Encrucijadas | Escala (Houston, tenemos un problema)

21/10/2016 - 12:02 am

El autor cuenta lo que seguramente muchos han sentido: el tedio de la escala de un viaje. Sentirse en el limbo entre el lugar de salida y el sitio que nos espera. La impaciencia por contar lo vivido durante un viaje increíble y mucho más, por ver a aquellas personas que hacen sentir como en casa.

La terminal en cuestión, testigo de la escala de miles de viajeros. Foto: Wikimedia
La terminal en cuestión, testigo de la escala de miles de viajeros. Foto: Wikimedia

Unos conversaban en la sala de espera 19 de la terminal C del Aeropuerto Internacional George Bush en Houston, Texas, otros consultaban modernos teléfonos o computadoras y muy pocos dormían —o mejor dicho, intentaban dormir— acostados —o mejor dicho, desparramados— en las incómodas sillas. A través de los altavoces se informaba que pronto terminaría el abordaje de un avión con destino a Washington. Un tal Morgan perdería el vuelo en caso de no presentarse inmediatamente. Afuera, la decreciente luz del sol rebotaba contra el verde opaco de la vegetación en torno a los hangares. Mi itinerario indicaba una prolongada escala antes de volver a la Ciudad de México, por lo tanto, el tiempo no apremiaba. El problema era que ella no estaba donde acordamos que estaría. Sin embargo, sospeché que se hallaba comprando en cualquiera de las múltiples tiendas, así que decidí sentarme y aguardar.

En el aeropuerto todo parecía simultáneamente propio y ajeno, conocido y anónimo, perpetuo y pasajero. A mi alrededor deambulaban extraños a los que ansiaba narrarles las dos fantásticas semanas que tuve en Chicago, decirles que ahora buscaba a cierta persona y que pronto ambos estaríamos de vuelta en casa. A pesar de que también planeaba interrogarlos sobre sus viajes y vidas, la verdad es que no tenía ningún sincero interés en conocer a nadie, únicamente pretendía distraerme. Al final de cuentas no ideé nada para iniciar una charla con originalidad y preferí comprar una lata de té verde y esperar pegado a los ventanales. Ante mis ojos resplandecía una pista llena de vehículos transportando maletas y mecánicos trabajando en el mantenimiento de los aviones. La escena poseía encanto, no cabía la menor duda.

Después de diez minutos empecé a sentirme perdido. Después de veinte la sensación de extravío se apoderó totalmente de mí. La conmoción fue reforzada por el hecho de hallarme haciendo escala. Era perturbador tomar conciencia de que no estaba ni en casa ni en Chicago, esa ciudad que ya sentía familiar después de pasear quince días en sus calles. Pendía en un incómodo limbo carente de línea telefónica y equipado de una muy inestable señal de WiFi. (Mucho después, gracias a la conferencia “El etnólogo y el turista” que Marc Augé impartió en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, entendí que el único momento que dejé mi hogar fue precisamente en Houston. Previamente respiraba tranquilo en un confort físico y psicológico, había atravesado fronteras geográficas sin realmente salir de casa. Asimismo, transcurrieron varios años hasta que asimilé las ventajas de la escala como metáfora. Se trata de una posición a medio camino entre el hogar y lo desconocido, un lugar estratégico desde donde uno puede observarse a sí mismo a la misma distancia que observa a los otros.)

Me puse de pie al sentir hormigueos en las piernas. Había permanecido en la misma posición durante casi media hora. Para recuperarme caminé a lo largo de los amplios pasillos hasta llegar a la terminal E. Ahí pensé que al volver a la sala diecinueve ella estaría esperándome. Insistiría en que todo el tiempo estuvo en dicho sitio y yo, confundido, le creería. Inexplicablemente estaba seguro de que las cosas sucederían de esa forma, así que comencé a planear lo que haríamos a continuación. Comeríamos en el restaurante giratorio del hotel Marriott ubicado en el aeropuerto. Ahí nos recibiría una hermosa hostess mexicana que nos ofrecería el guardarropa para nuestro equipaje. Elegiríamos una mesa cercana a la ventana para ver aterrizar a los aviones mientras comemos hamburguesas y papas a la francesa. Recapitularíamos las vacaciones cuando los platos estuvieran vacíos y sólo nos quedaran las cervezas. Al salir, la bella mexicana nos diría adiós y yo lamentaría que nunca la vería de nuevo.

Terminé de fantasear y entré a la primera librería que se me cruzó. Hojeé una revista empresarial cuya portada incluía una cita de Camilo José Cela. Las palabras hacían referencia a la disparidad entre la verdad de los escritores y la de “quienes reparten el oro”. Reflexioné sobre dicha cuestión no más de treinta segundos (supongo), después de los cuales devolví la revista a la estantería y encaminé mis pasos de vuelta a la sala. En la diecinueve ella seguía ausente. Entonces reanudé la caminata sin saber hacia dónde hasta que no sé qué motivo me frenó a un costado de una pizzería. Mirando las pizzas exhibidas en el mostrador, con los ojos ya enrojecidos, recordé cómo ella cerraba los suyos tratando de dormir en el metro de Chicago, a las siete horas de ese mismo día. En Jefferson Park despertó y quiso saber cuántas estaciones nos separaban de O’Hare, donde se localiza el aeropuerto. Esa mañana decidimos llegar juntos a pesar de que su vuelo saldría tres horas antes que el mío. La acompañé a la puerta de abordaje correspondiente, convenimos el lugar para reunirnos en Houston —ciudad desde la que volaríamos en el mismo avión hacia la Ciudad de México— y después quemé minutos contemplando los escaparates plagados de souvenirs y rememorando cada detalle de esas vacaciones a punto de terminar.

Cloud Gate en el Millennium Park de Chicago. Foto: Shutterstock.
Cloud Gate en el Millennium Park de Chicago. Foto: Shutterstock.

En ese momento caí en cuenta de que había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que compartimos un viaje. Es más, a últimas fechas nos habíamos distanciado el uno del otro. Seguramente por eso me sorprendió ver su rostro reflejado en el Cloud Gate, la famosa obra de Anish Kapoor asentada en el Millenium Park. La imagen era muy diferente de la que yo tenía en la cabeza. Sus facciones se habían endurecido. Sin embargo, como lo demuestra la primera foto que tomé en Chicago, esta dureza no cancelaba una genuina felicidad: enmarcada por el letrero luminoso del hotel Allerton y la extravagante arquitectura de la tienda Burberry, ella sonríe frente a uno de los caballos que adornan Michigan Avenue, todavía arrastrando su maleta y con una backpack en la espalda. Nunca he sabido por qué le gusta posar junto a esculturas de animales, si bien casi siempre he sido el fotógrafo de esos encuentros.

Cada sitio que visitamos en Chicago había exhumado recuerdos. Las oficinas de la UNAM con las que casualmente tropezamos en West Erie Street nos transportaron a los días en que la recogía en el Centro de Enseñanza Para Extranjeros de Ciudad Universitaria, donde ella trabajaba; la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvôrak interpretada en el Jay Pritzker Pavillion revivió en nosotros los ensayos abiertos de la OFUNAM que tanto frecuentábamos anteriormente; el jam de poesía en el Green Mill —el bar donde Al Capone escondía barriles de alcohol— trajo a nuestra memoria los breves e inocentes poemas que le dedicaba casi dos décadas atrás; las sillas voladoras de Navy Pier nos condujeron hasta aquellos sábados cuando invertíamos horas y horas en Six Flags de la Ciudad de México. En fin. En Chicago me di cuenta de cómo en los últimos años había olvidado lo que se siente saberse a salvo. Por esto, en Houston no podía creer que la noche previa estábamos ovacionando a los Medias Blancas mientras estos recibían una paliza a mano de los Yankees en el U.S. Cellular Field. No podía creer que ahora caminaba solo en la fría atmósfera propia de todo aeropuerto.

Habían transcurrido poco más de cincuenta minutos desde que la busqué por primera vez en la sala diecinueve. Cuando los altavoces anunciaron que ella se encontraba esperándome en el área de reclamo de equipaje, yo estaba siendo interrogado por los responsables de un módulo de ayuda. Entonces me despedí de ellos, desafortunadamente empleando menos delicadeza de la que ameritaba el trato recibido. Recorrí largos corredores hasta que vi un letrero con las palabras “Baggage claim” acompañadas de una flecha señalando hacia una escalera eléctrica. Mientras descendía la vi a unos quince metros haciendo señas para atraer mi atención. Rodeada de bandas giratorias ya vacías, sonreía igual que en la foto con el caballo de Michigan Avenue. En la mano derecha tenía su anticuado teléfono celular y en la izquierda el asa de la maleta. Detuve mi marcha aproximadamente a cinco metros de ella y observé todo a nuestro alrededor. Las bandas de equipaje y los viajeros habían desaparecido, las paredes se tornaron blancas y el techo se alejó del suelo. Frente a mis ojos se asentaba un comedor de madera oscura, a mi derecha tres sillones color durazno. Unos metros atrás, en la cocina, ella me llamaba abriendo los brazos, agachada para que estuviéramos a la misma altura. Impaciente me liberé de la mochila llena de cuadernos escolares y avancé lo más rápido que pude. Nos abrazamos. En ese momento, al sentir su beso en mi mejilla y sus brazos envolviéndome, supe que no corría ningún peligro ahí donde todo es propio y ajeno, conocido y anónimo, perpetuo y pasajero.

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