de perro, signos con los que pretendían simbolizar su incorruptibilidad y su feroz lealtad, desencadenaron un auténtico reinado del terror. Mientras Iván siguiera dando tumbos en medio de incesantes accesos de crueldad sanguinaria, piedad religiosa y excesos de la carne, no había nadie que estuviera a salvo. Su inestabilidad se vio exacerbada por la fragilidad de su dinastía: solo su hijo Iván parecía que pudiera sobrevivir hasta la edad adulta, pues Fiódor, el menor, no era muy fuerte. Era fundamental que volviera a contraer matrimonio, eventualidad que acabó convirtiéndose en una obsesión, como la de su contemporáneo, Enrique VIII. Mientras intentaba encontrar una esposa extranjera —una princesa de la dinastía reinante en Suecia y en Polonia con la esperanza de hacerse con el trono polaco, o una inglesa, posiblemente incluso la propia Isabel I—, Iván llegó a casarse con ocho mujeres, tres de las cuales quizá fueran envenenadas  y algunas de ellas quizá fueran incluso asesinadas por orden suya. Cuando en 1569 murió su segunda esposa, una princesa tártara, supuestamente víctima también de envenenamiento, perdió completamente los estribos, haciendo una purga entre sus ministros: les cortó la nariz y los genitales, se lanzó luego con un pelotón de opríchniki adornados con cabezas de perro contra las ciudades de Tver y Nóvgorod, mató prácticamente a todos sus habitantes, arrojando a sus víctimas sucesivamente en agua hirviendo y luego en agua helada, colgándolas de ganchos que insertaba entre sus costillas, atando en reata a mujeres y niños y dejándolos a la intemperie bajo el hielo. Aprovechando las distracciones enloquecidas de Iván, el kan de los tártaros capturó e incendió Moscú.

Una vez que los opríchniki cumplieron sus órdenes, Iván volvió a unir el zarato, pero entonces abdicó y nombró gran príncipe de Rusia a un hijo del kan de los tártaros, previamente convertido al cristianismo, antes de volver a instalarse en el trono. Había cierto método en toda aquella locura: las crueldades de Iván mitigaron el poder de los magnates territoriales, aunque ellos también se caracterizaran por disfrutar con el singular sadismo de su personalidad diabólica. El hermano de Anastasia, Nikita Románovich, seguía siendo el tío de los herederos al trono, pero los Románov no estaban más a salvo de las iras del zar que cualquier otro linaje. En 1575 al menos un Románov fue asesinado y las tierras de Nikita fueron asoladas.

En un concurso de novias celebrado en 1580, Iván escogió una nueva esposa, María Nagaya, que le dio el hijo varón que tanto ansiaba, Dimitri. Pero en 1581, mató en un acceso de cólera a su primogénito, Iván, fruto de su casamiento con Anastasia, clavando su bastón rematado por una contera de acero en la cabeza del muchacho, acto execrable que marcó el punto culminante de su reinado. Ya había arruinado a Rusia, pero ahora la condenaba al caos, pues los herederos al trono eran el otro hijo que le había dado Anastasia, Fiódor, débil y de pocas entendederas, y el pequeño Dimitri, todavía niño.

A la muerte de Iván el Terrible en 1584, Nikita Románovich se las arregló para asegurar la sucesión de su sobrino, Fiódor I. Pero Nikita murió poco después y su influencia pasó por herencia a su hijo, Fiódor Nikítich Románov, el futuro padre de Miguel.

El zar Fiódor dejó el gobierno en manos de su hábil ministro Borís Godunov, que había ascendido tras formar parte del cuerpo de opríchniki de Iván y había sabido consolidar su poder casando a su hermana con el zar. El último heredero Ruríkida fue el hijo menor de Iván, Dimitri, de apenas ocho años, que no tardó en desaparecer de escena. Oficialmente murió de una cuchillada en el cuello, que él mismo se habría infligido durante un ataque epiléptico. De haber ocurrido las cosas realmente así, habría sido un accidente extrañísimo, pero inevitablemente muchos creyeron que o bien había sido asesinado por Godunov o bien lo habían hecho desaparecer para su propia salvaguardia.

Cuando el zar Fiódor murió sin hijos en 1598, la estirpe moscovita de la dinastía Ruríkida se extinguió.

Había dos candidatos al trono: el ministro y cuñado de Fiódor, Borís Godunov y Fiódor Románov, el sobrino mayor de la difunta zarina Anastasia e hijo de Nikita Románovich, famoso por ser el boyardo mejor vestido de la corte. Fiódor Románov se casó con Xenia Shestova, pero de sus seis vástagos, entre ellos cuatro hijos varones, solo sobrevivieron una niña y un niño: el futuro zar Miguel nació en 1596 y probablemente se criara en una mansión situada cerca de la Plaza Roja, en la calle Varvarka. Fue colmado de regalos, pero su infancia no fue estable durante largo tiempo.

Godunov fue elegido zar por una Asamblea de la Tierra, así que se convirtió en lo más parecido a un monarca legítimo tras la extinción de la dinastía reinante, contando incluso al principio con el respaldo de Fiódor Románov. Godunov era un hombre que tenía muchas dotes, pero la fortuna es fundamental en política y él fue un hombre poco afortunado. Su hazaña más duradera tuvo lugar en los confines orientales de su reino, donde los aventureros cosacos enviados por él lograron conquistar el kanato de Sibr, abriendo así el camino hacia la inmensidad de Siberia. Pero el territorio de Rusia propiamente dicha sufrió de hambrunas y enfermedades, mientras que la mala salud de Borís socavó la tenue autoridad de que gozaba.

Fiódor Románov, cuyas intrigas y fugas harían gala de la agilidad de sus antepasados de naturaleza felina, contribuyó a propagar los fatales rumores que hablaban de que el hijo menor de Iván el Terrible, Dimitri, había logrado escapar y seguía vivo. Se acercaba el enfrentamiento decisivo y los Románov llevaron a Moscú a los militares que tenían a su servicio. Cuando Miguel Románov tenía solo cinco años, el mundo en el que había vivido hasta entonces fue hecho añicos.

En 1600, Godunov se lanzó contra Fiódor y sus cuatro hermanos, que fueron acusados de traición y brujería; sus criados prestaron testimonio bajo tortura y aseguraron que practicaban la hechicería y que escondían “hierbas ponzoñosas”. El zar Borís quemó uno de sus palacios, confiscó sus haciendas y los desterró al Ártico. Para asegurarse de que Fiódor Románov no pudiera ser nunca zar, le obligó a tomar las órdenes sagradas, adoptando como sacerdote el nombre de Filareto, mientras que su esposa se hizo monja y se convirtió en Sor Marta. Miguel fue enviado a vivir con su tía, la esposa de un hermano de su padre, Alejandro Románov, en la remota localidad de Belozersk. Allí permaneció quince meses espantosos antes de que se le permitiera trasladarse en compañía de su tía a una hacienda de los Románov a casi 100 kilómetros de distancia de Moscú. Tres de los cinco hermanos Románov fueron hechos desaparecer o murieron misteriosamente. “El zar Borís se deshizo de todos nosotros”, recordaría más tarde Filareto. “A mí me había obligado a adoptar la tonsura, y había matado a tres de mis hermanos, estrangulados por orden suya. Ya no me quedaba más que un hermano, Iván.” Godunov no podía matar a todos los Románov, habida cuenta de la particular relación que mantenían con los zares Ruríkidas, no al menos después del sombrío fallecimiento del zarévich Dimitri. La desaparición de los niños de la familia real a manos de sus parientes sedientos de poder es una forma muy conveniente de acabar con el propio poder de los que lo ansían.

La campaña de murmuraciones se propagó por todo el país y convenció a muchos de que el heredero real de los Ruríkidas, el zarévich Dimitri, había salido adelante en Polonia y estaba ahora dispuesto a reclamar el trono; aquellos rumores desencadenarían el caos de la Época de Turbulencias.

El primer pretendiente al trono no era, casi con toda certeza, el verdadero Dimitri, pero ni siquiera hoy día hay nadie seguro de su verdadera identidad, de ahí que habitualmente se le llame el Falso Dimitri. Quizá fuera un monje renegado que había vivido en el Kremlin, donde aprendió lo que era la vida de la corte. Dimitri probablemente fuera educado para creer que era el verdadero príncipe y eso le dio una fe inquebrantable en su destino. En octubre de 1604, mientras a Godunov se le escapaba el poder entre los dedos, el Falso Dimitri, apoyado por los polacos y ayudado por un ejército reforzado con filibusteros cosacos, marchó sobre Moscú. Teniendo en cuenta la febril veneración que sentía el pueblo de Rusia por sus monarcas sagrados, la resurrección o la supervivencia del zar legítimo parecía un milagro semejante a los de Jesucristo. Godunov murió de una hemorragia cerebral y fue sucedido por su hijo, Fiódor II. Pero el muchacho pereció degollado antes de que el misterioso pretendiente tomara la ciudad.

El 20 de junio de 1605, el Falso Dimitri hizo su entrada triunfal en Moscú. La última esposa de Iván el Terrible, la madre del verdadero Dimitri, lo reconoció como al hijo que llevaba tanto tiempo perdido. Aquel farsante descarado fue coronado zar, pero, en su desesperado intento de reconciliar a los distintos apoyos con los que contaba, polacos y rusos, ortodoxos y católicos, boyardos y cosacos, mandó volver a la corte a los hermanos Románov y nombró a Filareto metropolita de Rostov, un ascenso que lo obligaba a permanecer lejos de Moscú. Miguel, a la sazón de diez años de edad, y su madre se trasladaron con Filareto a Rostov.

El zar se enamoró de la hija de su protector polaco, Marina Mníszech, a la que tomó por esposa y coronó en la catedral de la Dormición. El hecho de que la joven fuera polaca y católica acabó con el aura de misterio que rodeaba al monarca, y la gente no tardó en sentir auténtico aborrecimiento por ella y en llamarla “Marinka la Bruja”. Nueve días después, a las cuatro de la madrugada, los boyardos hicieron repicar las campanas y rodearon el palacio. Dimitri intentó huir saltando por una ventana, pero se rompió una pierna y fue tiroteado, recibiendo además por lo menos veintiuna puñaladas. Obligados a decidir quién iba a ser el próximo zar, los boyardos sopesaron las pretensiones de los Románov, teniendo en cuenta su relación con la dinastía legítima. Uno de los hermanos, Iván, carecía de popularidad, y el otro, Filareto, era monje, así que solo quedaba el hijo de este último, Miguel. Pero era demasiado joven. Finalmente, el cabecilla de los golpistas, Basilio Shúiski, miembro de otra rama de la dinastía Ruríkida y conspirador incansable, pero incompetente, fue elegido zar con el nombre de Basilio IV, mientras que Filareto era nombrado patriarca de la Iglesia Ortodoxa.

El cuerpo cosido a puñaladas y destripado del Falso Dimitri fue exhibido desnudo: “Le habían vaciado el cráneo y su cerebro yacía junto a él”, le metieron por la boca la gaita de un juglar para dar a entender que estaba tocando la música del diablo y expusieron a la vista del público sus genitales junto con el resto de sus vísceras. Filareto Románov conspiró contra Basilio IV hasta que fue destituido y recibió la orden de regresar a su sede episcopal de Rostov.

El fantasma del zarévich Dimitri todavía vivo rondaba por todo el país. Las reservas de fe popular en la dinastía extinta de Iván el Terrible eran muy profundas: más de diez aventureros distintos se pusieron al frente de otros tantos ejércitos afirmando ser hijos o nietos de Iván. Pero uno de esos pretendientes, un segundo Falso Dimitri, más misterioso aún que el primero, se convirtió en una verdadera amenaza.

Un antiguo maestro que hablaba fluidamente polaco y ruso, posiblemente un judío converso, avanzó hacia Túshino, a las afueras de Moscú, donde se unió a él Marinka la Bruja, viuda del Falso Dimitri Primero. Cuando vio al burdo Falso Dimitri Segundo, apodado el “Bandolero”, sintió un escalofrío. No tenía más remedio que reconocerlo como su marido. Luego contrajeron matrimonio; en secreto, por supuesto, pues si el Bandolero hubiera sido realmente el Falso Dimitri ya habrían estado casados. Marinka no tardó en quedar embarazada.

Mientras tanto, Filareto se había reunido con su exesposa, Marta, y su hijo, Miguel, en Rostov; pero sus penalidades no habían acabado. En Moscú, el zar Basilio Shúiski estaba perdiendo la guerra frente al Bandolero, de modo que pidió ayuda al rey de Suecia, que invadió Rusia y ocupó Nóvgorod.

Los cosacos del Bandolero conquistaron el sur y avanzaron hacia Rostov, donde Filareto organizó la defensa de la ciudad hasta octubre de 1608, cuando fue hecho prisionero. El Bandolero lo nombró patriarca. La desintegración de Rusia resultaba una tentación irresistible para sus vecinos polacos y suecos, que rivalizaban por la consecución del poder en el Báltico, y tanto unos como otros mantenían estrechos vínculos con los boyardos y mercaderes rusos. Iván el Terrible había sostenido una guerra de veinticuatro años contra ambos reinos para hacerse con el control del Báltico y de la propia Polonia. El reino de Polonia y el gran ducado de Lituania se habían unido recientemente para formar un nuevo Estado enorme, del que formaban parte casi toda la actual Polonia, Ucrania, Bielorrusia y los Países Bálticos. Es indudable que el diabólico saqueo de Nóvgorod por Iván el Terrible persuadió a esta ciudad mercantil de que iban a irle mejor las cosas si quedaba bajo la dominación de los suecos. De modo que fue inevitable que estas dos potencias emergentes se vieran tentadas de devorar los despojos de Rusia.

Mientras los suecos se zampaban Nóvgorod y el norte, el rey de Polonia, Segismundo III, se vio arrastrado contra su voluntad a la guerra por las intrigas de sus propios magnates y la necesidad de frenar a Suecia. El Bandolero huyó al sur, mientras que Basilio IV fue destronado en el curso de un golpe de Estado encabezado por los siete boyardos principales, entre ellos Iván Románov: el ex zar fue obligado a hacerse monje y posteriormente moriría en una cárcel polaca. Se celebró una reunión para elegir un nuevo zar. Filareto propuso a Miguel. Pero cuando llegó la noticia de que el Bandolero había reclutado un nuevo ejército cosaco en el sur, los boyardos decidieron que necesitaban un adulto respaldado por un ejército y eligieron zar a Ladislao, hijo del rey de Polonia.

La propia Moscú fue ocupada por mercenarios polacos, que saquearon los tesoros reales del Kremlin. Filareto fue enviado a negociar…

Simon Sebag Montefiore, nacido y crecido en Londres. Foto: Especial

Simon Sebag Montefiore (Londres, Reino Unido, 1965). Estudió Historia en el Gonville & Caius College de Cambridge. Durante la década de 1990 viajó por toda la antigua Unión Soviética, especialmente por el Cáucaso, Ucrania, Asia central y escribió sobre Rusia para el Sunday Times, el New York Times y el Spectator, entre otros periódicos. Ha presentado documentales para la televisión. Otros libros publicados bajo el sello Crítica: Llamadme Stalin y La corte del zar rojo.

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