ADELANTO | Siglos de historia y filosofía en Las leyes de la naturaleza humana, de Greene

18/05/2019 - 12:02 am

Las leyes de la naturaleza humana es la obra maestra de un autor que ha comunicado a millones de lectores las enseñanzas de siglos de historia y filosofía. Un tratado indispensable para aprender las mejores tácticas del autoconocimiento, el éxito y la autodefensa.

Ciudad de México, 18 de mayo (SinEmbargo).– Como animales sociales, nuestras vidas dependen de las relaciones que forjamos. Por eso no bastan nuestro talento, conocimiento y formación: saber por qué la gente hace lo que hace es la herramienta más importante que podemos dominar.

A partir de las ideas de personajes históricos tan diversos como Pericles, Isabel I y Martin Luther Jr., el celebrado escritor Robert Greene nos enseña cómo controlar nuestras emociones, cómo leer mejor las intenciones de los demás, cómo desarrollar la empatía para servir a nuestros propósitos, cómo ver detrás de las máscaras y cómo modificar nuestros comportamientos negativos.

Las leyes de la naturaleza humana es la obra maestra de un autor que ha comunicado a millones de lectores las enseñanzas de siglos de historia y filosofía. Un tratado indispensable para aprender las mejores tácticas del autoconocimiento, el éxito y la autodefensa.

Fragmento del libro Las leyes de la naturaleza humana, de Robert Greene. Cortesía otorgada bajo el permiso de Océano.

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DOMINA TU LADO EMOCIONAL

LA LEY DE LA IRRACIONALIDAD

Te gusta imaginar que tienes el control de tu destino, que planeas conscientemente el curso de tu vida. Pero ignoras que tus emociones te dominan en alto grado. Hacen que adoptes ideas que satisfacen tu ego, que busques evidencias confirmatorias de lo que quieres creer, que veas lo que tu estado de ánimo desea ver, y esto te desconecta de la realidad y es la fuente de la malas decisiones y patrones negativos que te atormentan. La racionalidad es la aptitud para contrarrestar esos efectos emocionales, pensar en lugar de reaccionar, abrir tu mente a lo que en verdad ocurre en contraste con lo que sientes. Esto no sucede sin esfuerzo; es un poder que debemos cultivar, y al hacerlo realizamos nuestro máximo potencial.

LA ATENEA INTERIOR

Un día de fines de 432 a. C., los habitantes de Atenas recibieron una noticia perturbadora: representantes de la ciudad-Estado de Esparta se encontraban en la ciudad y habían presentado al consejo de gobierno ateniense nuevas condiciones de paz. Si Atenas no las aceptaba, Esparta le declararía la guerra. Esta última era la archienemiga de aquélla, diametralmente opuesta en muchos sentidos. Atenas dirigía una liga de Estados democráticos en la región, mientras que Esparta encabezaba una confederación de oligarquías llamada la Liga del Peloponeso. La primera dependía de su marina y su riqueza; era la potencia comercial más eminente del Mediterráneo. La segunda dependía de su ejército; era un Estado eminentemente militar. Hasta entonces, ambas potencias habían evitado una guerra directa porque las consecuencias serían devastadoras; el bando derrotado no sólo podría perder su influencia en la región, sino también su modo de vida, la democracia y la riqueza en el caso de Atenas. Ahora, sin embargo, la guerra parecía ineludible y una sensación de inminente fatalidad se asentó rápidamente en la urbe.

Días más tarde, la asamblea ateniense se reunió en la colina Pnyx que daba a la Acrópolis para debatir el ultimátum espartano y decidir qué hacer. La asamblea estaba abierta a todos los ciudadanos varones y ese día cerca de diez mil de ellos abarrotaron la colina para participar en el debate. Los más intransigentes entre ellos se hallaban en un estado de gran agitación; Atenas debía tomar la iniciativa y atacar Esparta primero, decían. Otros les recordaron que en una batalla terrestre las fuerzas espartanas eran casi invencibles. Atacar a Esparta de ese modo sería hacerle el juego. Todos los moderados estaban a favor de aceptar las condiciones de paz, aunque, como muchos señalaron, eso exhibiría temor y envalentonaría a los espartanos, les daría más tiempo para hacer crecer su ejército. El debate era cada vez más acalorado, la gente gritaba y no había una solución satisfactoria a la vista.

Hacia el fin de esa tarde, la multitud calló de pronto cuando una conocida figura pasó al frente para dirigirse a la asamblea. Era Pericles, el anciano estadista ateniense, ya mayor de sesenta años. Sumamente querido, su opinión importaba más que la de cualquiera; pero pese a lo mucho que se le respetaba, se le consideraba un líder peculiar, más filósofo que político. Para quienes tenían edad suficiente para recordar el inicio de su carrera, era sorprendente lo poderoso y exitoso que había llegado a ser. No hacía nada de la manera habitual.

En los primeros años de la democracia, antes de que Pericles apareciera en escena, los atenienses habían preferido en sus líderes cierto tipo de personalidad: hombres capaces de pronunciar discursos estimulantes y persuasivos, y con dotes para el dramatismo. En el campo de batalla, estos hombres corrían riesgos; a menudo promovían campañas militares que pudieran dirigir, lo que les daba la oportunidad de obtener gloria y atención. Alentaban su carrera representando alguna facción en la asamblea —terratenientes, soldados, aristócratas— y haciendo cuanto podían por promover sus intereses. Esto producía una política demasiado disgregadora. Los líderes subían y caían en ciclos de unos cuantos años, aunque esto era bueno para los atenienses: desconfiaban de quien duraba mucho tiempo en el poder.

Pericles entró en la vida pública en 463 a. C. y la política ateniense jamás volvió a ser la misma. Su primer acto fue de lo más inusual. Pese a que procedía de una ilustre familia aristocrática, se alió con las crecientes clases baja y media de la ciudad: agricultores, remeros de la marina, los artesanos que eran el orgullo de Atenas. Se esmeró en darles más voz en la asamblea y más poder en la democracia. Así, pasó a dirigir no una pequeña facción, sino a la mayoría de los ciudadanos. Parecía imposible controlar a una muchedumbre tan rebelde y numerosa, con sus muy variados intereses, pero él se consagró de tal forma a incrementar el poder de aquella que se ganó poco a poco su confianza y respaldo.

Cuando su influencia aumentó, empezó a imponerse en la asamblea y a modificar las políticas de ésta. Se opuso a expandir el imperio democrático de Atenas. Temía que los atenienses abarcaran demasiado y perdieran el control. Se esforzó en consolidar el imperio y fortalecer las alianzas existentes. Cuando se trataba de la guerra y de su propia función como general, se empeñaba en limitar las campañas y ganar por medio de maniobras, con mínima pérdida de vidas. A muchos esto les parecía poco heroico, pero cuando se implantaron esas políticas, en la ciudad se inició un periodo de prosperidad sin precedente. Ya no había guerras innecesarias que vaciaran las arcas y el imperio operaba con más fluidez que nunca.

Lo que Pericles hizo con el creciente dinero excedente asombró a la ciudadanía: en lugar de usarlo para comprar favores políticos emprendió un ambicioso proyecto de obras públicas. Encargó templos, teatros y salas de concierto, para lo cual puso a trabajar a todos los artesanos. Dondequiera que se mirara, la ciudad se volvía más hermosa. Favoreció una modalidad de arquitectura que reflejaba su estética personal: ordenada, sumamente geométrica, monumental pero plácida a la vista. Su principal encomienda fue el Partenón, con una inmensa estatua de Atenea, de doce metros de altura. Atenea era el espíritu tutelar de Atenas, la diosa de la sabiduría y la inteligencia práctica. Representaba todos los valores que Pericles deseaba promover. Él transformó por sí solo la apariencia y espíritu de Atenas y comenzó en ésta una edad de oro en la totalidad de las artes y las ciencias.

Quizá la cualidad más extraña de Pericles era su estilo oratorio, sobrio y solemne. No era dado a los arranques retóricos habituales. En cambio, se esmeraba en convencer a su público con argumentos inatacables. Esto hacía que la gente lo escuchara con atención mientras seguía el interesante curso de su lógica. Tal estilo era persuasivo y tranquilizador.

A diferencia de los demás líderes, Pericles permaneció en el poder un año tras otro, una década tras otra, mientras, a su callada y discreta manera, imprimía su huella en la ciudad. Tenía enemigos, como era inevitable. Había permanecido tanto tiempo en el poder que muchos lo acusaban de ser un dictador encubierto. Se sospechaba que era ateo, un hombre que se burlaba de todas las tradiciones; eso explicaría por qué era tan peculiar. Pero nadie podía negar los resultados de su liderazgo.

Cuando esa tarde tomó la palabra en la asamblea, a sabiendas de que su opinión sobre la guerra con Esparta sería la que más peso tendría, el silencio se extendió entre la muchedumbre, ansiosa de escuchar sus argumentos.

“¡Atenienses!”, comenzó. “Mi opinión es la misma de siempre: me opongo a cualquier concesión a la Liga del Peloponeso, aunque sé que el entusiasmo con que se convence a la gente de entrar en una guerra no se prolonga hasta el momento de la acción, y que la opinión de la gente cambia con el curso de los acontecimientos.” Les recordó que las diferencias entre Atenas y Esparta debían resolverse con árbitros neutrales y que ceder a las demandas unilaterales de los espartanos sentaría un peligroso precedente. ¿Dónde terminaría eso? Sí, una batalla terrestre sería suicida. Propuso en cambio una forma de guerra muy novedosa, limitada y defensiva.

Él protegería dentro de las murallas de Atenas a todos los habitantes del área. “Que los espartanos lleguen y nos inciten a pelear”, dijo, “que devasten nuestro territorio. No morderemos el anzuelo; no los combatiremos en tierra. Con nuestro acceso al mar, mantendremos bien provista a la ciudad. Usaremos nuestra marina para incursionar en sus poblaciones costeras. Con el tiempo, la ausencia de batalla los exasperará. La necesidad de alimentar y abastecer a su ejército permanente los dejará sin dinero. Sus aliados pelearán entre sí. El partido de la guerra en Esparta quedará desacreditado y una paz verdadera y perdurable será convenida, todo ello con un costo mínimo de vidas y dinero para nosotros.”

“Podría darles muchas otras razones”, concluyó, “de por qué deberían confiar en la victoria final si decidieran no ampliar el imperio mientras la guerra está en progreso ni involucrarse en nuevos peligros. No temo a la estrategia del enemigo; temo a nuestro errores.” Su novedosa propuesta causó un debate intenso. Ni intransigentes ni moderados aceptaban su plan, pero al final su reputación como hombre sabio ganó la partida y su estrategia fue aprobada. Meses después daría comienzo esa guerra decisiva.

Al principio, no todo procedió como Pericles había previsto. Los espartanos y sus aliados no se frustraron por la prolongación de la guerra, sólo se embravecieron más. Los atenienses fueron los que se desalentaron al ver destruido su territorio sin que nadie cobrara represalias. Pero Pericles creía que su plan no fallaría si los atenienses hacían acopio de paciencia. En el segundo año de la guerra, un desastre inesperado lo alteró todo: una peste feroz se apoderó de la ciudad; eran tantas las personas hacinadas murallas adentro que el mal se difundió de prisa, costó la vida de más de un tercio de la ciudadanía y diezmó las filas del ejército. El propio Pericles se contagió y presenció en su agonía la peor de las pesadillas: todo lo que había hecho por Atenas a lo largo de tantas décadas parecía desbaratarse de golpe mientras la gente era presa de un delirio general en el que cada quien veía nada más por sí mismo. Si él hubiera sobrevivido, habría encontrado la forma de serenar a los atenienses y negociar con Esparta una paz aceptable, o de ajustar su estrategia defensiva, pero ya era demasiado tarde.

Por extraño que parezca, los atenienses no lloraron a su líder. Lo culparon de la peste y protestaron por la ineficacia de su estrategia. No estaban de humor para la paciencia y el comedimiento. Pericles había vivido más de lo debido y sus ideas eran vistas como las cansadas reacciones de un anciano. El amor por él se convirtió en odio. En su ausencia, las facciones retornaron con más vigor. El partido a favor de la guerra se volvió muy popular, alimentado por el creciente rencor contra los espartanos, quienes aprovecharon la peste para avanzar. Los intransigentes prometieron recuperar la iniciativa y aplastar a los espartanos con una estrategia ofensiva. Para muchos atenienses, tales palabras fueron un alivio, la liberación de emociones largamente contenidas.

Al tiempo que la ciudad se recuperaba poco a poco de la peste, los atenienses consiguieron tomar la delantera y los espartanos pidieron la paz. Con el deseo de aniquilar al enemigo, aquéllos aprovecharon su ventaja, sólo para descubrir que éstos se recuperaban e invertían la situación. Forcejearon así año tras año. La violencia y el rencor se incrementaron en ambos bandos. En determinado momento, Atenas atacó la isla de Melos, aliada de Esparta, y cuando los melinos se rindieron los atenienses votaron por sacrificar a todos los hombres y vender como esclavos a las mujeres y los niños. Nada remotamente parecido a eso habría ocurrido bajo el mando de Pericles.

Luego de tantos años de guerra sin fin, en 415 a. C. varios líderes atenienses tuvieron una interesante idea para asestar el último golpe. La ciudad-Estado de Siracusa era ya una potencia en ascenso en la isla de Sicilia. Era un aliado crucial de Esparta, a la que abastecía de recursos. Si los atenienses, con su eficaz marina, lanzaban una expedición y tomaban Siracusa, tendrían dos ventajas: ampliarían su imperio y privarían a Esparta de los recursos indispensables para la guerra. La asamblea votó a favor de enviar sesenta barcos con un ejército de dimensiones apropiadas para cumplir esa meta.

Uno de los comandantes asignados a esa expedición, Nicias, tenía enormes dudas acerca de la pertinencia de este plan. Sospechaba que los atenienses habían subestimado la fuerza de Siracusa. Expuso todos los escenarios negativos posibles; sólo una expedición mucho mayor sería capaz de asegurar la victoria. Pese a que su intención había sido acabar con ese plan, su argumento tuvo el efecto contrario. Si lo que se requería era una expedición más grande, eso sería lo que se enviaría: cien embarcaciones y el doble de soldados. Los atenienses presagiaban la victoria en esta estrategia y nada los disuadiría.

En los días posteriores, atenienses de todas las edades trazaban mapas de Sicilia en las calles, al tiempo que soñaban con las riquezas que se derramarían sobre Atenas y la humillación final de los espartanos. El día en que los barcos zarparon fue motivo de una gran fiesta, un espectáculo que no se había visto nunca antes: una armada enorme ocupó el puerto, hasta donde alcanzaba la vista, con barcos bellamente decorados y soldados de radiantes armaduras que abarrotaban los muelles. Fue una exhibición deslumbrante de la riqueza y el poderío de Atenas.

Al paso de los meses, los atenienses estaban ávidos de noticias de la expedición. En cierto momento, y gracias a la magnitud de sus tropas, pareció que los suyos llevaban la ventaja y sitiaban Siracusa. Pero a última hora llegaron refuerzos de Esparta y los atenienses tuvieron que ponerse a la defensiva. Nicias envió a la asamblea una carta en la que describió ese negativo vuelco de los acontecimientos. Recomendó la rendición y el regreso a Atenas o el inmediato envío de refuerzos. Renuentes a creer en la posibilidad de la derrota, los atenienses votaron por mandar refuerzos, una segunda armada casi tan grande como la primera. En los meses subsiguientes, su ansiedad alcanzó nuevas alturas; para entonces las apuestas se habían duplicado y no podían permitirse perder.

Un día, un barbero de Pireo, población portuaria de Atenas, oyó decir a un cliente que la expedición ateniense —cada barco, casi cada hombre— había sido liquidada en batalla. El rumor se propagó rápidamente en Atenas. Aunque era difícil de creer, el pánico se impuso poco a poco. Una semana después esa versión fue confirmada y daba la impresión de que Atenas estaba perdida, despojada de dinero, barcos y hombres.

Milagrosamente, los atenienses se las arreglaron para resistir. En los años siguientes, sin embargo, severamente afectados por sus derrotas en Sicilia, recibieron un golpe tras otro hasta que en 405 a.C. sufrieron la derrota final y fueron obligados a aceptar las crueles condiciones de paz impuestas por Esparta. Sus años de gloria, su gran imperio democrático, la edad de oro de Pericles se esfumaron para siempre. El hombre que refrenó sus más peligrosas emociones —agresividad, codicia, soberbia, egoísmo— había desaparecido de la escena tiempo atrás y su sabiduría había caído en el olvido.

Interpretación

Cuando a principios de su carrera Pericles escudriñó la escena política, notó el fenómeno siguiente: cada figura política ateniense creía ser racional y tener metas realistas y planes para cumplirlas. Todos favorecían a sus facciones políticas e intentaban incrementar su poder. Conducían a sus ejércitos en la batalla y a menudo salían airosos. Se empeñaban en expandir el imperio y recaudar más dinero. Cuando de pronto sus maniobras políticas resultaban contraproducentes, o las guerras salían mal, tenían magníficas razones para explicar lo sucedido. Siempre podían culpar a la oposición o, de ser necesario, a los dioses. No obstante, si todos ellos eran tan racionales, ¿por qué sus políticas derivaban en caos y destrucción? ¿Por qué Atenas era un desastre y la democracia tan frágil? ¿Por qué había tanta corrupción y turbulencia? La respuesta era simple: aquellos ciudadanos no eran racionales en absoluto, sólo astutos y egoístas. Lo que guiaba sus decisiones eran sus bajas emociones: el ansia de poder, atención y dinero. Y para estos propósitos podían ser muy tácticos e ingeniosos, pero ninguna de sus maniobras llevaba a algo duradero o que sirviera a los intereses generales de la democracia.

Lo que obsesionó a Pericles como pensador y figura pública fue cómo salir de esa trampa, cómo ser verdaderamente racional en un ámbito dominado por las emociones. La solución a la que llegó es excepcional en la historia y muy poderosa en sus efectos; debería ser nuestro ideal. De acuerdo con él, la mente humana debe adorar algo, tiene que dirigir su atención a algo que valore sobre todo lo demás. Para la mayoría, tal cosa es su ego; para otros, su familia, clan, dios o nación. Para Pericles era el nous, vocablo del griego antiguo que significa mente o inteligencia. El nous es una fuerza que permea al universo y crea orden y sentido. Por naturaleza, la mente humana se siente atraída a ese orden; ésta es la fuente de nuestra inteligencia. El nous que Pericles adoraba se encarnaba en la figura de la diosa Atenea.

Atenea nació literalmente de la cabeza de Zeus, como lo revela su nombre, una combinación de dios (theos) y mente (nous). Pero acabó por representar una forma de nous muy particular, eminentemente práctica, femenina y terrenal. Ella es la voz que llega hasta los héroes en momentos de necesidad, les infunde un espíritu sereno, orienta su mente a la idea indicada hacia la victoria y el éxito, y les da la energía precisa para lograrlos. Ser visitado por Atenea era la mayor bendición de todas y su espíritu guiaba a los grandes generales y los mejores artistas, inventores y comerciantes. Bajo su influencia, un hombre o mujer podía ver el mundo con perfecta claridad y concebir la acción correcta dadas las circunstancias. Su espíritu era invocado en Atenas para que unificara la ciudad y la volviera próspera y productiva. En esencia, Atenea representaba la racionalidad, el mayor don de los dioses a los mortales, porque sólo ella podía lograr que un ser humano actuara con sabiduría divina.

Para cultivar a su Atenea interior, Pericles tuvo que buscar primero la manera de dominar sus emociones. Éstas nos dirigen a la introspección, lejos del nous, lejos de la realidad. Nos demoramos en la cólera y nuestras inseguridades. Si miramos el mundo e intentamos resolver problemas, vemos las cosas a través del cristal de esas emociones; ellas nublan nuestra visión. Pericles aprendió a no reaccionar nunca en el momento, no tomar jamás una decisión mientras estuviera bajo la influencia de una emoción fuerte. En cambio, analizaba sus sentimientos. Usualmente, cuando examinaba con atención sus inseguridades o su ira, veía que no se justificaban y perdían importancia bajo su escrutinio. A veces tenía que alejarse físicamente de la acalorada asamblea y retirarse a su casa, donde permanecía solo durante días sin fin para calmarse. Poco a poco, la voz de Atenea llegaba hasta él.

Decidió basar todas sus decisiones políticas en una cosa: lo que era de verdad en mayor beneficio de Atenas. Su meta era unificar a la ciudadanía a través del genuino amor a la democracia y la creencia en la superioridad de la vía ateniense. Tener una norma así le ayudó a evitar la trampa del ego. Lo impelía a esforzarse por incrementar la participación y poder de las clases baja y media, pese a que esta estrategia pudiera volverse fácilmente contra él. Lo inspiraba a limitar las guerras, aunque esto significara menos gloria personal. Y al final lo llevó a su más grande decisión: el proyecto de obras públicas que transformó Atenas.

Para ayudarse en este proceso deliberativo, abría su mente a todas las ideas y opciones posibles, aun a las de sus oponentes. Imaginaba todas las consecuencias de una estrategia antes de comprometerse con ella. Con espíritu sereno y mente abierta, ideó las políticas que dieron origen a una de las auténticas edades de oro de la historia. Un hombre fue capaz de contagiar a toda una ciudad de su espíritu racional. Lo que le ocurrió a Atenas después de su partida habla por sí solo. La expedición siciliana representó todo aquello a lo que él se opuso siempre: fue una decisión motivada en secreto por el deseo de conquistar más territorios sin considerar las potenciales consecuencias.

Comprende: como todos, tú también crees ser racional, pero no es así. La racionalidad no es una facultad con la que naciste, sino que adquieres mediante la instrucción y la práctica. La voz de Atenea representa sencillamente un poder superior que llevas dentro, un potencial que quizás hayas sentido en momentos de serenidad y concentración, la idea perfecta que se te ocurre luego de mucho pensar. En el presente no estás en contacto con ese poder superior porque tu mente está agobiada por tus emociones. Como Pericles en la asamblea, te has contagiado del drama que otros montan; reaccionas siempre a lo que ellos te dan, y por eso experimentas oleadas de entusiasmo, inseguridad y ansiedad que te impiden concentrarte. Tu atención es atraída aquí y allá, y sin una norma racional que guíe tus decisiones nunca cumples las metas que te propones. Eso puede cambiar en cualquier momento con una simple decisión: la de cultivar tu Atenea interna. La racionalidad será entonces lo que más valores y te servirá como guía.

Tu primera tarea es examinar las emociones que contagian sin cesar tus decisiones e ideas. Aprende a preguntarte: ¿a qué se debe esta cólera o rencor? ¿De dónde procede esa constante necesidad de atención? Bajo ese escrutinio, tus emociones dejarán de dominarte. Pensarás por ti mismo en lugar de reaccionar a lo que los demás te dan. Las emociones tienden a limitar la mente, a hacer que nos centremos en una o dos ideas que satisfacen nuestro deseo inmediato de poder o atención, ideas que suelen resultar contraproducentes. Ahora, con un espíritu sosegado, tomarás en cuenta una amplia variedad de opciones y soluciones. Deliberarás más antes de actuar y reevaluarás tus estrategias. Esa voz se volverá cada vez más clara. Cuando la gente te asedie con sus interminables dramas y sus emociones insignificantes, te molestará la distracción y aplicarás tu racionalidad para superarla. Como un atleta que se fortalece mediante el entrenamiento, tu mente se volverá más flexible y resistente. Lúcido y tranquilo, verás respuestas y soluciones creativas que nadie más podrá imaginar.

Es como si un segundo yo estuviera detrás del primero; éste es sensato y racional, pero el otro se siente impulsado a hacer algo descabellado, muy gracioso en ocasiones; repentinamente notas que deseas hacer esa cosa divertida, Dios sabe por qué; quieres hacerla, por así decirlo, contra tu voluntad; aunque la combatas con todas tus fuerzas, la deseas.

—Fiódor Dostoievski, El adolescente

CLAVES DE LA NATURALEZA HUMANA

Cada vez que algo marcha mal en nuestra vida, es lógico que busquemos una explicación. No buscar la causa de que nuestros planes no hayan salido bien o de que enfrentemos una resistencia súbita a nuestras ideas sería perturbador para nosotros e intensificaría nuestra angustia. Pero al tratar de indagar una causa, la mente tiende a girar en torno al mismo género de explicaciones: “Alguien o un grupo me saboteó, quizá por aversión; grandes fuerzas antagónicas, como el gobierno o las convenciones sociales, me estorbaron; recibí un mal consejo, o no se me proporcionó cierta información”. Al final, para peor, todo se redujo a mala suerte y circunstancias desafortunadas.

Estas explicaciones enfatizan por lo general nuestra impotencia. “¿Qué pude haber hecho de otro modo? ¿Cómo podría haber previsto las desagradables acciones de X en mi contra?” Son también algo vagas. Usualmente no podemos señalar maldades específicas de los demás, sólo sospechar e imaginar. Estas explicaciones tienden a intensificar nuestras emociones —cólera, frustración, depresión—, en las que más tarde nos sumergimos para terminar sintiéndonos mal. Más todavía, nuestra primera reacción es buscar la causa fuera de nosotros. Sí, es posible que seamos parcialmente responsables de lo que nos pasó, pero lo esencial fue que otros y fuerzas antagónicas nos hicieron tropezar. Esta reacción echa raíces muy profundas en el animal humano. En la Antigüedad culpábamos a los dioses o espíritus malignos; en el presente hemos optado por llamarlos de otra manera.

Sin embargo, la verdad es muy distinta. Sin duda hay individuos y grandes fuerzas que tienen un efecto en nosotros en todo momento, y en el mundo hay muchas cosas que no podemos controlar. Pero es común que nuestro extravío, las malas decisiones y cálculos equivocados se deban a nuestra muy arraigada irracionalidad, al grado en que nuestra mente es gobernada por la emoción. No podemos ver esto. Es nuestro punto débil, y como una excelente muestra de él analicemos la crisis económica de 2008, la cual puede servirnos como un compendio de todas las variedades de la irracionalidad humana.

En las postrimerías de esa crisis, las explicaciones más frecuentes de lo ocurrido en los medios de comunicación fueron éstas: desajustes de la balanza comercial y otros factores abarataron el crédito a principios de la década de 2000, lo que condujo a un uso excesivo de préstamos; era imposible asignar un valor preciso a los complejos instrumentos derivados de las operaciones bursátiles, así que nadie podía calcular las verdaderas pérdidas y ganancias; una astuta y corrupta camarilla de individuos con información confidencial tuvieron incentivos para manipular el sistema en pos de rápidas ganancias; acreedores codiciosos impusieron hipotecas de mala calidad a incautos dueños de residencias; hubo demasiada regulación gubernamental; no hubo suficiente supervisión gubernamental; los modelos computacionales y sistemas de operación se salieron de control.

Estas explicaciones revelan una notable negación de una realidad básica. En el periodo previo a la crisis de 2008, millones de personas tomaron todos los días decisiones acerca de si invertir o no. En cada punto de esas transacciones, compradores y vendedores pudieron haberse abstenido de las modalidades de inversión más riesgosas, pero decidieron no hacerlo. Muchas personas advirtieron sobre la burbuja que se avecinaba. Apenas unos años antes, el colapso de la gigantesca sociedad de inversión Long-Term Capital Management demostró qué clase de gran crisis podría ocurrir. Si la gente se tomara la molestia de hacer memoria, recordaría la burbuja de 1987; si leyera libros de historia, la burbuja y el colapso del mercado bursátil de 1929. Casi cualquier dueño de una propiedad en potencia podría entender los riesgos de hipotecas sin pago inicial y de condiciones de crédito con tasas de interés bruscamente al alza.

Lo que todo ese análisis ignora es la irracionalidad básica que impulsó a esos millones de compradores y vendedores desde el primero hasta el último. Se contagiaron del atractivo del dinero fácil. Esto volvió arrebatado hasta al inversionista más cauteloso. Estudios y expertos acabaron por promover ideas que la gente ya estaba dispuesta a creer, como las clásicas “Esta vez será distinto” y “Los precios de las residencias no bajan nunca”. Una ola de desenfrenado optimismo arrastró a un sinnúmero de personas. Luego llegaron el pánico y la crisis, y el choque ingrato con la realidad. En lugar de aceptar la orgía de especulación que arrolló a todos y que volvió idiotas a personas inteligentes, los dedos acusadores apuntaron a fuerzas externas, a todo aquello que desviara de la verdadera fuente de la locura. Esto no fue privativo de la crisis de 2008. Esas mismas explicaciones salieron a relucir tras las crisis de 1987 y 1929, la fiebre de los ferrocarriles de la década de 1840 en Inglaterra y la burbuja de los Mares del Sur de 1720, también en Inglaterra. La gente habló entonces de reformar el sistema; se aprobaron leyes para limitar la especulación. Pero nada dio resultado.

Las burbujas ocurren a causa de la intensa influencia emocional que ejercen, la cual aplasta todas las facultades racionales que una mente individual puede poseer. Estimulan nuestras tendencias innatas a la codicia, el dinero fácil y los resultados inmediatos. Es difícil ver que otros ganan dinero y no sumarse a ellos. Ninguna fuerza regulatoria en el planeta es capaz de controlar la naturaleza humana. Y como no enfrentamos la fuente real del problema, burbujas y colapsos no cesan de repetirse ni dejarán de hacerlo mientras haya incautos y personas que no leen libros de historia. Esta reiteración es un reflejo de la de los mismos problemas y errores en nuestra vida, origen de patrones negativos. Es difícil aprender de la experiencia cuando no nos volcamos a nuestro interior, a las causas verdaderas.

Entiende: el primer paso para ser racional es comprender nuestra irracionalidad fundamental. Dos factores deberían volver esto más aceptable para nuestro ego: nadie está exento del irresistible efecto de las emociones sobre la mente, ni siquiera el más sabio entre nosotros, y hasta cierto punto la irracionalidad está en función de la estructura del cerebro y forma parte de nuestra naturaleza por el modo en que procesamos las emociones. Ser irracionales está casi más allá de nuestro control. Para entender esto, debemos examinar la evolución de las emociones.

Durante millones de años, los organismos vivos dependieron de instintos de supervivencia finamente ajustados. En una fracción de segundo, un reptil podía percibir peligro en el entorno y reaccionar con una huida instantánea de la escena. No había separación entre impulso y acción. Poco a poco, esa sensación evolucionó en algunos animales hasta convertirse en algo mayor y más duradero: una sensación de temor. Al principio, este temor consistía meramente en un alto nivel de excitación, con la liberación de ciertas sustancias químicas que alertaban al animal de un posible peligro. Con esta excitación y la atención complementaria, el animal podía reaccionar de varias formas, no sólo una. Podía ser más sensible al ambiente y aprender. Esto aumentaba sus posibilidades de supervivencia, porque sus opciones se habían multiplicado. Tal sensación de temor duraba unos segundos, o incluso menos, ya que la esencia era la rapidez.

Dichas excitaciones y sensaciones asumieron en los animales sociales un papel más profundo e importante: se volvieron una forma crucial de comunicación. Ruidos estruendosos o pelos erizados podían exhibir cólera, ser un medio de ahuyentar a un enemigo o señalar un peligro; ciertas posturas u olores revelaban deseo e inclinación sexual; posiciones y gestos señalaban el deseo de jugar; ciertos llamados de las crías revelaban ansiedad extrema y la necesidad de que la madre retornara. En los primates, esto se hizo más elaborado y complejo aún. Está demostrado que los chimpancés pueden sentir envidia y deseo de venganza, entre otras emociones. Esta evolución tuvo lugar en el curso de cientos de millones de años. Más recientemente, animales y seres humanos desarrollaron facultades cognitivas, lo que culminó con la invención del lenguaje y el pensamiento abstracto.

Como han afirmado muchos neurocientíficos, esta evolución dio lugar al cerebro superior de los mamíferos, compuesto de tres partes. La más antigua de ellas es la reptiliana, que controla todas las respuestas automáticas que regulan el cuerpo; ésta es la parte instintiva. Encima de ella está el antiguo cerebro mamífero o límbico, que gobierna los sentimientos y las emociones. Y sobre éste evolucionó el neocórtex, la parte que controla la cognición y, en el caso de los seres humanos, el lenguaje.

Las emociones se originan como una excitación física diseñada para llamar nuestra atención y que tomemos nota de algo a nuestro alrededor. Comienzan como reacciones y sensaciones químicas que deben traducirse después en palabras para intentar comprenderlas. Pero como se procesan en una parte del cerebro diferente a la del lenguaje y el pensamiento, esa traducción suele ser ambigua e inexacta. Por ejemplo, sentimos cólera contra la persona X cuando de hecho la verdadera fuente de esa sensación podría ser la envidia; bajo el nivel de la mente consciente nos sentimos inferiores a X y queremos algo que ella tiene. Sin embargo, la envidia no es un sentimiento con el que estemos a gusto siempre, así que con frecuencia la traducimos en algo más aceptable: cólera, disgusto, rencor. O supongamos que un día sentimos frustración e impaciencia; la persona Y se cruza en nuestro camino en el momento equivocado y estallamos, sin saber que esa ira es provocada por un estado de ánimo distinto y que resulta desproporcionada con las acciones de Y. O digamos que estamos muy enfadados con la persona Z pero que ese enojo se encuentra en nuestro interior, causado por alguien que nos lastimó en el pasado, quizás uno de nuestros padres. Dirigimos tal enojo contra Z porque nos recuerda a esa otra persona.

En otras palabras, no tenemos acceso consciente a los orígenes de nuestras emociones y los humores que generan. Una vez que las sentimos, todo lo que podemos hacer es tratar de interpretarlas, traducirlas en lenguaje. Pero muchas veces lo hacemos mal. Nos metemos en la cabeza interpretaciones simples que nos convienen, o nos quedamos atónitos. No sabemos por qué estamos deprimidos, por ejemplo. Este aspecto inconsciente de las emociones significa asimismo que nos resulta muy difícil aprender de ellas, detener o prevenir una conducta compulsiva. Los hijos que se sintieron abandonados por sus padres tienden a crear patrones de abandono en la edad adulta, sin ver el motivo de éstos. (Véase “Disparadores en la infancia temprana” en la página 48.)

La función comunicativa de las emociones, un factor crítico de los animales sociales, también se vuelve complicada para nosotros. Comunicamos enfado cuando lo que sentimos es otra cosa, o respecto a otra persona, pero el otro no puede ver esto y reacciona como si se le atacara personalmente, lo cual puede crear una cascada de malentendidos.

Las emociones evolucionaron por una razón diferente a la cognición. Estas dos formas de relacionarse con el mundo no están finamente enlazadas en nuestro cerebro. En los animales, sin la carga de tener que traducir las sensaciones físicas en lenguaje abstracto, las emociones operan sin contratiempos, como deberían hacerlo. Para nosotros, la división entre emoción y cognición es una fuente de constante fricción interna, ya que involucra un segundo lado emocional que opera más allá de nuestra voluntad. Los animales sienten miedo un instante y desaparece después. Nuestros temores son duraderos, los intensificamos y los prolongamos mucho más allá del momento de peligro, al punto incluso de sentir constante ansiedad.

Podría pensarse que ya dominamos ese lado emocional gracias a nuestro enorme progreso intelectual y tecnológico; después de todo, no somos tan violentos, apasionados o supersticiosos como nuestros antepasados. Pero es una ilusión. El progreso y la tecnología no nos han reprogramado; sólo han alterado la forma de nuestras emociones y la clase de irracionalidad que las acompaña. Por ejemplo, nuevas modalidades mediáticas han mejorado la proverbial capacidad de los políticos y otros sujetos de explotar nuestras emociones de manera más sutil y sofisticada. Los anunciantes nos bombardean con muy eficaces mensajes subliminales. Nuestro permanente enlace con las redes sociales nos expone a nuevas versiones de efectos virales emocionales. Esos medios no fueron diseñados para una reflexión serena. Su presencia constante reduce cada vez más nuestro espacio mental para retroceder y pensar. Como a los atenienses en la asamblea, nos asedian las emociones y un drama innecesario, porque la naturaleza humana no ha cambiado.

Es obvio que las palabras racional e irracional pueden estar muy cargadas de sentido. La gente tilda siempre de “irracionales” a quienes discrepan de ella. Necesitamos una definición sencilla que pueda aplicarse a juzgar, lo más atinadamente posible, la diferencia entre esos términos. Éste podría ser nuestro termómetro: las emociones que sentimos todo el tiempo contagian nuestro pensamiento y nos hacen adoptar ideas que nos agradan y satisfacen nuestro ego. Es imposible que nuestras inclinaciones y sensaciones no se involucren en lo que pensamos. Las personas racionales están conscientes de esto y mediante la introspección y el esfuerzo son relativamente capaces de sacar las emociones de su pensamiento y contrarrestar su efecto. Las personas irracionales no tienen conciencia de ello; se precipitan a actuar sin considerar las ramificaciones y consecuencias.

Podemos advertir esa diferencia en las decisiones y acciones de la gente y sus efectos. Con el paso del tiempo, las personas racionales demuestran ser capaces de terminar un proyecto, cumplir sus metas, trabajar eficientemente en equipo y crear algo perdurable. Las personas irracionales revelan en su vida patrones negativos: errores que no cesan de repetir, conflictos innecesarios que las siguen por doquier, sueños y proyectos que jamás se hacen realidad, enojo y deseos de cambio que nunca se traducen en acciones concretas. Son impulsivas y reactivas y no están conscientes de ello. Todos podemos tomar decisiones irracionales, algunas de ellas debido a circunstancias que escapan a nuestro control. E incluso los sujetos impulsivos pueden tener grandes ideas o triunfar de momento gracias a su osadía. Resulta importante entonces juzgar con el paso del tiempo si una persona es racional o irracional. ¿Es capaz de un éxito permanente y de hallar buenas estrategias? ¿Puede adaptarse y aprender de sus fracasos?

También podemos ver la diferencia entre una persona racional e irracional en situaciones particulares, cuando se trata de calcular efectos a largo plazo y ver lo que de verdad importa. Por ejemplo, en un proceso de divorcio con problemas de custodia de los hijos, las personas racionales consiguen dejar de lado su encono y prejuicios y deducir qué beneficiará más a sus hijos a la larga. En cambio, las personas irracionales se desgastan en una lucha de poder y permiten que rencores y deseos de venganza guíen furtivamente sus decisiones. Esto deriva en una prolongada batalla que perjudica a sus hijos.

Cuando se trata de contratar a un asistente o socio, las personas racionales usan la aptitud como termómetro: ¿este individuo podrá hacer bien el trabajo? Una persona irracional cae con facilidad bajo el hechizo de sujetos encantadores, que saben cómo alimentar la inseguridad ajena o que representan un leve desafío o amenaza, y los contratan sin saber por qué. Esto conduce a errores e ineficiencias de los que la persona irracional culpará a otros. Cuando se trata de decisiones profesionales, las personas racionales buscan puestos acordes con sus metas a largo plazo. Las irracionales deciden con base en cuánto dinero ganarán de inmediato, lo que creen merecer en la vida (muy poco a veces), cuánto podrán holgazanear en el trabajo o cuánta atención les atraerá el puesto. Esto lleva a callejones sin salida.

En todos los casos, el grado de conciencia representa la diferencia. Las personas racionales admiten con facilidad sus tendencias irracionales y la necesidad de estar alerta. Las irracionales se alteran cuando alguien objeta las raíces emocionales de sus decisiones. Son incapaces de introspección y aprendizaje. Sus errores las hacen ponerse cada vez más a la defensiva.

Es importante comprender que la racionalidad no es un medio para trascender la emoción. Pericles valoraba la acción audaz y arriesgada. Amaba el espíritu de Atenea y la inspiración que procuraba. Quería que los atenienses sintieran amor por su ciudad y empatía por sus conciudadanos. Imaginaba un estado de equilibrio: una clara comprensión de por qué sentimos lo que sentimos, conscientes de nuestros impulsos, a fin de que pudiéramos pensar sin que nuestras emociones nos guiaran en secreto. Quería que la energía de los impulsos y las emociones sirviera a nuestro lado pensante. Ésa era su visión de la racionalidad, y debería ser nuestro ideal.

Por fortuna, adquirir racionalidad no es complicado. Requiere simplemente conocer y practicar un proceso de tres pasos. Primero, tenemos que estar al tanto de lo que llamaremos la irracionalidad de grado inferior. Esta modalidad está en función de los continuos estados de ánimo y sentimientos que experimentamos en la vida por debajo del nivel de la conciencia. Cuando planeamos o tomamos decisiones, no reparamos en que esos estados de ánimo y sentimientos distorsionan el proceso mental. Crean en nuestro pensamiento sesgos tan arraigados que es posible ver pruebas de ellos en todas las culturas y periodos de la historia. Esos sesgos tergiversan la realidad y desembocan en errores y decisiones ineficaces que nos complican la existencia. Si los entendemos, podremos compensar sus efectos.

Segundo, debemos conocer las propiedades de lo que llamaremos la irracionalidad de grado superior. Ésta ocurre cuando nuestras emociones se avivan, debido por lo común a ciertas presiones. Cuando pensamos en nuestra ira, entusiasmo, rencor o desconfianza, la emoción implicada se intensifica en un estado reactivo: interpretamos todo lo que vemos y oímos a través del cristal de ese sentimiento. Nos volvemos más sensibles y más propensos a otras reacciones emocionales. La impaciencia y el rencor pueden derivar en ira y desconfianza. Estos estados reactivos son los que inducen a la gente a la violencia, las obsesiones maniáticas, la codicia incontrolable o los deseos de controlar a los demás. Esta versión de la irracionalidad es la fuente de problemas más agudos: crisis, conflictos y decisiones desastrosas. Saber cómo opera esta clase de irracionalidad nos permitirá reconocer el estado reactivo cuando ocurre y dar marcha atrás antes de que hagamos algo que lamentaremos después.

Tercero, debemos poner en práctica ciertas estrategias y ejercicios que fortalezcan la parte pensante del cerebro y le otorguen más poder en la eterna lucha con nuestras emociones.

Los tres pasos siguientes te ayudarán a emprender el camino a la racionalidad. Sería prudente que los incorporaras en tu estudio y práctica de la naturaleza humana.

Paso uno: reconoce los sesgos

Las emociones afectan sin cesar nuestros procesos mentales y decisiones por debajo del nivel de la conciencia. Y la emoción más común de todas es el deseo de placer y la evasión del dolor. Es casi inevitable que nuestros pensamientos giren alrededor de ese deseo; nos abstenemos de contemplar ideas dolorosas o desagradables. Damos por supuesto que buscamos la verdad o somos realistas, cuando lo cierto es que nos aferramos a ideas que nos liberan de la tensión, satisfacen nuestro ego y nos hacen sentir superiores. Este principio del placer en el pensar es la fuente de todos nuestros sesgos mentales. Creerte inmune a cualquiera de los sesgos siguientes es un buen ejemplo del principio del placer en acción. Indaga en cambio cómo operan en ti y aprende a identificar esa irracionalidad en los demás.

Sesgo de confirmación

Considero las evidencias y tomo decisiones a través de procesos más o menos racionales

Para convencernos de que llegamos racionalmente a una idea, buscamos evidencias que sustenten nuestra opinión. ¿Qué podría ser más objetivo o científico que eso? Pero debido al principio del placer y su inconsciente influencia en nosotros, nos las arreglamos para dar con las evidencias que confirman lo que queremos creer. Esto se conoce como sesgo de confirmación.

Podemos ver este sesgo en operación en los planes de la gente, en particular los que implican grandes apuestas. Un plan se hace para poder llegar a un objetivo deseado. Si la gente estimara las consecuencias negativas y positivas, quizá temería actuar. Es inevitable entonces que, sin darse cuenta de ello, opte por la información que confirma el resultado deseado, el escenario color de rosa. También vemos en operación este sesgo cuando la gente busca consejo; ésta es la perdición de los consejeros. Al final, lo que la gente desea oír es que un experto confirme la validez de sus ideas y preferencias. Interpretará lo que dices a la luz de lo que quiere escuchar; si tu consejo es contrario a sus deseos, buscará la manera de subestimar tus opiniones, tu supuesta pericia. Entre más poderosa es una persona, más sujeta está al sesgo de confirmación.

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