Author image

Óscar de la Borbolla

22/07/2019 - 10:25 am

Grito de advertencia

Para unos, la fecha será feliz; para otros, aciaga, pero de que el tiempo llega no debe cabernos la menor duda; de hecho, la única certeza que merece nuestra más fervorosa confianza es que no hay plazo que no se cumpla: de que llega llega, dice la gente.

“Habría que salir a la calle a advertir a la gente, a gritar en el Metro: ¡Compañeros, hacia el pasado los años se compactan, las décadas se esfuman, y un día, sin que nos demos cuenta, las alforjas de nuestro tiempo están vacías!”. Foto: Especial

Hay en el mundo una sola cosa que llega a tiempo. No importa lo que hagamos o dejemos de hacer, pues lo mismo se presenta si somos tesoneros compulsivos que si somos completa y absolutamente indolentes. Me refiero al Tiempo. Obviamente, lo que para cada quien traiga dependerá de lo que haya hecho mientras llega, pues la forma de vida sí cuenta: nunca serán iguales los frutos que reciban la holganza que el esmero, la lucha que el desmayo; y no porque el esfuerzo siempre sea recompensado, no vivimos en un mundo justo, sino porque en las cuentas azarosas de la vida cualquiera que sea nuestra actitud repercute a la larga como el famoso aleteo de una mariposa. Lo que sí llega perfectamente a tiempo es el Tiempo, las fechas son de una puntualidad intachable. De ellas sí podemos decir que su arribo es inaplazable, irrecusable, irremediable: fatal. Para unos, la fecha será feliz; para otros, aciaga, pero de que el tiempo llega no debe cabernos la menor duda; de hecho, la única certeza que merece nuestra más fervorosa confianza es que no hay plazo que no se cumpla: de que llega llega, dice la gente.

Lo que puede ocurrir -ay de mí- es que una fecha llegue sin alguno de nosotros; llega para los que todavía están, para quienes no se hayan ido; para los que desertan -permítaseme decir una obviedad- las fechas dejan de llegar. Pero para aquellos que permanecen no hay remedio, las fechas por más que les falte mucho, por más alejadas en el futuro que parezcan, llegan, y a uno lo sorprenden muy amargamente, pues nos hacen comprender lo que canta Joaquín Sabina: “No sabía que la primavera duraba un segundo”. Con el tiempo ocurre una paradoja: cuando una fecha está situada en el futuro, uno siente que se tarda mucho en llegar, que los años o los meses que aún faltan para su arribo son lentísimos; pero cuando por fin el plazo se cumple, sin importar su magnitud, la impresión universal es que tardó sólo un segundo. La vida entera contemplada retroactivamente fue, es, un fugaz segundo.

Esta es la relatividad del tiempo que debería enseñarse en las escuelas, su comprensión es más valiosa, me atrevería a decirlo, que la de Einstein. Porque, finalmente, para la vida práctica ¿qué importancia tiene que la velocidad afecte el tiempo?, ¿quién de nosotros viaja a una velocidad que resulte significativa?, los segundos ganados por el capitán de un avión cuando se jubila son tan pocos, tan ridículos, que no merecen ni mencionarse. En cambio, el hecho de que cincuenta años hacia el futuro sean vistos como la eternidad y cincuenta años hacia el pasado resulten ser como un segundo, esto sí es determinante, estremecedor.

Habría que salir a la calle a advertir a la gente, a gritar en el Metro: ¡Compañeros, hacia el pasado los años se compactan, las décadas se esfuman, y un día, sin que nos demos cuenta, las alforjas de nuestro tiempo están vacías! ¡No sólo la primavera, sino las cuatro estaciones duran un segundo!

Sin embargo, sé que es inútil, pues comprender vivencialmente esta idea y derivar con el mayor rigor lógico sus consecuencias (que sería lo más valioso que podríamos hacer para vivir mejor lo que nos reste de vida) no es algo que pueda comunicarse. ¿Cómo decir frescamente lo que todos saben? No hay peor ceguera que ya saber las cosas. Si se pudiera, quedarían trastocadas las decisiones, las elecciones, los apegos, los desapegos, los cuidados, las vacaciones, el trabajo, los compromisos, la verdad, la dentadura, la hipoteca, los amigos, las aventuras, las precauciones… en una palabra: todo, todo absolutamente todo, se replantearía. Es una lástima que este grito de advertencia, suene como una sarta de lugares comunes y de frases hechas y que -aunque su comprensión vivencial traería el máximo beneficio para todos- sólo puedan entenderla aquellos para quienes, efectivamente, hoy sea el último día.

Twitter: @oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video