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Antonio Calera

21/12/2019 - 12:05 am

La comida triste

“Los patrimonios culturales son complejos, claro. Provienen del misterio y nos hacen pensar, sentir, vivir como vivimos”.

“Hay tristeza en un plato vacío, sí. Pero la hay más en que no haya una mesa previamente y la necesidad del alma de reunir, sobre de ella, algunos humanos queridos”. Foto: Cuartoscuro

Nota:
Los patrimonios culturales son complejos, claro. Provienen del misterio y nos hacen pensar, sentir, vivir como vivimos. Detrás de ellos, de su careta, no hay nada. Sólo vacío. Y por ello, como símbolo de lo que somos, lo que “alimenta” nuestro ser biológico, hay tantos claroscuros como en el cosmos en el mundo de la comida: refleja poderosamente nuestro lado luminoso, las fuerzas que sentimos por la continuación de la vida, pero también, y con la misma fuerza, nuestro deseo oculto, menos cómodo, por no ser, nuestro lado sombrío, igual de contundente, mágico y puro. Aquí, una tentativa apenas, un humilde deseo por recordar, a través de la comida, aquellas tristezas que relacionamos con nuestra forma de pensar nuestra ingesta, un sondeo por aquello que, por alguna razón, nos ha hecho dejar un bocado en el plato.

 

Hay tristeza en un plato vacío, sí. Pero la hay más en que no haya una mesa previamente y la necesidad del alma de reunir, sobre de ella, algunos humanos queridos. / Dan tristeza los caldos pobres, ni con ramitas flotando en ellos, y luego son témpanos para el alma cuando en vez de calentarnos hasta nos enfrían las manos. / Del sushi ni hablaremos. / O bien, el sushi siempre, pero más cuando aparece oxidado sobre la mesa, a la mañana siguiente o pocas horas luego de una discusión con partida. Como testigo podrido del tiempo que se nos fue, ahí incompleto, como reflejo de la partida de uno de dos. / Los panes de muerto dejados en las ofrendas cuando son llevados luego al bote de basura: ese otro inframundo de cucarachas y aguas hediondas, cuando debió terminar engullido en religioso canibalismo. / Dan tristeza los trastos, platos, refractarios estivados sobre el fregadero en la mañana de Navidad, a sabiendas de los secretos oscuros de las familias, las hordas de amigos tocados por el infortunio, como epitafio, recordatorio de lo que no regresará jamás. No la libertad: el destino guiando al pueblo. / Las gelatineras y sus ovnis interiores, entre el polvo y los baches apenas sostenibles, siempre fueron algo más que tristes. No hablan: balbucean, tartamudean una tristeza ulterior / Los tragos a medio morir sobre la mesa. El hedor de alcohol mosqueado, apenas vislumbrado el futuro y su deterioro en el sopor de una mente aterrada. / Los discos metálicos para perros, aterrizados en las esquinas de las cocinas o los patios, sin nada sobre ellos, es decir: bateas ultramodernas para perros enclaustrados sin nada que tragar. / Las sartenes con huevo adherido a sus costados, vistos de reojo por las amas de casa al regreso de dejar a los hijos en el colegio. Lo mismo los platos con algo de cereal flotando, abandonados sobre la mesa con tal de llegar a tiempo a eso que llamamos nuestra escuela, nuestro imperturbable cadalso de oficina, guarida para burros de formaica y burocracia. / Los quesos enlamados, las tortillas con sus cráteres rosas, esas fotos espaciales de planetas invadidos por civilizaciones de seres desconocidos. Los tomates aposcaguados, las cebollas con hongos abandonadas en las esquinas inferiores de los refrigeradores. / Las bolsas de harina vieja, los paquetes de poliestireno y plástico de elasticidad demoniaca, con sus precios siempre al alza, caducos hace varios días. / Las tilapias de criadero, que luego de vivir hacinadas bebiendo su orina y comiendo su estiércol, fueron a parar a una cama de hielo en el mercado, y yacen frente a nosotros con sus ojos glaucomatosos / Los filetes con olor a diésel o a árnica, a plena amargura del desperdicio. / Los imanes de torterías o pizzerías pobres, cuando estos siguen adheridos y sus establecimientos murieron, quizá también sus propietarios, hace siglos. / Los corchos dentro del tirabuzón, despedazados, como un presagio del mal sabor de boca de algunas reuniones sin frutos. / Las codornices y los conejos al dejar limpio su esqueleto, tan frágiles, casi paleontológicas, avergonzadas por nuestra manera de depredar. / Las máscaras de cerdo resecas en el mercado. / Los detritos, postrimerías, rezagos al fondo de los frascos, por ejemplo en un frasco de mayonesa estadounidense, masa traslucida ungida de mostaza y salsa cátsup. / Los limones duros y amargos. La leche cortada que desmerece su nacimiento, el de la cultura misma. / Los ramos de verdolagas, de perejil o cilantro cuando no se secaron sino que se pudrieron, ahí sobre el refrigerador o la lavadora, olvidados. / El arroz con gorgojos. / Las cajitas de bicarbonato viejo, en la alacena desde 1986, a un costado de un carbón activado, que porta en sí mismo todos los olores del mundo y yace, justo por ello, petrificado. / Las cajas de galletas danesas sin galletas danesas. Las cajas de puros con recibos del predial. / Los bolillos duros, algunos completos, otros decapitados, en su bolsa de estraza como vendas para maná momificada. / El paté mortecino, pasta de anfiteatro, color cadavérico, entre azuloso y rosado, carne humana pintarrajeada para e álbum familiar de lo mortecino. / La carne molida llena de gusanos, sobre su lecho de miasma como polenta. / Las botellas de vino con su hervidero de mosquillas ahogadas. / Las frutas empanizadas de hormigas. / Los frijoles refritos con su laguna verde sobre los quemadores de la estufa. / Las tostadas ya reblandecidas, es decir, habiendo perdido toda dignidad. / Los frutos de árboles citadinos picados por los mosquitos, aferrados a las ramas que son su casa. / Los frutos de árboles citadinos que caen en espacios privados y se pudren de avaricia, falta de saliva. / Las comidas a domicilio incompletas o equivocadas o ralas y por ello traumáticas y denigrantes. / La comida que no pica cuando debería o que pica de más sin mas, que no pica por desatención o pica de más por alarde de émbolos históricos, poderes rancios, masculinismos imbéciles. / Las guarniciones que se emplatan como una bofetada. / Las quesadillas suaves. / El queso de cera y la crema humectante. / Los pollos rostizados en las casetas de veladores cuando esto signifique todo menos eso. / La comida interrumpida por bellas tecnologías, la comida de uno de pie, la comida de dos cuando en realidad es de nadie. / Las galletas de animalitos deformes. / Las castañas que al abrirse son ojos de venado acribillado y postrado sobre el musgo. / La carne de caballo dulce que se tilda de sabor a pollo y no como corcel llevado al cielo. / Los tacos de canasta en donde todo es maíz y almidón de papa. / Las salsas con cuatro litros de agua. / La cebolla sin ácido, la cebolla sin cara, ahí reblandecida y sin gracia. / Los charales lumínicos que terminarán en oferta no advertida y luego como fiambres en la ciudad de los desechos. / La clara de huevo extraviada antes de llevarla al caldero. / La hiel reventada como símbolo de hambre e infelicidad y frío proveniente del fondo de los apetitos y deseos reprimidos. / Los tragos al tiempo. / Los refrescos sin gas, sin efervescencia, ganas de vivir, pasarla bomba por nuestro gañote. / Los cacahuates garapiñados de 5 pesos. / Las alegrías falsas. / Las canastas de fresas con doble fondo que hemos comprado al costado de la carretera. / Los camotes que se la pasan pasando. / El queso de puerco en canasto despreciado por tantos. / Las esculturas de chicharrón prensado sobre el piso de los mercados, pateado, escupido, deslizado sobre Pinol y ríos jabonosos de cuño variado. / El helado derretido sobre los dedos o francamente venido abajo. / Los frascos de ostiones como fetos de médico loco. / Las margarinas de fonditas macanas. / Las gorditas de nata en el periférico. / El no bacalao no noruego. / El queso tipo algo. / El benzoato de sodio tan ubicuo y anónimo. / Las jícamas porque sí. / Las galletas María de la misma manera. / Cualquier bocado si se mastica llorando y al pasarse figuran al esófago el Peñón de Gibraltar. / La leche materna de las niñas de las esquinas, abandonadas por los padres de sus hijos y por el Dios que se guste y ordene. / Las carnicerías de los Supermercados del Estado. Porque no tienen nada de “Súper”, ni de “Mercado” ni mucho menos de “Estado”. / El jugo Maggi. / Las salsas “Valentina” y “Tabasco” en que hasta al mismo Diablo rehogamos. / Las “Cachetadas” y los “Algodones de azúcar” porque ya no estamos a la altura de la cultura que les dio nacimiento, es decir, de los sueños que soñamos, porque vemos en ello que todo se está yendo al carajo. / El merengue en pasteles, el que acompaña también a los “Gaznates”. / Las tapiocas en un caldo de pollo, cuando no hay niños alrededor. / La Jamaica arrumbada. / Los tés de manzanilla como papiros, palomillas. / Los churros duros. / Los jarabes como extractos de vainilla. / Los retazos de hueso. / El pan dulce remojado de aceite, como untado de su llanto. / Las bolsas de palomitas de la Central de Abastos. / Las aguas frescas que se regurgitan a sí mismas como las fuentes de los casinos y su noción de eternidad. / Los raspados. / Las tortillas sobaquedas o tiesas. / Las parrilladas con cien maestros. / La arrachera marinada. / Las marinas de mole. / El salpicón sin Chapultepec. / Los riñones. / Las sopas instantáneas aunque sean de dizque camarón. / Las galletas de la suerte vistas como oráculos de sabiduría inmarcesible. / El Chocomilk viéndolo a través del tiempo. / Los mazacotes de avena. / Las salchichas en forma de pulpos. Las salchichas como sea. / Los caldos de gallina. / Las pollas para levantar. / El café descafeinado / Los chorizos de soya. / Lo que comemos con las manos para no lavar, lo que comemos con cuchara por depresión siniestra y acumulada. / Los pucheros cuando son metáfora de lo que somos y seremos: seres de poca vida arrojados al caldo universal, con el hambre de ser todo.

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