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Julieta Cardona

19/04/2020 - 12:02 am

Veinticinco días con mamá

. Mi vieja que ni vive en este país donde yo vivo pero que, supongo, la ha reclamado en estos tiempos porque no hay algo tan poderoso como el origen.

25 días con mamá. Foto: Instagram (@cardona.julieta).

Estoy acostumbrada a pasarla sola. Una cosa entre que no entiendo de relaciones interpersonales y otra que soy algo tonta e insoportable. Pero esta vez me ha tocado pasarla con mi vieja (mi madre). Mi vieja que ni vive en este país donde yo vivo pero que, supongo, la ha reclamado en estos tiempos porque no hay algo tan poderoso como el origen.

Tenemos ya 25 días juntas. Le cocino mis ocurrencias mientras ella me habla de las suyas y de su juventud. Entonces, como a mí cada tanto me gusta escuchar anécdotas que me sé de memoria, se las pregunto a propósito. Esto nos lleva a su historia más famosa, esa donde cuenta que aprendió a manejar a los siete años por necesidad; también dice que gran parte de los caminos eran terracería porque así era para llegar a los pueblos adonde ella iba con su padre a vender ropa. Yo digo frases como: “Eso está de locos”, y esa misma historia nos conduce a mi padre de manera inevitable. Ella dice que papá no creía semejante chascarrillo (dice que incluso él así le llamaba: «semejante chascarrillo») hasta que lo escuchó de la boca de su en-aquel-momento-suegro. Pero la verdad es que aquí no hay mayor lío porque todos sabemos que papá era un nerd y ella una revoltosa. Es más, a la misma edad, mientras ella maniobraba una picop en terrenos agrestes, él pastoreaba ovejas.

Ay, madre, tan yin-yang, digo. Me enamoré, dice. Por qué, pregunto. Y cómo se supone que alguien sepa eso, dice. Mi vieja es tremenda. En serio que algo de lo que más le admiro es esa claridad suya para convertir en prosa todo aquello que le ha roto el corazón. También hablamos de sus padres y de lo bien que se sentía tenerlos cerca. De cómo ella no deja de extrañarlos, ni de encontrarlos en las sutilezas del mundo.

En fin, que de pronto algunas tardes nos peleamos. Bueno, no, en realidad ella no pelea. Yo sí. Que hoy duermo aquí sobre el piso, dice. Que no empieces con barbaridades, digo. Que sí, dice. Que no, repito. Hago un minidrama y etcétera. Qué remedio: jija suya al fin y al cabo.

Al pasar de los días, mamá advierte mis rituales: uno es salir al balcón, mandarle besos a las montañas, inhalar profundo, llenarme de universo, luego exhalar y vaciarme sobre la tierra. Así varias veces. Y ella tiene los suyos: le habla a los pájaros y a los mangos que cuelgan de los árboles. Llega la noche y durante todo el día, además de hacer manualidades (unas monadas, por cierto), mamá me ha mirado con ternura. Me pregunto cómo le hará para mantener la ternura y la calma. Y vaya acertijo, niña boba, me digo. Porque yo ni en un millón de años podría estar a su altura.

 

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