ADELANTO | Sor Juana Inés de la Cruz. Doncella del verbo: el libro más completo sobre la Décima Musa

21/11/2020 - 12:00 am

El escritor, crítico literario, catedrático y poeta mexicano Alejandro Soriano Valles realiza una ambiciosa biografía que, además de analizar detalladamente la vida y obra de la poetisa, incorpora los más recientes descubrimientos y un análisis de las principales interpretaciones sorjuanistas contemporáneas.

Ciudad de México, 21 de noviembre (SinEmbargo).- Este es el estudio más dilatado, completo y ambicioso que sobre la vida de la Décima Musa se haya escrito desde la publicación de la obra de Octavio Paz, en 1982.

El lector tiene en él una extensa y confiable biografía que, a lo largo de treinta y un capítulos y dos apéndices, además de analizar detalladamente la vida y obra de la poetisa, incorpora tanto los más recientes descubrimientos como un pormenorizado análisis de las principales interpretaciones sorjuanistas contemporáneas.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Sor Juana Inés de la Cruz. Doncella del verbo, del escritor, editor, crítico literario, catedrático, biógrafo y poeta mexicano Alejandro Soriano Valles. Cortesía otorgada bajo el permiso de Malpaso Ediciones.

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EL MONACATO FEMENINO NOVOHISPANO

Dice Josefina Muriel que las monjas de diversos conventos (entre ellos el de la Fénix) «profesaban reglas mitigadas por el papa Urbano VIII, esto es, sin la austeridad extrema de sus fundadores». De acuerdo con la investigadora, se vivía ahí “comunitariamente, en el coro, durante el rezo de Horas canónicas que todas las religiosas (a excepción de criadas y esclavas) debían rezar a lo largo del día y la noche: Nocturnos y Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. Además, todas debían convivir varias horas trabajando en la sala de labores todos los días, y mientras lo hacían escuchaban una lectura, hecho que se repetía a la hora de comer”. El tiempo sobrante lo dedicaba cada una a sus asuntos personales.

Ahora bien, no se entenderá la razón de ser de los conventos de mujeres si permanecemos en el nivel, por así decir, «material» de la descripción. Las mentes (pos)modernas, con su visión chata de las cosas, tienden a equipararlos con sitios carcelarios, donde la comunidad es una «colmena», una «colectividad en la que todas se observan y se controlan unas a otras, como si buena parte de la conciencia individual dependiera de la conciencia de las demás»; o sea, algo más próximo a un gulag o a las sociedades estalinistas que a los espacios de caridad y esperanza que, surgidos de la fe compartida en las enseñanzas de Cristo y transformados así en poderosos reactores espirituales, en realidad fueron.

Uno daría por hecho que el feminismo defiende, antes que nada, la inteligencia de la mujer. Para nuestro asombro, no siempre es así: con el menosprecio hacia la agudeza de las señoras que en muchas ocasiones la caracteriza, dicha ideología suele deleitarse describiendo cómo, en el pasado, éstas se sometían (casi sin chistar, o la mayor parte de las veces de plano sin chistar) a los injustos dictados varoniles. A mí me parece que replicar o dejar de hacerlo no conduce, in abstracto, a ninguna conclusión sobre el caletre de nadie, y menos si se ignoran los motivos profundos.

Quien juzgara a Sócrates por no rebelarse contra la sentencia que lo condenaba a muerte no sólo mostraría su desconocimiento del pensamiento socrático, sino incluso que en muchos seres humanos anidan motivaciones más valiosas que la propia vida. Quien, en tales condiciones, disertara sobre los «derechos» de Sócrates y sobre cómo debió haberse opuesto a una decisión que hoy le parece «injusta», estaría atentando no únicamente contra el espíritu de nuestra especie y la idiosincrasia de la época, sino incluso contra la personalidad y, más que nada, la inteligencia del maestro de Platón. Quien eso hiciera, hablaría desde la ideología y en nombre de un esperpento, pero no de la historia, y menos del hombre Sócrates.

Lo mismo debe decirse de las feministas que creen verdaderas las fábulas sobre el convento como uno de los lugares donde «se vigilaba a la mujer para excluirla de los espacios visibles de poder»; como el sitio donde incluso entraban españolas y criollas, «las que deberían ser “gente de razón” [pues] por su clase y su origen están en una categoría superior», mas la «humedad y frialdad de su sexo las hace incompatibles […] con la racionalidad y las coloca, por ello, en la clase de los irracionales y los bárbaros». Es decir, bajo la «rigurosa vigilancia de los confesores que dirige y descifra su razón…». Lo cual en buen español significa que la mayoría de las mujeres que se hacían monjas lo hacía por imposición, y no por libérrima voluntad ni racional decisión.

He aquí una buena muestra del menosprecio feminista de la inteligencia femenina, que para «salvar» a las mujeres del presente sacrifica a las del pasado, considerándolas sujetos no digamos ignorantes, sino sobre todo sandias y, por tanto, fáciles de «manipular». Tan miope visión de la existencia monástica virreinal deja escapar un aspecto central de la misma: la vida sobrenatural de las monjas.

Manuel Ramos Medina ha dicho que la “idea general que se conserva en algunos medios acerca de las religiosas novohispanas como mujeres ociosas, comunicativas, rezanderas, extasiadas, dedicadas exclusivamente a la lectura del Oficio Divino en los coros alto y bajo e inventando recetas de cocina ayudadas por esclavas y sirvientas, se ha transformado en nuestros días”.

Más allá de si «inventaban recetas de cocina» (cosa demostrable y por lo demás muy deseable desde la óptica de la cultura mexicana y del apetito nacional), lo cierto es que —según vimos ya— no estaban ociosas, aunque sí se comunicaban y, sobre todo, eran muy «rezanderas», motivo por el cual, aunque no «exclusiva», sí medularmente, estaban consagradas «a la lectura del Oficio Divino» (y, en ocasiones, tenían verdaderos éxtasis).

Sería una perogrullada decir que el fin principal de los conventos fue crear espacios donde las comunidades cristianas interesadas en desarrollar su espiritualidad pudieran hacerlo con ventaja; sería una perogrullada, repito, si no fuese porque la mayor parte de los investigadores actuales parece ignorarlo. Metidos en la crítica del ambiente antimoderno de la existencia material de sus moradoras (extrañeza ante la vida de oración; horror de la ejercitación ascética; pavor del ayuno, el enclaustramiento y los restantes votos de pobreza, obediencia y castidad), los exégetas anticlericales suponen que los monasterios femeninos novohispanos fueron —ya lo advertimos— cierta clase de jaulas instituidas con el avieso objetivo de sacar a las mujeres de circulación.

Como si la óptica (pos)moderna fuera el rasero universal de lo deseable, la mayor parte de la crítica actual, preconizando sus propias debilidades, da por hecho que la vida regalada, la concupiscencia, el vaivén de las pasiones, el desorden de las ideas y la libertad entendida como arbitrariedad constituyen (y han constituido) el desiderátum de todos los tiempos. Así, suponen que si las religiosas del siglo xvii mexicano hallaban en el encierro voluntario, la virginidad, la mortificación corporal, la moderación, la oración, la sumisión de la voluntad a una sabiduría que no era la instrumental del confesor, sino la propia de Jesucristo encarnado (a pesar muchas veces de las fragilidades de éste) en su ministro, debía ser porque ellas carecían del raciocinio suficiente para, «entendiendo» tan «feroces» condiciones de vida, «rebelarse» y ser «libres» como nosotros.

Resulta palmario el prejuicio subyacente, según el cual la vida autónoma (pos)moderna es el fin al que tendrían que haber aspirado aquellas mujeres, pues siempre (como una especie de instrucción suprahistórica regente de la marcha progresista e infalible de la historia) habría sido ésta la inobjetable meta de una existencia humana auténticamente plena. A diferencia de nosotros, irreverentes y felices librepensadores despojados de todo dogma, las monjas del mil seiscientos, ignorantes de la alegría e independencia que dan el confort, la relajación y la indeterminación actuales, habrían sido (¡pobrecillas desvalidas!) conculcadas en su derecho de hacer, sin más guía que su capricho, lo que les viniera en gana (aunque sepamos muy bien que a nosotros, hoy, no nos rigen ya los preceptos paradójicamente humanísimos de una divinidad que se hizo hombre porque nos quiere hombres verdaderos, es decir, libres, sino los brutalmente esclavizantes del mercado, la publicidad, la moda, el mundo laboral con sus antinaturales ritmos mecánicos y económicos y los descarnados y ciegos del poder, la tecnología y la ciencia).

Lo que la exégesis actual desconoce es, por tanto, la razón de ser sobrenatural de los conventos que «estudia»; razón para la cual el género de vida ahí practicado constituyó sólo un medio. Por ello, porque la desconoce, lo tergiversa todo, no entiende casi nada. Si los monasterios femeninos existieron en la Nueva España (y en todas partes) fue por tres motivos primordiales: el provecho, principalmente espiritual, de sus habitantes, el bien de los demás y la gloria de Dios.

Veamos cómo explica Santo Tomás de Aquino tal razón. Se halla conectada con la vocación del hombre, es decir, con «aquello que más le deleita y a lo que tiende de un modo principal». Lo propio del hombre, enseña, «es entender y obrar a impulso de la razón»; es éste, por tanto, su mayor goce. De aquí se derivan dos formas de vida: contemplativa y activa. La primera se refiere a la dedicación a entender, o sea, al conocimiento de la verdad; la segunda a la aplicación de la verdad que se conoce a la regulación de las obras exteriores. Ahora bien, «el término de la vida contemplativa es el deleite, que está en la voluntad y que hace que aumente el amor», pues «todos experimentan deleite cuando consiguen aquello que aman». De la contemplación de la verdad surge el amor por ella. Asimismo, del amor a la verdad surge la contemplación. En la jerarquía de la contemplación hay cuatro órdenes:

“En primer lugar, las virtudes morales, en segundo lugar, otros actos destinados a la contemplación; en tercer lugar, la contemplación de los efectos divinos, y en cuarto lugar, lo propiamente contemplativo, que es la contemplación misma de la verdad divina”.

Es ésta la meta de la existencia humana, pues nada más que ella nos hace perfectamente felices. Sin embargo, dado que en la vida presente no vemos a Dios cara a cara, sino «como a través de un espejo y en oscuridad» (1 Cor XIII, 12), nuestra contemplación es imperfecta, y «nos da sólo el comienzo de la bienaventuranza».

Aunque en el actual estado nos resulte imposible llegar a la visión de la esencia divina mediante la contemplación, por ser el hombre un animal racional y, a causa de ello, la contemplación de la verdad propia de su naturaleza, es cierto que «todos los hombres desean naturalmente saber y, por consiguiente, encuentran deleite en el conocimiento de la verdad». Es decir, según nuestra operación, la contemplación nos hace felices. También según el objeto de la misma, pues en cuanto se contempla (así sea imperfectamente) una cosa amada, la contemplación se hace deleitable.

“Por tanto, dado que la vida contemplativa consiste principalmente en la contemplación de Dios a la cual mueve la caridad […] síguese que en la vida contemplativa se da deleite no sólo por razón de la contemplación misma, sino por razón del amor divino […] En ambos casos, el deleite supera a todo deleite humano, ya que el deleite espiritual es superior al carnal […] y el amor mismo con el que Dios es amado en la caridad es superior a todo amor”.

La vida contemplativa, luego, “aunque consiste esencialmente en el entendimiento, tiene su principio en la voluntad, en cuanto que el amor de Dios impulsa a la contemplación. Y dado que el fin corresponde al principio, de ahí que el término y el fin de la vida contemplativa haya que buscarlo en la voluntad, en cuanto que se encuentra deleite en la visión del objeto amado, y el deleite del objeto visto enciende más ese amor […] Y ésta es la perfección última de la vida contemplativa: que no sólo se ve sino que también se ama la verdad divina”.

Lo cual nos lleva a que el poseedor de una vocación contemplativa (todo hombre y, específicamente, todo cristiano, en principio) aspira a la perfección de la vida humana, al mayor de los deleites, es decir, a la auténtica felicidad: la contemplación de Dios.

La vida contemplativa cristiana, entonces, tiene conexión sustantiva con el amor. Para lograrla, empero, requiere de las virtudes morales, «que rectifican las diversas potencias apetitivas». Aunque las virtudes morales no pertenecen esencialmente a la vida contemplativa, poseen en cambio cualidad dispositiva: “la santidad, es decir, la limpieza, es producida por las virtudes que se ocupan de las pasiones que impiden la pureza del alma, mientras que la paz es fruto de la justicia, la cual se ocupa de las acciones […] Bajo este aspecto, las virtudes morales disponen a la vida contemplativa, en cuanto que son causa de paz y de limpieza”.

Según se ve, el contemplativo necesita de ellas para llegar a la contemplación. En las virtudes morales, explica el Aquinate: “se halla una belleza participada, en cuanto que participan del orden de la razón, de un modo especial la templanza, que reprime las concupiscencias que más impiden la luz de la razón”.

Es el caso, verbigracia, de la virtud de la castidad, que hace especialmente apto al hombre para la contemplación en tanto «que los placeres venéreos son los que más arrastran a la mente hacia lo sensible…».3 4 De este modo, es claro que quien quiera llevar una vida contemplativa, deberá llevar una vida virtuosa. He aquí no sólo el motivo que, en tanto medio adecuado para el provecho de la vocación espiritual de sus miembros, llevó a la instauración de los monasterios contemplativos, sino, precisamente por ello, el de su género de vida —ese género tan «repugnante», horror de la mayoría de nuestros (pos)modernos estudiosos—. Dicha forma de vivir pretendía, en efecto, facilitar la contemplación al ordenar la vida activa a través de la práctica de las virtudes morales.

Ahora bien, el estado religioso, de acuerdo con el angélico doctor, puede considerarse de tres modos: “En primer lugar, como ejercicio en el que se tiende a la perfección de la caridad. En segundo lugar, en cuanto que tranquiliza al alma respecto de preocupaciones externas […] En tercer lugar, como holocausto mediante el cual uno ofrece plenamente su persona a Dios”.

Bajo estos tres aspectos, dice, los votos religiosos constituyen la esencia de dicho estado: “En efecto, en primer lugar, considerando el ejercicio de la perfección, es preciso apartar los obstáculos que pudieran impedir que el afecto tienda enteramente a Dios, lo cual constituye la perfección de la caridad. Estos obstáculos pueden ser tres. El primero es la ambición de bienes externos, que se subsana mediante el voto de pobreza. El segundo, el deseo de deleites sensibles (entre los cuales ocupan el primer lugar los placeres venéreos), que se destruye por medio del voto de castidad. Y el tercero es el desorden de la voluntad humana, que se suprime por medio del voto de obediencia”.

De igual modo: “la intranquilidad producida por las preocupaciones de esta vida viene al hombre a causa de tres materias. Primero, de la administración de las cosas externas; esta preocupación se la quita al hombre el voto de pobreza. En segundo lugar, de la preocupación inherente al gobierno sobre la mujer y los hijos, la cual es suprimida por el voto de castidad. Y en tercer lugar, de la preocupación por los actos propios, de la cual libra el voto de obediencia, mediante el cual el hombre se somete a la voluntad de otro”.

Finalmente: “Se da holocausto cuando uno ofrece a Dios todo cuanto tiene, como dice san Gregorio […] Ahora bien, el hombre posee una triple clase de bienes […] La primera es la de las cosas externas, y el hombre las ofrece enteramente mediante el voto de pobreza. La segunda la constituye el bien propio del cuerpo, que algunos ofrecen a Dios principalmente con el voto de continencia, por el cual se renuncia a los mayores placeres corporales. Y la tercera clase la constituye el bien del alma, que se ofrece enteramente a Dios por la obediencia, mediante la cual se ofrece a Dios la voluntad propia, por medio de la cual el hombre hace uso de todas las potencias y de los hábitos del alma”.

Esto por lo que respecta al modo de vida dentro de los conventos. En cuanto al motivo de su vocación espiritual: “El contemplativo busca la verdad, fija su mente en la verdad, pero en una verdad que, por ser Dios mismo, infunde caridad y requiere caridad, para ser asimilada con la riqueza que le es propia, dentro de las limitaciones humanas”.

Santo Tomás no tiene duda de que la vida contemplativa supera a la activa,41 de forma que quienes se dedican a ella, como la María del Evangelio, «ha[n] escogido la mejor parte y no se la quitarán» (Lc X, 42). En este sentido y hablando específicamente del estado religioso, se pregunta por la preeminencia de las órdenes religiosas contemplativas sobre las activas. Para ello tiene muy presentes no sólo ambos géneros de vida, sino los resultados de los mismos. En cuanto a los primeros, las órdenes contemplativas aventajan a las de vida activa, pues las obras de éstas («dar limosna, recibir huéspedes, etcétera»), «a no ser en caso de necesidad», son menos importantes que las obras de contemplación. Empero, atendiendo a los segundos y en tanto la contemplación dirige muchas veces la acción,4 4 las obras provenientes de la plenitud de la contemplación sobrepasan a la propia contemplación, ya que «así como es más perfecto iluminar que lucir, así es más perfecto el comunicar a otros lo contemplado que contemplar exclusivamente».

“Por consiguiente, entre las órdenes religiosas ocupan el primer puesto las que se dedican a la enseñanza y a la predicación […] Les siguen en importancia las que se ordenan a la contemplación, y en tercer lugar están las que se dedican a las obras externas”.

La razón sobrenatural, pues, que llevó a la erección de monasterios, fue el llamado de sus fundadores, que desearon «consagrarse totalmente al servicio de Dios, como ofreciéndose en holocausto». Es decir, buscaron la perfección al «unirse totalmente a Dios», porque “el estado religioso fue instituido principalmente para alcanzar la perfección mediante ciertas prácticas con las cuales se suprimen los obstáculos a la caridad perfecta”. Así se cumple también el primer motivo espiritual, redundante en provecho de la vocación de sus miembros.4 8 En tal estado, ya lo vimos, los grados mayores los tienen las órdenes contemplativas, cuya finalidad es la unión de amor con Dios.

En nuestra época (una época activista, de agitación muchas veces atolondrada) se da por hecho que el bien del prójimo es sólo material, de manera que resulta poco evidente la utilidad social de la contemplación, la oración, la adoración y el ejemplo. Otra cosa pensaban nuestros novohispanos, quienes dotaron de conventos femeninos sus ciudades no con la intención de «encerrar a las mujeres», sino para que éstas y aquéllas alcanzaran la perfección espiritual. He aquí los motivos segundo y tercero de las fundaciones conventuales.

Pasamos ahora, del terreno de los actos interiores4 9 que nos encaminan a Dios, a los exteriores. A través de ellos «el hombre protesta ser siervo de Dios». Tales son las ceremonias, los ritos sensibles requeridos, en general, «por la propia condición social del hombre y del culto público que se ha de rendir a Dios», pero que en el caso de la religión cristiana, como manifestaciones exteriores de la gracia, se vuelven particularmente importantes, pues además de poseer una destacada carga espiritual simbólica, ordenan al hombre a Dios. Vemos aquí cómo la gracia brindada por Cristo en los sacramentos se manifiesta en los ritos ceremoniales. Se encuentran éstos entre aquellas cosas no necesarias «introducidas por los hombres» en el culto divino, pero que resultan «útiles para mover a la devoción y reverencia en quienes las reciben».

La gracia, en efecto, “se verifica mediante las obras de caridad, las cuales, en cuanto necesarias a la virtud, pertenecen a los preceptos morales, que también existían en la ley antigua. Y por eso, en esa parte, no debió añadir la ley nueva precepto alguno acerca de las obras exteriores. La determinación de esas obras en orden al culto de Dios pertenece a los preceptos ceremoniales de la ley […] Y como estas determinaciones no son, hablando en absoluto, necesarias a la gracia interior, en la cual consiste la ley [nueva], por eso no caen bajo precepto alguno de la nueva ley, sino que se dejan al arbitrio humano. De éstos, unos se dejan al juicio de los súbditos, y son los que pertenecen a cada uno en particular, y otros a los prelados temporales o espirituales, y son los que pertenecen a la común utilidad”.

Los ritos sagrados o sacramentales no dan gracia ninguna y son arbitrarios, pero esto no les resta importancia porque, ellos mediante, «damos a Dios reverencia y honor», lo cual es para nuestro bien. Dios no necesita palmariamente nuestras alabanzas, porque «está lleno de gloria y nada pueden añadirle las criaturas». Somos entonces nosotros los beneficiados, “porque, en realidad, por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior, como el cuerpo al ser vivificado por el alma y el aire al ser iluminado por el sol.

Pero el alma humana necesita, para su unión con Dios, ser llevada como de la mano por las cosas sensibles: porque, como dice el Apóstol (Rom I, 20), las perfecciones invisibles de Dios nos son conocidas por medio de las criaturas. Por eso es necesario que en el culto divino nos sirvamos de elementos corporales para que, a manera de signos, exciten la mente humana a la práctica de los actos espirituales con los que ella se une a Dios. Por consiguiente, la religión considera, de hecho, los actos interiores como principales y adecuados; a los exteriores, en cambio, los tiene por secundarios y subordinados a los interiores”.

Las formas sensibles, los signos, tienen el objetivo de mover al hombre hacia Dios, causa final de las ciudades que, como la novohispana, allende el bienestar material de sus habitantes buscaban el espiritual. Si se considera esto, se comprenderá de inmediato la preocupación que en dicha comunidad política tenían los dirigentes, civiles y espirituales, por fomentar tanto los signos de devoción comunitarios encomendados a ellos como los particulares de los súbditos, todo por mor del bien común, pues la noción de éste sobrepasaba, a diferencia de hoy, las necesidades materiales.

En el caso de los conventos femeninos novohispanos, las autoridades buscaron, además de los antedichos beneficios individuales de sus miembros, el provecho social proveniente de la vocación contemplativa de los mismos (manifiesta, según mencioné anteriormente, en la oración, la adoración y el ejemplo). Dentro de este contexto, se entiende muy bien que se viera en ellos instituciones creadas «para tanta gloria de Dios y tan singular edificación de esta República».

Quien vea las cosas con buena voluntad comprenderá por qué antes llamé a los monasterios mexicanos de mujeres «poderosos reactores espirituales», en tanto por medio de ellos se dio gloria a Dios y, a través precisamente de la oración constante, la contemplación y el cuidado del culto divino, bienestar a la sociedad.

Ya me he referido, efectivamente, a la atención que se prestó en los conventos femeninos al puntual cumplimiento del Oficio y culto divinos. Esto lo confirma una vasta documentación. Las monjas, en efecto, no sólo se preocuparon de que anejo a la clausura hubiese siempre un templo (es decir, un inmueble de uso público), sino también por el escrupuloso desarrollo de las ceremonias que en él tenían lugar. Aparte de la suntuosa edificación y —generalmente— soberbia decoración, buen porcentaje del tiempo y dinero de los monasterios fructificó en la liturgia.

Las religiosas estuvieron muy pendientes de que el servicio del coro se desarrollara tanto con gravedad y solemnidad como con magnificencia y esplendor; asimismo, dotaron a sus iglesias de preciosos ornamentos, entre sagrarios, cálices, custodias, candeleros, ciriales, hostiarios, incensarios, fuentes, cruces, relicarios, crismeras, vinajeras, vasijas, hisopos, etc., la mayor parte hecha de oro, plata y ámbar, y exornada o forrada de perlas y piedras preciosas; también hubo en las sacristías de los templos monacales piezas de seda, recamadas de oro, plata y joyas, para el uso del altar y los oficiantes, y muchos otros y variados utensilios; por si no bastara, debieron dotar las misas y fiestas con vino, hostias, aceite y cera; no olvidaron tampoco dar limosnas a los predicadores y pagar a los compositores de la música; todo para la mayor gloria de Dios y el bien tanto suyo como de los fieles.

Quizá la muestra más clara de la utilidad social que nuestros novohispanos otorgaban a sus conventos femeninos sea la actitud adoptada dentro de ellos en el momento mismo del motín de la Ciudad de México, en 1692. Mientras éste duró, cuenta el cronista Antonio de Robles, “estuvieron los religiosos en sus conventos haciendo plegaria, y las religiosas descubrieron el Santísimo Sacramento e hicieron disciplina”.

A una, las monjas buscaron para su ciudad la mejor protección posible: el auxilio de Dios. Con la finalidad de obtenerlo, no dudaron en ofrendarse a sí mismas. Quien se imagine a las moradoras de los monasterios mexicanos —según la crítica expresión de Ramos Medina— «como mujeres ociosas, comunicativas, rezanderas, extasiadas, dedicadas exclusivamente a la lectura del Oficio Divino en los coros alto y bajo e inventando recetas de cocina», acertará en algunas cosas y errará en otras. Digo, atinará en lo insustancial al ponerlas todas en un mismo nivel.

Sin negar que entre nuestras monjas haya habido (como en cualquier grupo humano) chismes, pleitos y (en el sentido moderno y plenamente capitalista del término) «ocios», es verdad que la trascendencia de tales comunidades sobrepasó por mucho a las insuficiencias (reales o posibles) de sus integrantes.

Resulta palmaria la diferencia existente entre la obra de una orden y las de aquellas que la compusieron. En este sentido, es de notar cómo los institutos monacales cumplieron, según referí antes, con un importante papel dentro de esa sociedad —no se nos olvide— de fines religiosos. Si en tanto individuos las madres pudieron, por ejemplo, ser más o menos entregadas, más o menos «rezanderas», más o menos «extasiadas», en tanto orden monástica realmente lo fueron.

Y esto es lo substancial. El rezo del Oficio Divino y la participación en la liturgia, aunados a la penitencia, la oración y la contemplación (individuales y comunitarias), dan no sólo razón de la existencia conventual, sino que la validan socialmente al hacer de semejante entrega a Dios, más allá de los defectos personales de cada religiosa, una vía general de propiciación y amor.

A una colectividad semejante, «el monasterio de San Jerónimo de la imperial Ciudad de México», perteneció la internacionalmente afamada poetisa sor Juana Inés de la Cruz, monja en toda la extensión de la palabra.

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