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Tomás Calvillo Unna

18/05/2022 - 12:05 am

La cintura de las horas

“Frente a este espejo nocturno/ carente de cuerpos celestes/ intentamos al estirar los brazos/ medir aquello que no tiene principio ni fin”.

La tormenta que se aproxima. Pintura: Tomás Calvillo Unna

A treinta años de la partida del Dr. Salvador Nava Martínez, su voz perdura, escucharla puede darnos pistas en estos tiempos de sacudidas y cambios. Dos palabras, dos conceptos, dos vivencias: democracia y dignidad son el emblema de su memoria. La dignidad (el respeto que una comunidad se tiene así misma y que uno se tiene así mismo), define la calidad y la naturaleza del régimen democrático en el cual pretendemos vivir.

 

En la conjugación de los pronombres

está el armado del universo humano;

las matemáticas de sus posibilidades

son la cábala de nuestro destino.

 

La dualidad ontológica del espejo

es la raíz del número.

 

Números y letras se intercalan

en la oculta química de la sangre

donde el tiempo danza

entre lo visible e invisible.

 

Es la transmutación

que los antiguos indagaron

en su diseño y testimonio de la eternidad;

esa densa esperanza no resuelta.

 

La paradoja del vacío que todos llevamos

su oquedad que nos habita;

el anhelo del fuego etéreo

de la presencia.

 

Cómo encontrar nuestro lugar

si estamos maniatados con esas cintas

de cobros y ganancias,

al organizar el toma y daca

de la sobrevivencia.

 

A ello se suma

las pretendidas edificaciones de los yos

la dificultad para comprender

su propia condición;

la continua proyección de vernos

como entes separados:

la tragedia prevista

y escenificada una

y otra vez.

 

La contundencia

de este precipitado paso que damos

y nombramos presente,

consumido por un futuro hipotético

nos aísla aún más

de la posibilidad de entender

a ciencia cierta

la primera y última razón

de estar aquí;

envueltos en la detonación del ser,

una expresión en sí abrupta

que se arroja a la oscuridad.

 

Frente a este espejo nocturno

carente de cuerpos celestes

intentamos al estirar los brazos

medir aquello que no tiene principio ni fin.

 

La palabra es la linterna.

 

Apostamos por el mañana,

moldearlo es la tarea,

así nos distanciamos del origen,

lo instalamos en los museos,

lo bautizamos como reliquias

en el mejor de los casos,

nuestras preocupaciones lo interpretan,

olvidamos que era presente;

que sus poros, su respiración atemporal,

mostraba una ruta y alumbraba senderos.

 

El ayer lo convertimos en arqueología,

en algo remoto, en restos de un intento.

 

El ayer fue y es una ventana

como el presente y lo que nombramos porvenir.

 

Es la misma ventana,

pero no lo entendemos.

 

El transcurrir lo convertimos en una dimensión plana,

sin sus entramados que advierten

de la majestuosa serenidad donde reposa.

 

Lo cierto

es que no hemos podido sacudirnos

el concepto del tiempo,

su vestimenta a veces novedosa,

a veces anquilosada;

el ensayo inconcluso que nos determina.

El tiempo está en la nuca,

lo sabe el corazón,

nuestro escudo metafísico.

 

El cuerpo, está envoltura caprichosa y genial,

es una prueba en todo el sentido de la palabra.

 

Despojarse de los relatos que llevamos

es lo mínimo necesario

para acceder a la frescura innata,

que palpita en lo que hemos denominado:

segundos, minutos, horas, días, semanas,

meses, años , siglos

y lo que siga en la imaginación desatada

que pretendemos formalizar.

 

En el océano nocturno

entre la razón y el sueño

la uña del eclipse

es una incisión.

 

El asombro nos convoca,

mientras la nubes

pasean con su camuflaje,

y los adustos gestos del cielo

no se inmutan,

ante el calambre visual del relámpago

que nos advierte

de la tormenta que se aproxima.

 

En la abstracción de la mente

se fertiliza el mundo;

la búsqueda del saber es inagotable,

su quehacer es ya conocimiento

al desprenderse en el camino.

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