COLUMNISTA INVITADO | La serie Maniac es barroca, de Felipe Ríos

20/10/2018 - 12:03 am

En muchos sentidos, Maniac (2018), la recién estrenada serie de Cary Fukunaga, es barroca. Decía Ernst Gombrich, autor de aquella buena guía para neófitos llamada, peregrinamente, La historia del arte, que el barroco no era personas que no supieran leer; por el contrario: era un estilo pensado para los que habían leído mucho.

Ciudad de México, 20 de octubre (SinEmbargo).- Lo mismo pasa con la serie Maniac. Es barroca. En 10 escasos capítulos presenta una densidad referencial que, creo, algunos críticos miopes (véase aquí y aquí) no han sido capaces de observar con la minuciosidad requerida.

Después de tanta tormenta televisiva post-Breaking Bad, de pronto surgen setas acá y allá que embellecen la campiña, pero que han sido eso: fenómenos aislados (pienso en la precuela de aquel prodigio, Better Call Saul; o en The End of the F*** World o Black Mirror, que parecen aún mejores si se les compara con la tira de opciones blandengues que se han ofertado en los últimos cinco años). Esas series, incluyendo Maniac, no están pensadas para hacer maratones, porque precisamente su línea argumental resulta secundaria ante el revestimiento hipercultural potentísimo que tienen.

¿De qué trata Maniac? Aparentemente –y subrayo ese adverbio– del cruce de caminos existenciales entre un mono esquizo-paranoide, llamado Owen (Johan Hill) y de una morra hostil y depresiva, llamada Annie (Emma Stone) quienes, inmersos en una rara sociedad retrofuturista, deciden prestarse para un experimento farmacéutico que les promete lo que toda pastilla promete: el fin del dolor. Desde el primer capítulo, el tópico parece claro: pare de sufrir. Owen es constantemente maltratado por sus hermanos (todos unos bullies mirreyes insoportables) debido a su condición; y Annie es incapaz de perdonarse el accidente automovilístico en el que su hermana, Ellie, perdió la vida.

Esa sociedad retrofuturista es un tema en sí mismo: floppy discs, interfaces tipo Atari en las pantallas, Macintosh 128K y letreros de neón que encienden y apagan en pleno siglo XXI solo delatan una cosa: hay más basura tecnológica que orgánica en nuestra sociedad (de hecho, eso es lo que parece decirnos aquel gracioso robot que en los primeros capítulos deambula por las calles recogiendo mierda de perro: se limpia las aceras de los desechos biológicos, pero toda la chatarra computacional continúa allí, asediándonos).

Ahora bien, en el mundo de Annie los guiños al universo de Philip K. Dick (y las proyecciones que patentara Ridley Scott de ese universo) parecen evidentes: la hosca mujer deambula en una Nueva York que ya se ha vuelto gueto, así como Los Ángeles lo era en Blade Runner ante el dominante paisaje de negocios orientales. Tal como Deckard al comienzo de la película, Annie come unos fideos infectos mientras es visitada por unos agentes llamados “PubliAmigos”, quienes disfrazan de afecto sincero su oficio de prestamistas, y la sensación flotante es la de una conspiración en masa donde el sujeto desaparece debajo de las capas del sistema.

Por otra parte, en el mundo de Owen, los guiños al universo de Ray Bradbury son patentes: en un departamento diminuto, el hombre oye constantemente a una suerte de gurú de la autoayuda, que más que superación le enseñará a sus espectadores el lastimero conformismo de toda sociedad neoliberal. Owen intenta leer –intenta, como intento yo e intentas tú, que estás leyendo esto, mantenernos a flote leyendo y ser hombres-libro en una sociedad tan demencial como la nuestra–, pero entre los “PubliAmigos” y el compromiso de testificar a favor de su hermano en un próximo juicio, aquello parece más que imposible.

Agobiados, entonces, por sus respectivas narrativas familiares, Owen y Annie acuden a Neberdine Pharmaceutical Biotec para prestar sus cuerpos al testeo de unos fármacos progresivos (píldora A, píldora B y píldora C) que, aparentemente, no tendrán efectos secundarios y garantizarán de manera química el fin del dolor. Por supuesto que este eslabón de Maniac remite al «soma» de Huxley, pero creo que va varios pasos más allá: el hecho de ofrecerse voluntariamente como ratas de laboratorio estaría encarnando, en estado químicamente puro (ironía) el concepto de biopolítica de Michel Foucault. Recordemos que según Foucault desde el siglo XVIII el poder político se propuso como tarea obsesiva administrar la vida, ejerciendo ante todo un control sobre el cuerpo: sus secreciones, sus flujos, sus procesos, etc., con el fin de visibilizar todos los pormenores y eficientar la duración de esos cuerpos para la explotación en el sistema.

Así que cuando Annie y Owen ingresan a Neberdine, parecen sujetos foucaultianos: hasta sus identidades son absorbidas por el poder, siendo rebautizados como “1” y “9”. No obstante, Annie entra con un libro cuya lectura ha tenido pendiente toda su vida y que recoge de unos escombros antes del estudio: Don Quijote.

CLARO, NO ES GRATUITO

Nada es gratuito en Maniac, porque una vez dentro del laboratorio, ya no habrá “mundo fenoménico” o exterior, ni siquiera para el espectador. La “realidad” pasará a ser esa “representación” schopenhaueriana de las instalaciones donde, además de Foucault y Schopenhauer, veremos a Arthur C. Clarke dialogándoles de tú a tú.

El experimento estará controlado por una supercomputadora, conocida como GRTA, diseñada y programada por un antiguo científico, Dr. James K. Mantleray (Justin Theroux), pero ahora manejada por el Dr. Robert Muramoto y la Dra. Azumi Fujita (antiguo amor de Mantleray). El problema es que GRTA ha comenzado a desarrollar independencia y (lo más complejo) afectos hacia Muramoto. Cuando Muramoto muere, ocurren dos eventos clave: Mantleray tiene que regresar al proyecto que abandonó y GRTA cae en un estado depresivo que la empujará a jugar con las mentes de los voluntarios del experimento.

Es aquí donde emerge el verdadero meollo de Maniac: la posibilidad de acabar con el dolor a través de lo neuroquímico (el anhelo de James Mantleray) o bien a través de la terapia psicológica (el anhelo de la Dra. Greta Mantleray, madre de James).

Porque sí, la madre de James, el supercerebro detrás de la supercomputadora, tiene una madre que es psicóloga positivista.

Porque sí, GRTA no es sólo el acrónimo del nombre de la madre del científico: es una réplica de la estructura psíquico-emocional de dicha madre.

Sí, otra vez el tema de la madre.

Y sí, otra vez psicoanálisis.

Por eso resulta tan irónico, al comienzo de la serie, cuando les explican a los participantes mediante un video todo cutre por qué el experimento químico será exitoso para acabar con el dolor, que el Dr. Muramoto diga: “sorry, Sigmund”.

Lo que veremos a continuación es el efecto de las píldoras A, B y C. Inducidos por los fármacos, Annie y Owen tendrán sueños donde se pretende reparar los «circuitos dañados», pero que, por obra de GRTA –una lágrima derramada fundirá los cables–, sus destinos se unirán al nivel de los sueños.

A ver si nos entendemos: el movimiento fue de la neurobiología a Foucault; de Foucault a Cervantes; de Cervantes a Schopenhauer; y de Schopenhauer a Freud, pasando por todos esos escritores de ciencia ficción que, como se ve, en realidad hacían filosofía.

¿Se ve, en el buen sentido del término, el barroquismo de la serie?

No quiero extenderme con la estridencia de los sueños que comparten Annie y Owen en un nivel psíquico cada vez más profundo (buscan juntos un capítulo perdido del Quijote; se visualizan en una película de gánsteres de los años ’40 y en otra de fantasía épica, haciendo pastiche de la estética de Peter Jackson, etc.): lo importante aquí es que, haciendo el «puente de los sueños» del sintoísmo o reiterando las enseñanzas de Die Traumdeutung, las experiencias psíquicas deben cruzarse para, luego, dar pie a las orgánicas en el mundo fenoménico.

Spoiler alert: así acaba Maniac. En un momento dado, el Dr. Mantleray tiene, contra toda su voluntad, que llamar a su madre Greta para que haga terapia positivista a la computadora en una de las mejores escenas de toda la serie, con una estética y unos diálogos que recuerdan a John Waters: “madre, tu amor tóxico me cegó”. Cuando todo ya está perdido, él y la Dra. Azumi se besan con torpeza en un elevador porque, claro, ya lo orgánico les es completamente ajeno.

Maniac es una serie sobre la desaparición del sujeto, o “muerte del hombre”. Foto: Netflix

Antes se necesitaban instrucciones para usar un aparato electrónico. Lo que propone Maniac es que las instrucciones se necesitan ya para hacer algo tan natural como besarse o superar el pasado.

Maniac es una serie sobre la desaparición del sujeto, o «muerte del hombre», como dijeran Nietzsche y Foucault. Bajo esas premisas sistémicas, resulta lógico que Owen tenga brotes psicóticos y Annie una depresión marca Acme.

Esto es la punta del iceberg. No me extrañaría que alguien escribiera un libro sesudo, desmenuzando de esta manera una serie absolutamente prodigiosa.

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