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Jorge Alberto Gudiño Hernández

22/06/2019 - 12:05 am

Adiós, querido colega

“Ramón Córdoba se murió esta semana, la noche del miércoles al jueves. Era mi amigo y mi editor”.

Ramón Córdoba murió a os 61 años. Foto: Twitter

Ramón Córdoba se murió esta semana, la noche del miércoles al jueves. Era mi amigo y mi editor. Aunque sé que las columnas que uno escribe no deben hablar de uno mismo, no se me ocurre una mejor manera de compartir algo de lo que se pierde con su partida que hacerlo desde nuestra relación. De esas viñetas que se van acumulando en el mazo de nuestras cartas y que sólo tienen sentido cuando está toda la mano a la vista. Juego, pues, abierto, porque es mi forma de recordarlo.

1.

A mí me decía “colega”. No porque los dos escribiéramos, porque nos gustara gastar los ojos con la lectura o porque hubiéramos trabajado juntos un par de textos. No, nada de eso. A la mayoría de los escritores a quienes editó en Alfaguara los llamaba Almirantes, Contramaestres, Contraalmirantes, Capitanes y un sinnúmero de referentes marítimos cuya procedencia nunca le pregunté (otra de las tantas cosas que se me olvidaron averiguar). A mí me decía “colega” y yo le devolvía el apapacho verbal. Sucede que un mismo día, una misma persona con altos estudios académicos, nos dijo a los dos, con escasos minutos de diferencia, que los dos éramos un par de analfabetos. Más que ofendernos, el oficio compartido supo hacer del insulto elogio. Colegas he tenido muchos en la vida pero sólo a Ramón lo llamé así y sólo él hizo lo propio conmigo. Casi quince años de analfabetismo compartido.

2.

Aún no éramos colegas, apenas nos conocíamos. Me animé a darle una novela para que me diera su opinión. Desde el principio dejamos en claro que no buscaba un dictamen favorable para entrar a Alfaguara. Semanas después me pidió que comiéramos. Lo hicimos, la impaciencia palpitándome. No dijo una palabra sobre el texto hasta una vez terminado el postre. Fue generoso y conciso. Esa novela aún transita por diferentes sitios de mi disco duro.

Mi siguiente manuscrito ya había corrido mejor suerte. Sería publicado por Ediciones B. De cualquier modo, se lo di. Era la mejor forma de establecer un ritual: su lectura, la comida (vino durante los platos fuertes, whisky tras el postre), sus comentarios. Me ofreció, dado que él no la editaría, una frase para la contraportada. Sobra decir que acepté.

3.

La tercera novela que le di reafirmó el ritual e inauguró otro. Terminamos de comer. “Colega, esto es un Alfaguara”. Cinco palabras bastaron para despertar mi nerviosismo. Primero, porque llegaba a la editorial que representaba el ideal. Segundo, porque Ramón, por fin, me editaría. Tercero, porque a mi modo de ver, eso me significaría discutir mucho con él.

Nos reunimos una vez más en torno a esa novela. Ahora la llevaba Ramón con varios postits de colores saliendo por los flancos. Banderitas, les llamaba. Yo, inseguro que soy, protesté: me parecían demasiado. Él me tranquilizó: apenas eran unos cuantos. Me propuse, desde ese momento, que en la siguiente novela no encontraría nada malo. Ensoberbecido revisé sin parar antes de entregarle el próximo manuscrito. Fracasé ésa y las siguientes ocasiones. Las banderitas se agitaban bajo su brazo y se burlaban de mí, mientras comíamos, el texto sobre la mesa.

Y sí, era un reto para el escritor pero, también y sobre todo, para el editor. Por eso el juego entre los dos funcionaba, porque los dos intentábamos hacer mejor nuestro trabajo gracias a nuestra relación.

4.

Cuando nació B, le regaló un caballo que se prendía de alguna parte de la cuna gracias a una suerte de pinza. Durante varios meses, a mi hijo le gustaba que lo colgáramos en el coche cuando salíamos. Disfrutaba de su balanceo.

Eran tiempos de comidas más frecuentes en las que no fue tacaño a la hora de darme consejos sobre la paternidad. Aseguró que, a diferencia de como nos sucede con el resto de las personas, la imagen de nuestros hijos la actualizamos de inmediato pero guardamos todos los momentos previos. De esa forma, algún día puede producirse el milagro consistente en verlos desdoblados, desde el pequeño bebé hasta el chico universitario. No sé si eso será cierto, si Ramón podía ver así a sus hijas. Sin embargo, desde entonces intento no perderme ninguna instantánea para que, llegado el momento, pueda tener mi colección completa.

Cuando nació L, cada tanto me preguntaba por los coleguitas. El mote afectuoso se volvió, entonces, complicidad familiar.

5.

Me enteré hacia la media noche entre el miércoles y el jueves. Ramón se murió. Pensé que moría otro hombre bueno. También, que se iba una persona que amó profundamente lo que hizo y que, aunque suene redundante, hizo lo que quiso.

En esta casa estamos agradecidos con él por el privilegio del tiempo compartido. Mis hijos estuvieron en sus brazos. Mis libros bajo su lupa. Mi mujer bajo su manto protector. Extrañaré sus banderitas y, sobre todo, esas largas charlas en torno a una palabra, con un whisky enfrente y la tarde entera frente a nosotros. Sus coleguitas aún no se enteran pero pronto se sumarán a la tristeza y al recuerdo: otra de las formas del cariño.

Adiós, querido colega.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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