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Tomás Calvillo Unna

20/05/2020 - 12:05 am

El necesario silencio ante el desvarío

En esta ausencia de palabras, murmullos, certezas, nos reconocemos en nuestra condición contundentemente fugaz; frágiles en la inmensidad, sabiéndonos mortales al fin, en un reality show próximo a una pesadilla que aún no se despliega del todo.

Del otro lado del silencio. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

El silencio del coronavirus se expresa plásticamente en los supermercados, se esculpe entre la distancia exigida y poco cumplida que permite imaginar esa secuencia entre una persona y otra; asemeja una serpiente en su imaginado ondular que anuda el orden impuesto ante el temor del contagio; filas ausentes de palabras en espera de disolverse y rehacerse una y otra vez ante las cajas registradoras: medidas inventadas con ciencia o al azar en la ruleta rusa del consumo, una paciencia compartida que presagia tormenta, en cualquier momento, a pesar del calendario preciso que permite hipotéticamente salir pronto de las trincheras.

La carencia de una disciplina que pretende preservar la vida y que pareciera dar palos de ciego ante lo incógnito que acecha con el poder de su invisibilidad.

El silencio se convierte en una invasión inesperada que en instantes se apodera del entorno y dispersa la densidad de las horas, asume el tiempo, lo absorbe entre los poros de los cuerpos que parecieran perder su peso; como figuras de una escena teatral nos exhiben y en esos interludios alcanzamos a vernos de reojo para descubrir nuestra semejanza, una renovada y emergente uniformidad; los cubrebocas azules, blancos, negros, de colores, expresan más que precaución y obediencia civil, la voluntad de continuar, de sobrevivir, porque todavía creemos que es posible gobernarnos y necesitamos un bozal para darnos cuenta.

En esta ausencia de palabras, murmullos, certezas, nos reconocemos en nuestra condición contundentemente fugaz; frágiles en la inmensidad, sabiéndonos mortales al fin, en un reality show próximo a una pesadilla que aún no se despliega del todo.

Hay algo turbio en estas horas que parecieran reducir a unos cuantos gestos sociales el mundanal ruido, es una sospecha que crece y advierte que no sabemos en realidad lo que pasa; más allá del diagnóstico clínico de la exigencia de la vida misma expuesta, el mundo nuestro pareciera disolverse frente a nuestros ojos, negamos lo que sucede y buscamos continuar la rutina y no obstante presentimos que lo inefable no tarda en alcanzarnos, a pesar de lo que algunos llaman forzadamente la nueva normalidad.

Una rareza lingüística, un pretendido ejercicio del poder por definir qué es la vida, cómo atraparla, dirigirla, manipularla. Esa enfermedad del poder por controlarlo todo, el pasado, el presente y el futuro (los poderes político, religioso y económico), unos le llaman soberbia, no, no alcanza ese drama humano de nuestro ego; más bien es inercia, la pesada inercia del poder mismo que intenta continuar con su dominio a costa de lo que sea, incluso de su propia extinción.

El silencio, por ello (y muchas cosas más) parafraseando aquella canción, nos puede permitir, reflexionar mejor sobre el sentido de los discursos que esgrimen sus argumentos cada vez más próximos a la guerra, hipnotizados, apegados a la bestia del sí mismo, incapaces de oxigenarse con la vitalidad del presente y la pasión del mañana, arrastrando un pasado desfigurado. Atrapados los ideólogos de todos los bandos en la irreductible certeza del que ya no busca y se ve a sí mismo como la verdad inmaculada e implacable… henos aquí, en esta disputa por la realidad, envenenados de toda clase de insuficiencias mezcladas con intuiciones, aciertos y odio; sí, odio que se niega, pero sin el cual no se puede explicar lo que sucede. El odio oculto de la sinrazón, esa sombra siempre presente, que día a día avanza más y más hasta llegar al borde del precipicio. Estamos a sus orillas, y ni así se acallan los insultos y el ruido, esa suma de incoherencias que arden en la pira de los justos y sus engreídas narraciones.

El silencio doblemente necesario para escuchar y escucharnos, un sensato y sano ejercicio que se pretende desterrar de nuestra erosionada vida democrática.

La uniformidad triunfa, los discursos unívocos, los uniformes; en el paulatino y decidido aislamiento, donde la irritación creciente es el signo peligroso de una esquizofrenia colectiva que amenaza desde sus entrañas a la nación misma.

 

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