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Antonio María Calera-Grobet

18/06/2022 - 12:04 am

Los hombres unos animales

No sé en verdad qué signifique que humanicemos a nuestros compañeros animales, pero creo que debiéramos en todo caso ser un tanto más como ellos.

Los perros rara vez llegan a las peleas. Foto: Guillermo Perea, Cuartoscuro.

Mientras paseaba por Chapultepec me venían a la cabeza poemas de autores orientales. O imágenes de aquellas culturas en las que habitan animales. Los orientales tenían la razón. Pienso en su amor por los peces y su mundo extraterrestre, lo que los peces de una pecera o en un estanque pudieran significar para esos sabios espíritus. Y que lo que sucede frente a una pecera es ciertamente mágico. Casi místico. Al verlos suspendidos entre aguas, al verlos flotar en ese cielo líquido y fresco, realmente nos vemos por dentro. Recuerdo con nostalgia cuando yo tenía algunas peceras en casa. Veía por horas a los “Gouramis” y los “Silver Dollar”, los “Ángeles Marmolados” o a las “Monjas”, también a los “Basureros” (tal es su nombre, no es querer joderles la vida, yo tuve uno al que nombré mi “Dirty Beauty”), y me calmaba poco a poco, se me impregnaba su ritmo, me bajaba la maldita ansiedad de sólo vivir en los problemas de la vida diaria. Fui muy feliz. La rutina de alimentar a mis seres acuáticos me ayudó a entender, como los libros, la fragilidad de la vida. Tal vez los humanos vamos al zoológico para apagar la necesidad de estar todo el tiempo en la competencia imperial del pensamiento, ser más y mejores que todo, pensar un tanto en esa fragilidad.

Y bueno, mientras paseaba observaba muchos perros y ardillas que circulaban por ahí. Perros de toda índole. Caros, finos, comunes y corrientes, hermosos y no tanto. Unos bien portados y otros de un lado a otro sin hacer caso a sus padres humanos. Cuando fumo un cigarrillo en los parques para perros que hay dentro de los parques para humanos, pienso que los gustos se han revuelto. Antes los paseantes viejos preferían a los perros gordos y peludos, sin importar que no tuvieran raza. Las chicas se decidían por canes diminutos como los “Chihuahua”, y ya más señoras tal vez por los “French Poodle”. Los seres intelectuales hacían mancuerna con “Xolos” o “Crestones chinos”, y los corredores preferían a perros elegantes con poco pelo, corriendo a su costado a gran velocidad. Eso sí, los atléticos que hacen pesas en gimnasios de cemento harán sus ejercicios acompañados siempre por musculosos “Rottweilers o “Pitbulls”, quienes al parecer aborrecen sus entrenamientos. Qué bueno que ahora todos prefieren a todos. Y veo que los más escandalosos, mal portados y temibles ya no son los perros enormes, esos a los que les echaron fama y quieren siempre poner a dormir, sino los más pequeñitos con severas ínfulas e inseguridades. Y hablando de ello debo decir que si alguien quiere vestir a su perro está más o menos en su derecho, pero no creo que sea justo que un “Pastor Inglés” lleve abrigo en verano si ya lo lleva instalado. Y luego les ponen luces y aparatos, lentes, gorros y hasta zapatos, chamarras con sus nombres en imitaciones de diamantes. Raro.

No sé en verdad qué signifique que humanicemos a nuestros compañeros animales, pero creo que debiéramos en todo caso ser un tanto más como ellos. Los perros, al conocerse, se olisquean el culo como dándose la mano (como diciéndose: “Bien, ya nos conocemos, nos topamos en el barrio, hagas lo que hagas seguiré meando sobre todos los árboles de todos los parques del mundo”), y siguen adelante. En cambio, los humanos que acaban de vivir tal diplomacia, correa en mano, al cabo de unos metros, comienzan a despotricar sobre los otros perrohabientes: sobre cómo hablaban, lo que decían, incluso hasta la ropa del otro perro y si todo se parece a su dueño. Los perros rara vez llegan a las peleas. Los humanos hablan y hablan y no hacen nada. Y luego dicen, con la mano en la cintura, echando la culpa a otra especie, que “perro que ladra no muerde”. ¡Por dios!

Es cosa de cambio en el mundo ver a los humanos necesitados de compañía animal. Me acuerdo cuando visitaba a mi abuela. Tenía, como tantas abuelas de la colonia, pajaritos en el traspatio. Antes no se veía mal tenerlos. Ahora seguro encarcelarían a quienes tengan en una jaula a sus canarios, sus tordos, sus jilgueros. Para que vieran lo que se siente. Tal vez todos tenemos una jaula igual, invisible unas veces y en otras bien evidentes para todos menos para el que se encuentra adentro. Yo veía las vecindades y las zotehuelas llenas en su piso de alpiste. Ahí los pajarillos reconocían a sus amigos humanos y revoloteaban al verlos. Las abuelitas siempre se llevaron bien con los pájaros. Ahora yo mismo he colgado de mi techo una casa para los colibríes. Les doy de comer agua con azúcar pintada de colores. Chupan el agua y se dan su subidón. Ahora les pondré un aguamanil para que se bañen como en las fuentes de las plazas. Ahí bajan muy cerca de nosotros y hasta podemos verles las plumas y cómo brillan sus alas y sus cuerpos tornasol. Tal vez la gente vea en otras especies la oportunidad de pensar algo sobre la humanidad. O justo olvidarse de ella. Me acuerdo de abundantes parvadas de pájaros volando mientras caminaba una tarde a lo largo del Guadalquivir. Uno de los mejores días de mi vida porque me olvidé de todo y me sentí vivo. Aquí nadie va a caminar a la vera de los ríos. O están entubados o llenos de llantas y botellas de cloro, cascos, latas, alambres y refacciones de auto.

Creo que es bueno que los humanos tengan amigos que no lo sean. Que no sean humanos, digo. Mis mejores amigos a veces no han sido humanos. Tuve 5 conejos (todos están enterrados debajo de mí en este momento), con los que fui infinitamente feliz. Se llamaron “Víctor”, “Pablo”, “Esteban”, “Marielito” y “Agustín”. He tenido más de quince gatos: “Filiberto”, “Progreso de México” (porque estaba bien pinche), “Democracia de México” (porque era negro), “Humberto”, “Master”, “Jacinto”, “Gregorio” y demás. Me daban paz. Veo que eso es lo que hacen con nosotros los animales. Imagino cómo serían algunos humanos sin su amigo animal. Aún peor. Yo hubiera querido tener un amigo perro. Tuvimos al “Oso”, a la “Tosca” y a “Justicia de México”. Por cierto, que la “Tosca” era una bonita “Bóxer” que tuvo que irse al rancho de unos amigos para que pudiera correr a gusto. Cada vez que pregunto a mi madre si en verdad la “Tosca” fue a dar al mentado rancho me dice que es cierto y me jura que nunca la sacrificaron. Yo le creo. El “Oso” era un “Pastor blanco” increíblemente hermoso que jugaba todo el día con nosotros. Pero era de todos y de nadie. Un día lo llevaron a la perrera por morder a un médico y lo mataron. “Justicia de México” siempre anduvo en la calle y nunca supimos a donde fue a dar. Luego pienso que me gustaría tener un changuito para hacernos amigos. Y no es que sólo amemos a los mamíferos. Amigos los hay donde uno quiera. Tengo amigos que tienen tarántulas o serpientes, tortugas o mantis, y hablan con ellos sobre lo que pasa en el trabajo o el televisor. Yo pienso en un changuito. Cuántas aventuras podríamos hacer. Cuántas podríamos contarnos donde los animales son importantes, los que pasaron y pasarán a la historia como seres de luz en el opaco universo.

Por eso uno siente adentro lo que les pasa a ellos. Una vez vi llorar inconsolablemente a una niña porque su hermano había roto el cuello de su hámster al querer meterlo a un auto de control remoto. Cuando era niño, un pez japonés, el más grande y bello que tenía, se me murió. Tuve que tirarlo por la taza del baño. Pesaba tanto su cuerpo en la red que se doblaba. Me di cuenta de que a veces no es que uno no quiera a cualquier animal, pero vaya que duele mucho cuando un animal pesado muere. Me dolió la partida de mi pez japonés. Supe que no podría jamás soportar la muerte de un caballo amigo al que hubiera puesto un nombre. No imagino toparme con un cachalote encallado. Podría matar a un pueblo de tristeza esa ballena muerta.

En fin, sólo quería platicar con ustedes un poco sobre los amigos animales. Vaya que nos enseñan a vivir sin necesidad de ser los mejores de la galaxia. Tal vez ellos sí lo sean y hayan llegado a la tierra por otras vías, en otras naves. De qué manera pudiera uno explicarse la majestuosidad de un rinoceronte o un pavorreal, una jirafa o un elefante. Los capibaras, los osos polares, las ranas fosforescentes que sobreviven en las selvas que quedan. Por eso nos sorprenden, nos toman del cerebro las fábulas y los libros de cuentos de animales. Porque, viéndolas de cerca, en el entendido que nosotros hemos aniquilado todo con nuestras propias manos, ¿son realmente feas las hienas? ¿No sería algo bello caminar un buen rato con oso hormiguero? O acariciar a un puma, una pantera negra, un jaguar. Ya lo creo. Quisiera saber más de los jaguares porque son seres de una alta majestuosidad. Habría que trabajar mucho para ello, lo sabemos, pero yo quisiera ser eso: un hipopótamo o una mantarraya, un tigre de bengala y si se puede un jaguar. Si es que se puede soñar.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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