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María Rivera

16/12/2020 - 12:03 am

No es la gente, son ustedes

Ningún ciudadano tiene el poder de evitar los contagios.

La gente, pues, se acogió a esa monstruosa pedagogía que llamaron “nueva normalidad”. Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro.

Usted disculpará, querido lector, que vuelva a insistir. En la Ciudad de México y la zona conurbada estamos, como sabe, atravesando el peor momento de la epidemia de coronavirus. No estamos ante un rebrote, ni ante una segunda ola sino frente a un tsunami. Nuestro semáforo naranja, “irrelevante”, en efecto, como reconoció el doctor López Gatell, es completamente rojo desde hace varias semanas.

No se puso rojo solito, y aunque pareciera obvio pensar que se debió a que la gente de pronto comenzó a salir y “relajó las medidas”, esto no es así. O no en rigor, porque la gente hace lo que quiere hasta donde se lo permiten, actúa con base en la información que tiene. El presidente López Obrador tiene razón cuando dice que la gente ha hecho mucho caso a las autoridades. De hecho, tan ha hecho caso que por eso estamos donde estamos; porque la gente decidió asistir a todos los lugares que la propia autoridad reabrió, o se vio obligada por la mecánica económica, o porque creyó (y mucha aún lo cree, incluido el propio presidente) que el cubrebocas es innecesario, que con la sana distancia era suficiente para protegerse del virus. Sí, mucha gente fue, haciéndoles caso, muy confiada a espacios cerrados creyendo que era seguro, como el presidente lo hace diariamente. La gente entendió, ya tarde, cuando ya todo rondaba en el delirio que no, no era una gripita. Luego, pues ya era tarde: mucha gente con factores de riesgo no podía (ni puede) quedarse en su casa, sin medios de sobrevivencia.

La gente, pues, se acogió a esa monstruosa pedagogía que llamaron “nueva normalidad”, que consistía en eximir al gobierno de su responsabilidad y asumirla individualmente, “si te mueres es tu culpa, por no cuidarte”.

En realidad, las personas han sido conducidas a la tragedia, de la mano del doctor López Gatell, cada noche y por la generosa mano de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, a través de las decisiones que ha tomado en los últimos meses, cuando afirmaba que la epidemia estaba “domada” en la ciudad y reabría las actividades económicas, cuando cambió, para su conveniencia, la forma de medir el nivel de riesgo para determinar el color del semáforo y postergar y evitar al máximo el cierre de actividades económicas que pudieran dañar la imagen de López Obrador. Lo hizo cuando tomó la decisión de permitir que la gente se contagiara siempre y cuando pudiera acceder a una cama, en lugar de tratar de evitar a toda costa que se contagiara. Y aunque intentó implementar medidas adecuadas muy tarde, a contracorriente de la política federal, era evidente que resultarían insuficientes. Esto porque sin cerrar la ciudad, restringir la movilidad, aplicar cuarentenas a viajeros; sin aplicar masivamente pruebas, hacer rastreo de contactos agresivamente en este monstruo urbano desde febrero, era realmente imposible contener a la epidemia, como estamos atestiguando. La Jefa de Gobierno tendría que haber tenido un equipo de salud que no estuviera al servicio de los intereses del presidente, que la hubiera obligado a tomar decisiones irreconciliables con la política federal. Eso, si la vida de los capitalinos hubiera pesado en sus decisiones más que su sometimiento al presidente, al que sirve, y no a los ciudadanos, que trágicamente votamos por ella.

Porque verá, ya es bastante con que no haya hecho lo que debía, sino que además responsabilice a la gente de la epidemia en este momento. Su claudicación nos costará miles de vidas. Y es que hay muchas cosas que los ciudadanos no pueden hacer por sí mismos, por ejemplo, quedarse en casa y dejar de percibir un ingreso. La gente necesita ayuda económica para poder resguardarse y proteger su salud. Necesita, también, que se apliquen las medidas extremas del semáforo que le permitirían cuidarse al suspenderse trámites, compromisos, etc. que el gobierno y el sector económico exige. La decisión de Sheinbaum de no cambiar el semáforo a rojo es una forma de negligencia criminal. Todos sus llamados a no salir, cuidarse, no son otra cosa que mera retórica demagógica que busca lavarle las manos a su gobierno, transfiriendo a la gente una responsabilidad que es estatal: la salud pública.

Ningún ciudadano tiene el poder de evitar los contagios, esa es la verdad, y achacarles la responsabilidad es francamente una desvergüenza. La responsabilidad individual tiene un límite. No importa cuán cuidadoso, prudente, sea alguien, eso no lo protege de adquirir COVID-19, como no lo hacen las medidas más rigurosas con los médicos. Precisamente porque es una epidemia, no una enfermedad como lo sería la cirrosis producto del exceso de alcohol, de “decisiones” individuales. Achacarles a las personas contagiadas la responsabilidad en su contagio cuando el gobierno no cierra las actividades no esenciales, permite que una persona que fue al cine, por ejemplo, o a una tienda a comprar regalos de navidad o a un parque o a alguna reunión social, contagie a quien realmente está atendiendo una cuestión esencial. Es ridículo pedirle a la gente que no atienda lo que considera sus necesidades (así sean superfluas) cuando es el mismo gobierno el que las fomenta y permite, abandona a su suerte a quienes no pueden dejar de exponerse. Ninguna recomendación va a frenar a quienes, por necesidad, desinformación o irresponsabilidad, salen y se contagian. La injusticia es, además, doble porque es la gente pobre la que, mayoritariamente, se ha contagiado por no tener los recursos económicos para quedarse en casa. La política del gobierno ha sido, pues, permitir que la gente sin recursos pague con su vida la negligencia de quienes, en estricto sentido, están allí para protegerlos.

Desde “están gordos”, hasta “son irresponsables” pasando por “la gente tiene que salir a trabajar, no son privilegiados”, el gobierno no ha dejado de culparlos o de condescender, cínicamente, con su trágica “suerte”, en lugar de salvar sus vidas.

Es una tragedia innombrable que hubiera podido evitarse si el gobierno federal hubiera destinado todos los recursos y herramientas que se precisaban para que esta mortandad no ocurriera.

En esta jungla nos han dejado, indefensos, a todos. Lo mismo da si somos responsables o no: todos estamos expuestos a una amenaza que ya se extendió como un incendio. Claro, unos podrán salvarse y otros no. La razón, que este gobierno “de izquierda” no quiso remediar, es el poder económico que le garantiza a unos poder quedarse en casa y protegerse y si se contagian recibir una atención médica, oportuna y de calidad, que a diferencia del resto de los mexicanos, les salvará la vida. No, ellos no morirán en hospitales sin camas, sin respiradores, sin insumos, sin atención médica especializada.

La tragedia de nuestro país es inmensa, inconmensurable. No solo por la dolorosa pérdida de vidas que ha enlutado a cientos de miles de familias mexicanas, sino por la amarga constatación de que en el México de la “cuarta transformación” los pobres son los primeros en morir.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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