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Fabrizio Mejía Madrid

19/05/2022 - 12:05 am

¡Vienen los cubanos!

Como una emergencia, antes de que egresen los profesionistas que se han formado en esta mitad del Gobierno obradorista en las universidades Benito Juárez y de la Salud, se anuncia la contratación de médicos cubanos para asistir en las zonas marginales.

Mi padre fue médico. Primero, fue cirujano de niños y, más tarde, de lesionados. Egresado de la UNAM, siempre atendió a sus pacientes en hospitales públicos: en el Gregorio Salas del centro de la Ciudad de México, que acogía a los trabajadores no asalariados y sin seguro social; y en Xoco, en urgencias médicas. Fue maestro en la UNAM y en el Politécnico, y cuando quiso tener práctica privada, fracasó porque no sabía cobrar por curar. Como hijo, me acostumbré, además de a nunca vivir en un departamento del que no nos sacaran los caseros, también a las llamadas de emergencia en las madrugadas, y a que seguido hubiera huacales con frutas que atraían a las abejas y que eran los “pagos” de pacientes que no tenían el dinero para reminerarle las consultas. Recuerdo que, alguna vez, se burló de un médico, amigo suyo, que trató de convencerlo de que estudiara una especialidad en cirugía plástica, porque era “donde estaba el dinero”. Él le contestó: “Salvo que sea para reconstruir a un quemado, lo demás es vanidad. Yo quiero pacientes, no clientes”.

Crecí con esa idea de los médicos. Algunos a los que conocí en mi adolescencia, habían estado en la cárcel por el movimiento contra Díaz Ordaz en 1964, como Miguel Cruz y Alfredo Rustrián. Cuando cerramos la UNAM en 1987 por las reformas del Rector Jorge Carpizo que pretendían privatizarla, conocí a las estudiantes de Medicina que se nos quedaban dormidas moderando las necesariamente interminables asambleas. Y es que las alumnas de la Facultad de Medicina estaban en huelga, como todos nosotros, pero no dejaron jamás de atender sus guardias en los hospitales públicos. Un exrector de la UNAM, el químico Guillermo Soberón Acevedo, era por ese entonces el Secretario de Salud de Miguel de la Madrid. Soberón había sido recompensado con ese puesto en el gabinete por haber roto la huelga sindical universitaria de 1977, dejando entrar al campus a 12 mil policías comandados por Arturo “El Negro” Durazo, que detuvieron a medio millar de sindicalistas. Ahora, emprendía una reforma en materia de salud pública que convertía la medicina en una mercancía. Nosotros, desde la UNAM, deteníamos por un tiempo la propia privatización de la educación superior, que avanzaría por otras vías menos obvias a lo largo de tres décadas. En esos años, me horroricé cuando mi padre empezó a relatar historias de los hospitales y clínicas privadas: cómo se le obligaba a los médicos a cumplir con una cuota de cirugías, es decir, que se operaba a los pacientes aunque no lo necesitaran. También hablaba de cómo los médicos del sector público tenían que cooperarse para comprar yodo y gasas porque alguien de arriba se robaba el dinero del presupuesto. Del mercado negro de medicinas que no llegaban a las bodegas públicas. De los “recomendados” que ocupaban puestos de especialistas sin estar debidamente capacitados. No evitó dar sus reseñas del avance de las cirugías estéticas. Los pacientes se empezaban a convertir, inexorablemente, en clientes.

El 26 de junio de 2020, en un programa de televisión, el excanciller del “comes y te vas”, Jorge G. Castañeda, se refirió a la contratación de médicos cubanos para atender la pandemia de COVID-19 en México. Dijo en una pícara conversación con Héctor Aguilar Camín: “Héctor se acuerda muy bien cuando mi hija terminó la carrera de medicina, aquí en la UNAM, se fue a un pueblo horroroso en Oaxaca, Putla, y luego, gracias a Héctor y su amistad con Diódoro (Carrasco, el entonces Gobernador de Oaxaca), la enviaron a otro pueblo menos horroroso y arrabalero, pero no es que se haya ido con un gran entusiasmo. Un cubano va a Putla, feliz de la vida”. Además de la risa traviesa que les dio a los demás analistas de la tele, y de exhibir el uso de las “palancas” de Aguilar Camín para intervenir en un servicio social que le compete definir sólo a las autoridades universitarias, lo que quedó de manifiesto fue que se había operado un cambio en la forma en que un médico se veía a sí mismo. Ya no era alguien que auxilia a un paciente por la gravedad de su enfermedad, sino por si puede o no pagar su tratamiento. El juramento de Hipócrates que mi padre tenía en la pared de su oficina en el Hospital de Xoco compromete al médico a no juzgar si sus pacientes son hombres libres, mujeres o esclavos. Fue escrito en Grecia unos 400 años antes de nuestra Era y funda la ética de la profesión, pero tal parece que no resistió la idea de la salud como mercancía. Al parecer, algunos de los nuevos estudiantes de medicina, como la hija de Castañeda, querían hacer sus servicios sociales en el Hospital Ángeles o en Médica Sur y le dejaban a los cubanos atender el “arrabal”, como dice el excanciller. 

Cuento esto como contexto a lo que sucedió en días pasados por el mismo tema de los médicos cubanos. El Secretario de Salud, Jorge Alcocer, detalló que tenemos un sistema de salud que sufre las consecuencias de la privatización de la medicina: sin suficientes especialistas por el embudo en que se convirtieron las universidades públicas y con un rechazo de los profesionistas a irse a trabajar donde se les necesita, como establece su código de ética. A los arquitectos que quieren hacer mansiones y no casas de interés social, a los abogados que quieren estar en los despachos que sirven a las empresas extranjeras, en vez en las defensorías públicas, se le suman ahora los médicos que sólo cuidarían de quienes pueden pagarlos. Alcocer ha precisado que, de los 135 mil especialistas que tiene México, el 40 por ciento practica en la ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. Estas capitales tienen más médicos por 100 mil habitantes que Suecia, pero el resto del país tiene una tercera parte. Al mismo tiempo que los médicos están mal repartidos con respecto a su función social, los informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), dicen que México es el segundo país de ese grupo que más gasta de su bolsillo en atención médica: mientras que el promedio de gasto del bolsillo es del 20 por ciento, en México está por arriba del 40. Somos también el país de la OCDE que más muertes tiene cuando un paciente llega con un infarto al hospital. Eso es porque no hay médicos los siete días de la semana en la tercera parte de las comunidades. La conclusión es obvia: el sistema público de salud está desintegrado, desmontado, pero también hay un problema con los médicos que se ven sólo inyectando botox. 

Como una emergencia, antes de que egresen los profesionistas que se han formado en esta mitad del Gobierno obradorista en las universidades Benito Juárez y de la Salud, se anuncia la contratación de médicos cubanos para asistir en las zonas marginales. En las miles de Putlas del país. Casi de inmediato, una influencer, Ana Ceci, publicó un video de TikTok en el que asegura que ella ha esperado una plaza de médico y que están contratando cubanos por razones ideológicas. En minutos supimos también que Ana Ceci se apellida Jara Ettinger, y es hija del exgobernador de Michoacán, Salvador Jara. Exrector de la Universidad Nicolaíta donde impuso cuotas obligatorias y endeudó a la institución, Jara fue Gobernador interino, y en tan sólo un año, cuatro meses y 15 días, desfalcó las arcas del estado por mil 300 millones de pesos. Fue Subsecretario de Educación Pública con Aurelio Nuño y Otto Granados, y la única acción que se recuerda de sus tres años en su cargo fue que se subió a sí mismo de categoría profesional para obtener una mejor jubilación. Pero, hablemos de su hija Ana Ceci, que pareció, al menos en su video, muy dispuesta a irse de su consultorio en Polanco para vivir en la Montaña de Guerrero o en el Valle del Mezquital. Estudió Medicina en la que se precia de ser “la primera universidad privada de México”, la Universidad Autónoma de Guadalajara, la misma institución educativa que, en sus documentos básicos, define la responsabilidad social como “compromiso de las empresas con el bien común”. Ella misma abrió “por aburrimiento en la pandemia” sus publicaciones en Facebook y TikTok y, luego, las usó —confiesa— como “punto de venta y publicidad”. Estamos hablando de alguien que estudió medicina y que, en vez de ayudar en la pandemia, se “aburría” y se dedicó a hacerle publicidad a su práctica profesional, a través de apariciones en el programa matutino “optimista” de Grupo Imagen. Estamos hablando de alguien que asegura que el Presidente López Obrador se “mete” con los médicos mexicanos cuando anuncia la llegada de los cubanos.      

Esto me lleva a la idea que existe en Cuba de los servicios de salud que, junto con la alfabetización, es uno de los orgullos nacionales. Los cubanos no vienen a ayudar a las zonas marginales porque estén acostumbrados a la pobreza—como implica el comentario burlón de Jorge G. Castañeda. En realidad es porque, lo que nosotros vemos como “tener o no dinero”, en Cuba es poder ejercer o no un derecho. Así, la salud no depende de si a tu familia le va bien o mal, sino de la responsabilidad social para atender y curar. Me costó trabajo entenderlo, pero en mi última visita a la Feria del Libro de La Habana, acabé de descifrarlo. Una mujer se quejaba conmigo de que la leche estaba muy cara. Yo, un habitante del capitalismo, le hablé de la inflación en el mundo y cómo México o Cuba no estaban al margen de ello. Ella se me quedó viendo fijamente y me encajó una caravana de sentimientos, como dice la canción: 

—El precio no tiene nada qué ver. Es de justicia —dijo y se fue moviendo las caderas. 

Hay, en efecto, una diferencia abismal entre que no te alcance para la leche, la educación o la salud, a que tengas derecho a ellas. En la primera, es de tu entera responsabilidad que no te alcance. En la otra, es una función del Estado. Y si lo pensamos un minuto, esa es justo la diferencia de la trató esta columna. 

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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