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Jorge Javier Romero Vadillo

18/07/2019 - 12:04 am

Una digresión sobre el Tren Maya

Si en lugar de cerrar el circuito, el Tren Maya solo se construyera en la vía actualmente existente y, cuando mucho, llegara a Cancún, el impacto ambiental sería controlable.

Por los desastres vistos, no soy de modo alguno un entusiasta del Tren Maya. Foto: Cuartoscuro.

Rompo el hilo de mis temas habituales para escribir sobre un asunto especialmente sensible para mi, aunque involucra cuestiones sobre los que mi conocimiento es superficial, pues no soy experto ni en medio ambiente ni en ingeniería. Sin embargo, conozco bien la península de Yucatán, la región del país de donde proviene toda mi familia, sobre todo Campeche, el estado donde arraigaron mis tatarabuelos y donde aún hoy vive buena parte de mi parentela. He recorrido una y otra vez la península desde niño y le tengo especial afecto a sus selvas, sus playas, sus zonas arqueológicas, sus pueblos y sus ciudades. Conozco sus riquezas y su pobreza, que llega a extremos, y he pensado mucho sobre el tipo de desarrollo necesario para impulsar su economía sin destruir su patrimonio, su naturaleza y su cultura.

Desde niño, sin embargo, he visto cómo se ha ido deteriorando la zona y cómo el desarrollismo ha arrasado con sus selvas, su fauna y su riqueza arquitectónica. Cuando nací la ciudad antigua de Campeche ya había comenzado a ser alejada del mar, con el propósito de ganar terrenos para la especulación inmobiliaria. El viejo recinto amurallado había perdido parte de sus fortificaciones desde el porfiriato, pero por fortuna salvó parte de ellos, y, junto con otros tres barrios de origen virreinal y arquitectura decimonónica, sobrevivió a la ola destructiva que le pasó por encima a la mayoría de las ciudades del país a partir de la década de 1940. Su lejanía, su pobreza y un temprano decreto de protección de los tiempos de la Presidencia del general Cárdenas impidieron que la piqueta demoliera un patrimonio arquitectónico que hoy es patrimonio de la humanidad por decreto de la Unesco. Sin embargo, la especulación hizo que la antigua ciudad portuaria quedara rodeada por un desastre constructivo que, sin ton ni son en oleadas sucesivas, se apropió de la costa.

Hasta mi adolescencia me bastaba con caminar una calle para salir al malecón frente a la iglesia de Guadalupe, aunque ya el centro de la ciudad había sufrido el relleno de su ribera para la construcción de un Palacio de Gobierno y un Congreso inspirados en Brasilia y había sido sitiado por horrendos edificios de hoteles y oficinas “modernos”. En 1979 la debacle le cayó también a mi barrio, pues al Gobernador en turno no se le ocurrió mejor destino para los recursos de la derrama petrolera que seguir rellenando el mar. Hoy lo que antes era un paseo marítimo frente a la iglesia del siglo XVII y las casas pensadas para bajar al mar es una fea avenida que da paso a lóbregas construcciones de hormigón a medio terminar, mientras el nuevo malecón se encuentra a más de un kilómetro.

Mi infancia estuvo llena de narraciones sobre las explotaciones chicleras de la selva –la “montaña”, en el lenguaje local– donde trabajaron mis tíos. Esa selva que había ido desapareciendo desde la construcción del Ferrocarril del Sureste y que terminó de ser devastada por los “nuevos centros de población ejidal”, donde los gobiernos de López Mateos y Díaz Ordaz les repartieron tierra a los solicitantes provenientes de estados tan lejanos como Nayarit o Jalisco. Cada viaje de México a Campeche por carretera era ir viendo cómo se perdía selva, e iba siendo sustituida por potreros ganaderos de cebúes famélicos.

En 1971 conocí la costa de Quintana Roo, una línea turquesa de playas deshabitadas, con apenas algunos campamentos de buceo, como Acumal Caribe. Tulum era una impresionante fortaleza maya rodeada de selva frente al mar más hermoso que podía imaginar al final de mi niñez; Xel–ha una caleta que hacía pensar en aventuras de otra época. Cancún era ya entonces la cabeza de playa de la destrucción turística, aunque todavía se llegaba por terracería y no se había concluido la construcción del puente que une la punta con tierra firme. En aquel proyecto se estaba por cometer el mismo error que a partir de la década de los cuarenta había arrasado a la bahía de Acapulco: la construcción de hoteles sobre la playa, lo que aniquiló al sistema de dunas y que ya está dejando aquel paisaje paradisiaco sin sus arenas albas, ahora enrojecidas por el sargazo.

Por los desastres vistos, no soy de modo alguno un entusiasta del Tren Maya.  Coincido que es una de las ocurrencias sin sustento que forman parte del programa de Gobierno –es un decir– de López Obrador. No encuentro justificación económica en un proyecto que tiene como suelo presupuestal alrededor de 150 mil millones de pesos en una región donde viven menos de cinco millones de personas. Esos mismos recursos invertidos en trenes suburbanos en la zona metropolitana de la Ciudad de México, en Monterrey o Guadalajara beneficiarían a mucha más gente y tendrían un efecto económico superior, aunque también creo que el Estado debe invertir en la promoción del desarrollo de las zonas más atrasadas del país, siempre y cuando esa inversión no sea depredadora del entorno natural y cultural.

A pesar de todo, creo que, si bien sería un despropósito mayúsculo hacer un tren que pase por las dos reservas de la biosfera de la península –la de Sian ka’an, atacada ahora por un terrible incendio forestal, y la de Calakmul, amenazada permanentemente por la tala clandestina–, creo que la construcción de un tren moderno por la ruta del antiguo Ferrocarril del Sureste podría ser benéfica, siempre y cuando se haga con un cuidado extremo y se convierta en un proyecto de desarrollo integral, como lo ha planteado ONU Hábitat.

Si en lugar de cerrar el circuito, el Tren Maya solo se construyera en la vía actualmente existente y, cuando mucho, llegara a Cancún, el impacto ambiental sería controlable. Escárcega, base ferroviaria desde su origen, podría ser un “hub” para el turismo ecológico de bajo impacto, desde donde se llevare por carretera a los turistas a Calakmul y el resto de las zonas arqueológicas de la zona y se penetrara en la selva sin devastarla. La deforestación de la zona se aceleró precisamente con la construcción del ferrocarril hace siete décadas. Hoy es de vida o muerte salvar la mayor reserva selvática del país y evitar los errores del viejo desarrollismo, que tienen al planeta en vilo.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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