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Ciudad de México, 18 agosto (SinEmbargo).- El 4 de marzo de 2008 la policía de Malasia detuvo a un grupo de trabajadores en una planta de procesamiento de metanfetamina.
Tras las primeras averiguaciones, la mayoría de los capturados quedó libre. Sólo tres hermanos de nacionalidad mexicana permanecieron presos, en espera de su juicio.
La perspectiva era tremenda: en Malasia se castiga el narcotráfico con la pena de muerte.
Ese es el inicio de un libro tan esclarecedor como necesario, Morir en Malasia (Oceáno), del joven y valiente periodista mexicano Víctor Hugo Michel, quien en busca de una historia periodística insoslayable se topó con la vida aciaga y trágica de los que ha dado en llamar “los desechables del narco”.
José Regino, Simón y Luis Alfonso González, originarios de Sinaloa, pertenecen a una humilde familia de Culiacán muy alejada del modelo disfuncional tan en boga en nuestros días.
Por el contrario, los tres hermanos fueron amorosamente criados por un matrimonio sólido que les enseñó a ser dignos y trabajadores en la ladrillera que les permitió sobrevivir en medio de escaseces y una actividad manual en un cuadrado de lodo y a altas temperaturas donde dejaron salud y sueños.
Todo empezó a descomponerse, sin embargo, cuando Roberto, el menor de los 11 hermanos, fue asesinado durante un asalto. Las rencillas solapadas, viejos resentimientos escondidos por respeto a los padres ancianos, se hicieron expresos y comenzaron a perfilar la tragedia que se ensañó como una nube negra sobre la familia.
Víctor Hugo Michel, nacido en Ciudad de México en 1978, es reportero desde que tenía 17 años. Ha realizado coberturas en más de 20 países, incluyendo extensos viajes por la frontera sur de Estados Unidos; en Morir en Malasia cuenta la historia paso a paso, con gran rigor profesional, aun cuando le haya resultado inevitable involucrarse sentimentalmente con el drama de a quienes llama cariñosamente “los tres pelados de Culiacán”.
Precisamente, es esa categoría de “pelados”, de “jodidos”, tan lejos del glamour con el que muchas veces se pinta la historia de los narcos, la que convierte a los hermanos González Villarreal en una especie de antihéroes y víctimas propiciatorias de una guerra contra el crimen organizado que en el pasado sexenio dejó casi 100 mil muertos, familias destrozadas y el comercio de sustancias ilegales prácticamente intacto.
La indiferencia de que fueron objeto por parte de la cancillería mexicana que les negó asistencia durante los seis primeros días de la detención (para darse una idea, uno de los argumentos para que la francesa Florence Cassez quedara libre es que le había sido negada la asistencia consular durante un día luego de su arresto) contrasta con el interés mostrado por el gobierno de Felipe Calderón en otros connacionales apresados por la justicia en el extranjero.
Hoy, los hermanos González Villarreal tienen una triple condena a muerte que fue ratificada esta semana por la justicia de Malasia y sólo podrán apelar ante la Corte Suprema, que probablemente confirmará la pena capital.
José Regino, Simón y Luis Alfonso, los primeros mexicanos detenidos en Malasia por cargos relacionados con el tráfico de drogas, fueron arrestados en una aislada fábrica de narcóticos Malasia en 2008 en la que, argumentan, trabajaban limpiando el lugar.
En la fábrica, la policía encontró más de 29 kilos de metanfetaminas valuadas en 44 millones de ringgit (15 millones de dólares).
– ¿Por qué deberíamos los mexicanos luchar porque se revierta la pena capital a los tres hermanos González Villarreal?
– Porque son tres seres humanos. Se nos olvida que tienen familia y se nos olvidan las circunstancias sociales de las que proceden. En este país se ha vuelto muy fácil decir que si los quieren matar por algo será. ¡Estos no son capos! No son las grandes figuras glamurizadas como “La Barbie” o “El Indio”, son tres pelados de Culiacán que están en la peor de las situaciones.
– Estos tres pelados de Culiacán, como dices, no tienen ayuda ni de “La Barbie” ni del gobierno, más bien están olvidados de la mano de Dios…
– Te diría en ese sentido que el gobierno al principio adoptó una postura distante frente a ellos y creo entender por qué, si bien no lo apruebo. ¿Cómo el gobierno de Felipe Calderón, este hombre que lanzó la gran cruzada nacional contra el narcotráfico, iba a ponerse a defender a tres acusados de delitos contra la salud al otro lado del mundo? Hubiera sido una contradicción casi mortal. Hay un caso, el de Ricardo Aldape, condenado a muerte en los Estados Unidos por homicidio, que volvió a México casi como un rockstar y se volvió hasta estrella de telenovela. Para él no hubo la condena social dirigida a los hermanos González Villarreal, acusados de estar dando vuelta un bote. No estamos hablando aquí de grandes químicos experimentados que tienen el conocimiento certero de cómo se elabora la metanfetamina, sólo seguían las instrucciones de otro. No mataron ni secuestraron a nadie. Sin embargo, hay una condena brutal parte de muchos compatriotas y una indiferencia supina del gobierno de Felipe Calderón. Históricamente, el gobierno mexicano siempre ha defendido a sus connacionales condenados a muerte en el extranjero. En Estados Unidos, por ejemplo, las autoridades de nuestro país solventan un programa millonario de defensa y asistencia a los condenados a muerte. Se trata de uno de los programas estrella de la cancillería. Tienen a expertos que siguen milimétricamente cada caso. ¿Cómo te explican que en este caso, donde no hablamos ni de violadores ni de asesinos, la diplomacia mexicana no haya hecho nada?
– ¿Cómo te sientes a unos pocos días de haber sido ratificada la condena?
– Bueno, en principio me siento un poco destanteado porque estaba allí cuando se dio el fallo y hace apenas unas horas que me bajé del avión que me trajo de Malasia. En principio, tengo grabada la cara descompuesta de Regino González Villarreal cuando escuchó el veredicto del juez. Nunca había visto un rostro humano descomponerse de tal manera. La cancillería mexicana llevó a dos hermanas, Alejandrina y Consuelo, quienes estaban también en la Corte. Una de las cosas que más me impresionó es que antes de que se leyera el fallo, una de las hermanas saca de su bolso algo envuelto con kleenex. Había traído dulces de Sinaloa y se los dio a sus hermanos. Estos condenados a muerte que comen dulces de su pueblo en el tribunal, nunca se me va a olvidar.
– Ahora que el gobierno mexicano en este sexenio está interesado en el caso de los hermanos Villarreal, ¿hubo algún cambio de actitud en las autoridades de Malasia?
– No, para nada. Malasia es Malasia. Su sistema judicial es muy independiente, es muy fuerte. Para darte un ejemplo, hace unos años ejecutaron a unos ciudadanos australianos y los lazos entre Malasia y Australia son muchos más fuertes que los lazos entre México y Malasia. Los únicos que han tenido éxito han sido los miembros de la Comunidad Europea, se trata de un bloque político muy poderoso y la estrategia del gobierno mexicano intentará por esa vía.
– El abogado que defiende a los hermanos es todo un personaje…
– Kitson Foong es hermano de un juez de la Suprema Corte en Malasia. Pertenece al grupo social que se conoce como “los chinos de los estrechos”, una élite formada en Londres, con una cultura británica ciento por ciento. Lo vi salir muy triste del tribunal, luego de la ratificación de la pena de muerte. Lo único que me dijo fue: – Te veo el año que viene, que es cuando seguramente se apelará la decisión.
No habían pasado ni 48 horas desde que había escuchado el nombre Foong por primera vez. Tras obtener sus datos gracias a una página de Internet, pude arreglármelas para agendar una cita vía su secretaria, una mujer con pesado acento hindú con quien a duras penas pude comunicarme. Un tanto sorprendido, Foong accedió a verme en un lugar llamado Bangsar Village, un barrio de lujo al que se conoce como el Beverly Hills de Kuala Lumpur por los autos último modelo que recorren sus calles y que, iróni- camente, se halla no muy lejos de un barrio hindú pobre. Encontré al abogado sentado en la banca de una plaza, ojeando una revista. Era un chino alto, joven, de rostro cuadrado y lentes de pasta. Por la forma en la que se ceñía a su cuerpo, noté que su traje había sido cuidadosamente ajustado por un sastre. Sus zapatos brillaban como espejos. “Nice to meet you”, me dijo al extender una mano coronada por un Rolex y unas elegantes mancuernillas plateadas. Su acento era marcadamente británico. Gritaba Londres. Tras las presentaciones de rigor, nos sentamos a la mesa de un restaurante. No pasó demasiado tiempo para que Foong tomara la iniciativa. –¿Realmente les importa este caso en México? —me preguntó de forma dramática—. Debo decir que hasta ahora ni la embajada ni la familia me han contactado para coordinar la defensa de los tres chicos. Y eso que han estado detenidos desde 2008. –¿No le ha llamado la embajada? Foong debió notar mi sorpresa. –Pues… desde que tomé el caso, no. Para nada. En el despacho imaginamos que no tenían conocimiento de que estaban detenidos o que no les interesaba —repuso. El caso, me explicó, había llegado a su escritorio en los primeros días de enero de 2011, luego de que un contacto en la cárcel le informara que había tres individuos con pasaporte mexicano detenidos en Johor Bahru. No tenían abogado y estaban en busca de un nuevo representante legal ante el inminente inicio de su juicio. –Me decidí a hacerlo porque parece un asunto inte- resante —detalló Foong—. Vaya, como involucra la pena de muerte y a tres hermanos, es de alto perfil y de corte dramático. Si ganamos será un buen resultado para nuestro despacho. –¿Hermanos? –Querido… ¿acaso no sabía? Los tres muchachos son hermanos. Imagine: tres hermanos en riesgo de ser conde- nados a morir. Eso no se ve todos los días.
– ¿Qué crees que va a pasar con los hermanos González Villarreal?
– Es difícil saberlo porque Malasia es un país muy celoso en torno a la forma y el tiempo en que ejecuta a los condenados. Mi apreciación personal es que el caso llegará a la Suprema Corte, la Suprema Corte lo va a desechar y que los hermanos quedarán a un paso de la horca. Malasia es un claro ejemplo de cómo la pena de muerte no resuelve el tema del narcotráfico y ahora mismo tiene casi mil condenados esperando la horca. No es posible que un país oficialmente se encargue de todas esas muertes a la vez, porque sería una masacre. Por tanto, lo más probable es que los mexicanos estén alrededor de 15 a 16 años a la espera de que en cualquier momento vengan a sacarlos de su celda para matarlos, tras lo cual tal vez se les conmute la pena a cadena perpetua.
Lee, por cortesía de editorial Océano, el primer capítulo de Morir en Malasia
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