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María Rivera

19/08/2020 - 12:03 am

Malos tiempos

No se necesita ser epidemiólogo, ni quiera doctor, para tener un poco de decencia y cierto sentido de la moralidad para entender la dimensión catastrófica que representa la muerte, perfectamente prevenible, de más de 60 mil mexicanos.

No se necesita ser epidemiólogo, ni quiera doctor, para tener un poco de decencia y cierto sentido de la moralidad para entender la dimensión catastrófica que representa la muerte, perfectamente prevenible, de más de 60 mil mexicanos. Foto: Rogelio Morales, Cuartoscuro.

Ahora que las personas fallecidas por COVID-19 están por llegar a 60 mil, de acuerdo a los números oficiales, pero según los cálculos que se han hecho de las muertes subreportadas, en realidad alanzarían la cifra de 180 mil, me pongo a pensar en la tragedia que nos sucede muy lejos aún de salir de ella y de conocer su verdadera dimensión.

Miles de personas en este momento atraviesan por el dolor de perder a sus seres queridos de la peor manera posible: sin poder despedirse, lejos de quienes amaron. Los enfermos fallecen solos en unidades de terapia intensiva, sin un ser humano cerca, con médicos y enfermeras resguardados en trajes que los deshumanizan. La crueldad del coronavirus es similar a la de las guerras. Están también las víctimas colaterales de la pandemia: aquellos enfermos que no resistieron la reconversión de los hospitales donde se atendían y están falleciendo por falta de atención médica no relacionada con la COVID-19. ¿Cuántas personas habrán perdido la vida por ello? La insuficiencia de servicios médicos, constatada pasmosamente por las reconversiones hospitalarias es una vergüenza para el país y un insulto para los ciudadanos. Cuantimás cuando el Gobierno se ufana de ella como un gran éxito y la gente muere, por falta de atención, en su casa. Un engaño más del discurso gubernamental que habría que usar con más precisión: por cada cama reconvertida que el sistema dispuso para pacientes enfermos de COVID-19 hay un paciente desplazado del sistema que antes de la pandemia era ya insuficiente. Cinco meses sin tratamiento médico en muchos casos equivale a la muerte, sobre todo en hospitales como los institutos de salud que desde marzo fueron reconvertidos. Los más pobres entre los pobres, que no tienen seguridad social, se atendían allí. Es decir, mientras el Gobierno federal y de los estados se ufanan de que hay disposición de camas, hay otros mexicanos abandonados a su suerte, por la sencilla razón de que el sistema estaba rebasado desde antes. Tardaremos mucho tiempo en conocer el número real de víctimas de esta epidemia producidas por las decisiones de autoridades gubernamentales que para sostener el discurso de éxito debieron, diariamente, abandonar a enfermos.

Mientras estas tragedias ocurren, la vida continúa en la ciudad. La gente se encuentra mayoritariamente en la calle, mucha sin tapabocas y sin guardar las medidas de protección. Peseros que vienen atiborrados con la mitad de las personas sin cubrebocas, trámites impuestos nuevamente a la gente, filas sin sana distancia, restaurantes abiertos, y cines. Demencial, ciertamente. La gente parece haber asumido que no se contagiarán o que no será grave o que ya ni modo. En este sentido, el Subsecretario López-Gatell hizo un gran trabajo: convenció a muchísimos mexicanos de que su destino manifiesto era morirse de coronavirus y que no había nada que el Gobierno pudiera hacer salvo avisarles, noche a noche, cómo se iban elevando el número de muertos. También los convenció de que usar cubrebocas era irrelevante y que bien podían usarlo o no, ¿cuánta gente no hubo y hay convencida de que la sana distancia es protección suficiente? Así, salen sin tapabocas porque se los indicaron. Aún hoy sostienen que es una medida auxiliar, cuando es la medida de protección más importante.

Ha sido toda esta confusión, mezclada con decisiones negligentes la que ha provocado que hoy la gente esté afuera arriesgando sus vidas y arriesgando a otros, presionada por el sistema económico, abandonada por un Gobierno que ha sido totalmente incapaz de generar una política de ayuda para que la gente se quede en casa. A esto hay que sumarle que el número de pruebas que el Gobierno mexicano está haciendo ha bajado desde hace semanas para entender el coctel explosivo en el que nos encontramos. Mientras la gente crea que han disminuido los casos cuando en realidad han disminuido las pruebas, más se expondrá a contagiarse y relajará las medidas.

Muy probablemente estemos en ese momento en el cual se esté gestando, silenciosamente, una tragedia mucho mayor que conoceremos en el futuro, pero ante la cual es imposible protegerse: ya la gente asumió que no le importa lo suficiente como para exigir vigorosamente al Gobierno que cambie de estrategia al tiempo que se le ha vuelto imposible seguir la cuarentena.

¿Cuál será el costo final de la cerrazón? No lo sabremos hasta mucho tiempo después de que este tiempo pase. Por lo pronto, tal vez lo único que nos quede es estar cerca de los que amamos y tener con ellos una buena relación, aprovechar que aún están entre nosotros. Como están las cosas, cada día que pasa más gente se habrá contagiado y más gente morirá.

Sí, es terrible y no era, nunca fue, nuestro destino por ser gordos, diabéticos, hipertensos, sino resultado de haber estado gobernados por autoridades que nunca priorizaron salvar vidas de mexicanos desde el principio de la epidemia.

No se necesita ser epidemiólogo, ni quiera doctor, para tener un poco de decencia y cierto sentido de la moralidad para entender la dimensión catastrófica que representa la muerte, perfectamente prevenible, de más de 60 mil mexicanos.

 

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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