COLUMNISTA INVITADA | Una aproximación a la obra de Alejandra Pizarnik

20/10/2018 - 12:03 am

Por María Elena Sofía

Ciudad de México, 20 de octubre (SinEmbargo/Culturamas).- “Esta lúgubre manía de vivir/ esta recóndita humorada de vivir/ te arrastra Alejandra no lo niegues.” El yo que recuerda está en el espejo o en el mundo. Extraños, ella jamás se reconocerá. Vivirá buscando las fallidas tentativas frente al cuerpo, que no se acomodará nunca a la cotidiana sórdida opacidad. Amores masculinos y femeninos, somníferos y barbitúricos, experimentos terribles como los primeros intentos con el lenguaje. Acercarse a Alejandra Pizarnik es como mirar una montaña desde un barco que está zarpando. En esa última mirada que es el adiós se comprende el destino, el final de todos los intentos que también fracasa: dominar el mundo, por lo menos la propia vida. Dominar las manos. Plasmar esta intención (obsesión) en el sentido de hacer o formar una cosa, fue la tentación cuya voz escuchó. El material fue su voz escrita y la tentación suele ser drástica: “Yo oculto clavos/ para escarnecer a mis sueños enfermos.” Partir, sin siquiera haber llegado hasta los pies de esa montaña.Ella vivió en el lado literal de la palabra, tratando de escribir extensamente, “pero para eso hay que ver” los fuegos, el brillo, el retorcerse de la vida.

Se detuvo en las cenizas, en los pájaros, en las noches y prefirió a los mártires y profetas. Lo incompleto, lo desproporcionado, el deseo. “Mis manos se han desnudado / y se han ido donde la muerte/ enseña a vivir a los muertos.” El tiempo se encarga del anacronismo, la distancia necesaria contra los miedos, la muerte de la inocencia supone consumar la vida, vida que seguirá igual, voces que sonarán igual, gestos que reemplazarán al amor, pero nada le devolverá la esperanza. No buscó artificios, no fue otra detrás de la letra, ella sabía quién era, y también que moriría. El mundo subjetivo fue el mundo Pizarnik, no se avergonzó de que ello fuera todo en su búsqueda de plasmar (otra vez, mil veces) su ser de ave con el vuelo trazado, segura del mañana sombrío. Hubo risas también, explosiones, caprichos, dibujos de revólveres y monstruos escondidos en los muros. Pactos de amor y de muerte, amores torturantes, muertes posibles, diversas y diferentes claramente expuestas. ¿Dónde estaban sus miedos entonces? A veces pareciera una muchacha loca corriendo sola en la noche por un bosque, plena de terror, y perpleja y maravillada, buscando marcas en los troncos de los árboles, secretos y soles negros.

Ella trabajó con sus fantasmas, luchó con su lucidez, partió un espejo y se miró desde sus pedazos, fue fiel a su búsqueda y se murió ensimismada. Supo escribir y supo morir. No fue mezquina. Permanece en El Despertar, en Exilio, en Madrugada. Fue irónica por tristeza, fue sardónica su risa porque no era bella, fue inquieta porque sabía lo que esperaba más allá de la línea. Fue dura y cruda y destemplada con amigos, amantes y rivales, y con sus propios sentires: “Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste.”, dicen sus diarios, cuando ya no se cree que fue una mujer que existió porque el mito la trasciende. Para ir hacia adentro también hay que ser valiente, mucho más que para dejar la costa en una embarcación endeble mirando una montaña jamás conocida. Quizás cruzó la línea para que no quedaran en líneas proféticas aquellos versos de “La última inocencia”.

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