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J.D. Salinger: la obsesión por que te dejen en paz

20/08/2017 - 12:00 am

Pocas veces J.D. Salinger habló de sus obras y su método de trabajo. El escritor huía de la prensa, de sus fans y de la mayor parte del mundo. En 1953, dos años después de publicar El guardián entre el centeno, se recluyó con dos propósitos: escribir y que lo dejaran en paz.

Por Mar Abad, Yorokobu

Ciudad de México, 20 de agosto (SinEmbargo/ElDiario.es).– J.D. Salinger empezó a escribir a oscuras, entre sábanas, en el dormitorio de un colegio militar. Tenía 15 años y muy poco interés por los asuntos de la guerra. Escondido bajo las mantas, encendía una linterna y redactaba historias mientras el resto de adolescentes dormía a pierna suelta.

La costumbre siguió cuando empezó a trabajar como corrector de artículos académicos de los cadetes de la Escuela de aviación y redactor de notas de prensa para las Fuerzas Aéreas, en Ohio. “Escribía todas las noches […] y en sus días de permiso solía irse a una habitación de hotel a seguir con sus relatos”, contó el ensayista William Maxwell en una entrevista que hizo a Salinger en 1951.

Ese año se publicó El guardián entre el centeno, una novela que marcó a los jóvenes estadounidenses de la década de los 50 y que hoy sigue vendiendo unos 250 mil ejemplares al año. A muchos les gustó la obra porque la interpretaron como un puntapié al conformismo académico y social de la época. A otros les pareció obscena y subversiva; tanto que algunos profesores la prohibieron en sus colegios.

Jerome David Salinger (1919-2010) había dedicado 10 años de su vida a escribir El guardián entre el centeno. En 1946 estuvo a punto de publicar la novela, en una primera versión de 90 páginas, pero antes de entregarla al editor se arrepintió y trabajó cinco años más hasta llegar al texto definitivo.

Una década para esta obra que, según Maxwell, fue “escrita con un trabajo infinito, una infinita paciencia y un cuidado infinito por los aspectos técnicos”. Un decenio para una obra que, según dijo Salinger a una estudiante de 16 años que lo entrevistó en 1953 para un periódico local, tenía muchas referencias autobiográficas: “Me quedé muy aliviado cuando la terminé. Mi niñez fue muy parecida a la del niño del libro y fue una gran liberación poder contarlo a otras personas”.

La portada del “Guardian entre el centeno” de 1985. Foto: Wikimedia Commons

“NO SE PUEDE ENSEÑAR A ESCRIBIR”

Pocas veces habló J.D. Salinger de sus obras y su método de trabajo. El escritor huía de la prensa, de sus fans y de la mayor parte del mundo. En 1953, dos años después de publicar El guardián entre el centeno, se recluyó con dos propósitos.

Uno, escribir.

Otro, que lo dejaran en paz.

“Todos quieren ser como Salinger y él quiere ser uno más”, indicó una vecina del escritor a un reportero, Michael Clarkson, que en 1979 consiguió llegar hasta Salinger para arrancarle unas cuantas frases.

Desde 1965 no había publicado nada pero el autor de Nueve cuentos (1953) decía que seguía escribiendo. Escribía para él. Clarkson intentó llevarse alguna enseñanza del que consideraba el mejor autor que jamás había leído pero el novelista, distante, le espetó: “No se puede enseñar a alguien a escribir. Es como un ciego guiando a otro ciego. Lo único bueno de asistir a un curso es que puedes conocer a otros que han recibido cartas de rechazo y que tienen los mismos intereses que tú”.

En aquella entrevista que Clarkson publicó en Niagara Falls Review, recogida hoy en el libro J.D. Salinger, The Last Interview, el periodista le preguntó:

—A la larga, ¿merece la pena la carrera de escritor?
—Claro, si eso es lo que quieres —contestó Salinger.
—A veces pierdo la ilusión.
—Escribe sobre ello. Escríbelo todo. No puedo darte otra respuesta.

Clarkson había sorprendido a Salinger en la puerta de su casa. Allí hablaron y en ningún momento el escritor hizo la mínima insinuación de invitarlo a entrar. Vestido con unos vaqueros desgastados, una camisa blanca remangada hasta los codos y unas zapatillas de deporte, le dijo: “Intentas utilizarme para mejorar tu carrera. Pero el único consejo que te puedo dar es que leas a otros, aprende de los libros y haz tu propia interpretación de lo que el autor quiere decir. No te comas la olla con los críticos y ese mundo de locos. Mezcla tus experiencias, sin escribir los hechos exactos, y usa tu creatividad. Planea tus historias y no tomes decisiones rápidas”.

Él lo hacía así. Había leído a Kafka, Flaubert, Tolstoy, Rimbaud, Burns, Emily Bronte, Jane Austen, Henry James, Blake, Coleridge y otros autores vivos que en la entrevista que concedió a William Maxwell no quiso citar.

“DEJADME EN PAZ”

Salinger en 1950. Foto: Wikimedia Commons

A Salinger siempre le gustó pasear a solas y encerrarse a escribir. Alejarse del mundo resultaba un lugar acogedor. El escritor contó a la estudiante de 16 años que lo entrevistó en 1953 que su creatividad despertaba cuando estaba solo, aislado, lejos de las conversaciones innecesarias y los ruidos molestos. Eso le había hecho levantar un muro bien alto alrededor de su casa, pero cuando El guardián entre el centeno explotó de éxito, no había altura suficiente para ninguna valla: el escritor se escondió.

Pasaron muchos años sin que el autor de Franny y Zooey (1961) diese una sola entrevista. No permitía que le hicieran fotos; no toleraba que ningún periodista o admirador se acercara a su casa. Tan solo se relacionaba con su familia y sus amigos más íntimos. Hasta que un día de verano de 1978, un profesor de inglés llamado Greg Herriges logró verlo. Antes hubo de recorrer carreteras infernales y hablar con varias personas que encontró en los bares y en las tiendas del pueblo estadounidense donde vivía Salinger: Cornish, en New Hampshire.

Herriges decidió emplear una técnica que aprendió en El guardián entre el centenopara acercarse al escritor. El protagonista de la novela decía: “Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz”. El profesor hizo algo parecido. Redactó una nota y la dejó al encargado de una tienda a la que Salinger solía ir cada día. Funcionó. Al cabo de unos días, los dos hombres hablaron durante unos minutos.

No era lo habitual. Salinger siempre huía de los desconocidos que intentaban acercarse a él para hablarle de sus libros o pedirle autógrafos. “Yo no hago eso”, le dijo a la periodista Betty Eppes, de mala gana, cuando en 1980 pudo dar con él. “Es un gesto sin sentido. Está bien entre actores y actrices, personas que solo tienen que dar su nombre y su cara. Pero con los escritores es distinto. Ellos ofrecen su trabajo. Firmar autógrafos no significa nada. Es ordinario y ¡no lo haré!”.

En aquella entrevista que Eppes publicó después en el Baton Rouge Sunday Advocate, Salinger insistió, de nuevo, en lo que siempre repetía: “Estoy cansado de que me atrapen en los ascensores, que me paren por la calle y que vengan intrusos a mi propiedad privada. Durante 30 años he dejado bien claro lo que quiero”. Hincó sus ojos negros en la periodista, alzó las cejas y pronunció la frase que se convirtió en su matra: “Quiero que me dejen solo, absolutamente”.

Después de decir esto, Salinger echó a andar. Eppes lanzó una última pregunta a aquel hombre canoso, de 61 años, harto de verse en el papel del mito que nunca quiso ser.

—¿Sigues escribiendo?
—Sí. Te lo he dicho. Me encanta escribir y te aseguro que escribo con regularidad. Pero escribo para mí. Por mi propio placer. Y quiero que me dejen solo para poder hacerlo.

A los pocos que le pudieron preguntar, Salinger respondió que escribía todos los días. Tan solo descansaba entre novela y novela.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que publicaste algo —le recordó Greg Herriges en 1978.
—Sí —contestó, mirando al suelo—. Ha pasado un tiempo. Pero no puedo meterme estrés. Publicar es agonizante. Es necesario que pase al menos un año y medio después de publicar para volver a tomarse las cosas con calma. Es un obstáculo tremendo.

LOS PERROS Y LA PISTOLA

En Cornish advertían a los extraños que buscaban a Salinger que se anduvieran con cuidado. Era mejor no aparecer por sorpresa en su granja, al borde de un acantilado remoto. El escritor, que practicaba yoga y meditación zen, vivía con perros rabiosos, y en el pueblo rumoreaban que, además, tenía una pistola.

El profesor Greg Herriges lo supo cuando entró en una tienda y la dueña, una antigua amiga de Salinger llamada Ethel, le contó: “Él estaba siempre en su estudio, escribiendo. Y si estaba allí, escribiendo, nadie podía llamarlo. Daba igual que hubiera un interconector entre su casa y su estudio. A no ser que se produjera una emergencia, nadie le podía interrumpir”.

A aquella conversación que Herriges publicó a comienzos de 1979 en Oui Magazinese unieron dos personas. “¡Dios! Es penoso cuando algunos estudiantes vienen para intentar verlo”, soltó uno de ellos.

“Él solo quiere que lo dejen a solas. Una vez vino un grupo desde Boston. Eran 15 chavales que querían conocerlo y entrevistarlo. Esa fue la primera vez que apareció la pistola. ¡Habían invadido su privacidad y los chicos insistían en hablar con él! Ahora tiene a los perros y otras cosas para protegerse ante este tipo de visitas”.

Herriges descubrió que en los años 60 Salinger trabajó en un “búnker de cemento situado a 100 metros de su casa”. Allí podía pasar hasta 18 horas diarias. “Estaba tan metido en su trabajo que a menudo sufría accidentes de tráfico”, escribió el profesor en Oui Magazine. “Edith Taylor, la esposa de un académico que siguió muy de cerca la carrera de Salinger, recuerda al autor dando tumbos por la carretera con su jeep, mientras tenía conversaciones y peleas consigo mismo”.

Incluso cuando salía de su cautiverio buscaba la concentración a la desesperada. Aquel día de lluvia intensa en que Herriges llegó hasta su puerta, volvió a formular la pregunta que todos hacían a Salinger:

—¿Sigues escribiendo?
—¡Sí, por supuesto! —respondió, sorprendido—. ¿A qué piensas que me dedico? Soy escritor. Pero mi comunicación con el resto del mundo es mediante la ficción. El contacto con el público entorpece mi trabajo. Eso ha supuesto un problema para algunos de mis colegas y les ha hecho mucho daño.
—Comprendo…
—¡No! —interrumpió Salinger—. No lo comprendes. Si lo hicieses, no estarías aquí.

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